"El 7 de septiembre de 2011 el Senado aprobaba la reforma del artículo
135 de la Constitución Española limitando el techo de gasto de las
Administraciones según los márgenes establecidos por la Unión Europea.
Límite fundamentado por la necesidad de salvaguardar la “estabilidad
presupuestaria”.
Sin embargo, bajo este propósito queda enquistada en
nuestra Carta Magna la obligación de satisfacer el pago de la deuda como
objetivo prioritario de la gestión pública con independencia de otras
necesidades.
Al tiempo, fija en el cuerpo social el estigma de lo
público como algo gravoso cuyos excesos hay que vigilar y limitar. “No
se puede gastar lo que no se tiene”, dirá después Rajoy. (...)
“Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta”. Artículo 135 reformado de la Constitución.
Encierra una estrategia política doble: establecer una estricta
correlación entre deuda y recortes (sociales, se entiende) y trasladar
el peso de la deuda sobre la conciencia colectiva. (...)
Esta idea no sería compartida o soportada si no fuera legitimada por la
segunda estrategia: todos somos deudores y debemos responder por ese
déficit. Invocación a la autoinculpación dialécticamente atrapada en la
telaraña de la corresponsabilidad colectiva: “Sin las renuncias
parciales de cada uno la recuperación de todos es imposible”, asegura
nuevamente Rajoy.
Esta “socialización de la culpa” se ha revelado una
coartada realmente eficaz, pues exime a los verdaderos causantes al
diluir sus responsabilidades en el conjunto de la ciudadanía. Es lo que
salmodian algunos voceros desde distintas instancias del poder: “Hemos
vivido por encima de nuestras posibilidades”.
La frase merece ser
diseccionada, pues en su inclusión enunciativa y ambigua ejemplaridad
encuentra su mayor consenso: “yo”, el que la pronuncia, también me
señalo y con ello refuerzo la admonitoria responsabilidad; aunque eso
sí, sin determinar la mía. Además, revela un diagnóstico sobre el pasado
y un designio sobre el futuro: antes disfrutábamos de una prosperidad
inmerecida que ahora debemos pagar. Pero hay más, equipara ese
hipotético exceso de bienestar colectivo para que el castigo sea asumido
en igual medida.
Y, ciertamente, la culpa y el castigo inspiran buena parte de las medidas que los gobernantes adoptan actualmente. (...)
Es más, se puede aplicar una estigmatización selectiva de la sociedad
(por gremios, edades, condición social), jaleada por una suerte de
rencor hacia el otro, que hace razonable su castigo (aunque sea el más
necesitado) y tolerable el propio. Se penaliza a los trabajadores que
enferman descontándoles parte de su sueldo, se penaliza a los enfermos
que “abusan” de las medicinas y los tratamientos, se penaliza a los
estudiantes repetidores incrementándoles las matrículas...
Una lógica
que siempre admitirá una vuelta de tuerca más al investirse de discurso
moral, circunstancia que ya advirtió Max Weber a propósito del influjo
de la ética protestante en el capitalismo. No solo eso, legitimada su
aplicación como signo de buen gobierno, naturaliza sus efectos: todo
castigo debe someter al culpable a la experiencia purificadora del
dolor. “Gobernar, a veces, es repartir dolor” sentencia Gallardón. (...)
Desde el “discurso de la deuda”, todo ello no sería más que un
sacrificio necesario y la constatación de que los expulsados del sistema
no se han esforzado lo necesario (por tanto, se les puede abandonar a
su suerte). Porque nunca es suficiente: “Tenemos que cambiar y ponernos a
trabajar más todos porque, de lo contrario, España será intervenida”,
nos diagnostica Juan Roig, el adalid de la “cultura del esfuerzo” a la
china.
Y ya sabemos que ahora trabajar más es sinónimo de ganar menos.
De ahí que la sombra de la mala conciencia se cierna también sobre las
negociaciones salariales. Aceptar la reducción del salario es admitir
implícitamente esa supuesta parte de responsabilidad en la crisis y
asumir como propia, cuando no hay acuerdo, la decisión del despido de
otros trabajadores. (...)
Paradójicamente, en este marco conceptual apenas se menciona a los
propietarios de “nuestra deuda”, ¿quiénes son y por qué les debemos?
¿Cómo han logrado reescribir nuestra Constitución? Es comprensible que
no se pronuncien sus nombres o se muestren sus rostros. Los que
gobiernan al dictado de sus designios también les deben mucho." (
Rafael R. Tranche
, El País, 16 MAY 2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario