24.8.25

La toma de D. C.: ensayo general... Cada «liberación» proclamada por Trump ha seguido un patrón similar: reclamar para sí poderes extraordinarios para hacer frente a enemigos extranjeros y nacionales, teniendo como base mentiras y distorsiones: que el país ha sido invadido y ocupado por migrantes, que Estados Unidos es víctima del orden económico mundial, o que Washington D. C. ha caído presa de una epidemia de delincuencia sin precedentes... Males que cabe achacar a los demócratas, por conspirar para inundar al país de trabajadores indocumentados, por permitir que Estados Unidos sea estafado por sus socios comerciales internacionales, por dejar que el capital se hunda en el caos... Como afirmara Stephen Miller, asesor de Trump: «Los demócratas están tratando de deshacer la civilización. El Presidente Trump habrá de salvarla.»... La toma de Washington D. C. es un ensayo general para la verdadera crisis que se avecina (Alberto Toscano)

 "«A pesar de que Trump —para citar a Bertolt Brecht— todavía no pueda «disolver al pueblo y elegir a otro», su visión de la seguridad y de la belleza se basa en el deseo de eliminar a todo el que interfiera en la visión etnonacionalista de grandeza del movimiento MAGA, según la cual «los monumentos, museos y edificios de la capital deben reflejar el poderío, la grandeza y el patrimonio de nuestra nación e inspirar asombro y sentimientos de gratitud». Si bien no cabe comparar la magnitud de la violencia implicada en uno y otro caso, una misma mentalidad subyace al deseo de Trump de «limpiar» Washington y a su fantasía genocida de una Gaza sin palestinos transformada en un destino turístico internacional.»

El pasado 11 de agosto, el Presidente Donald Trump firmó una orden ejecutiva por la que se declaraba el «estado de emergencia» en Washington D. C. ante una presunta ola de delitos en esa ciudad. Al amparo del artículo 740 de la Ley de Autonomía Local, se autorizaba al gobierno federal a asumir durante 30 días el mando del Departamento de Policía Metropolitana. Por otro lado, en un memorándum firmado ese mismo día, Trump impartió órdenes al Secretario de Defensa, Pete Hegseth, para que movilizara a la Guardia Nacional del Distrito de Columbia a fin de patrullar las calles del distrito federal junto con otros organismos federales encargados de hacer cumplir la ley, a la vez que prometió que se avecinaba el «Día de la Liberación» de la capital, tan pronto como fuerzas federales combinadas liberaran a D.C. de la «cloaca de delincuencia y mendicidad en que se ha convertido tras décadas de unilateral liderazgo demócrata».

O, como declarara Trump en Truth Social: «¡Washington D. C. será hoy LIBERADA! El delito, la barbarie, la suciedad y la escoria DESAPARECERÁN. ¡Haré que NUESTRA CAPITAL VUELVA A SER GRANDE!»

Cabría perdonar a los estadounidenses si a estas alturas estuviesen cansados de tanta «libertad», luego de haber tenido que soportar al menos dos «Días de la Liberación». En vísperas de las elecciones de 2024, Trump publicó en las redes un mensaje en que se decía: «Estados Unidos es un PAÍS OCUPADO»; no obstante: «El 5 de noviembre de 2024 será el DÍA DE LA LIBERACIÓN de Estados Unidos.» El 2 de abril, Trump declaró otro «Día de la Liberación» para conmemorar la firma de su amplio programa de imposición de aranceles en todo el mundo, para lo que se usó como justificación la presunta necesidad de declarar una «emergencia nacional» (una de las nueve que Trump ha declarado desde su toma de posesión, con lo que ya ha igualado el número de emergencias declaradas por Biden durante todo su mandato).

Cada «liberación» proclamada por Trump ha seguido un patrón similar: al reclamar para sí poderes extraordinarios, el Presidente se arroga el derecho de ejercer todos los poderes jurídicos y represivos del Estado para hacer frente a enemigos extranjeros y nacionales y lograr que se regenere la primacía de Estados Unidos. De un modo u otro, todas esas declaraciones han tenido como base mentiras y distorsiones: que el país ha sido invadido y ocupado por migrantes; que Estados Unidos es víctima del orden económico mundial; que Washington D. C. ha caído presa de una epidemia de delincuencia sin precedentes, cuando en realidad los índices de delincuencia son más bajos que nunca. Males, todos ellos, que cabe achacar a los demócratas: por conspirar para inundar al país de trabajadores indocumentados, por permitir que Estados Unidos sea estafado por sus socios comerciales internacionales, por dejar que el capital se hunda en el caos. Como afirmara Stephen Miller, asesor de Trump: «Los demócratas están tratando de deshacer la civilización. El Presidente Trump habrá de salvarla.»

Similares declaraciones de estados de emergencia, formuladas en términos de «ley y orden» y acompañadas del despliegue de una concentrada violencia estatal contra comunidades pobres y marginadas, han sido uno de los principales motores del autoritarismo en las sociedades capitalistas avanzadas. Bajo la presidencia de Richard Nixon, como observara la académica abolicionista Ruth Wilson Gilmore, «la derecha en ascenso utilizó el desorden para convencer a los votantes de que los gobernantes eran incapaces de gobernar» y para reducir los disturbios urbanos y la insurgencia política a la categoría de «delito». El teórico social Stuart Hall analizó el auge del thatcherismo y del neoliberalismo en el Reino Unido por medio de la noción de «pánico moral», cuando temores y ansiedades reales de la población giraban en torno a acontecimientos y grupos que se llegaba a percibir como una amenaza para la estabilidad social y el bienestar (en la Inglaterra de los años setenta el pánico moral giraba en torno a los «atracos» perpetrados por jóvenes negros). El pánico moral proporcionó el «vocabulario del descontento» susceptible de dotar al auge del autoritarismo de una especie de legitimidad popular y de una base de masas. Tanto en el caso de Estados Unidos como en el del Reino Unido, los giros radicales hacia la derecha tenían su punto de apoyo en ese pánico moral.

Si bien no son pocos los paralelismos que se podrían establecer entre la declaración por Trump del estado de emergencia en Washington D. C. y el pánico moral de otras épocas en torno a la delincuencia urbana —como cuando la notoria intervención del propio Trump en el caso de los Cinco de Central Park en Nueva York en 1989, para clamar por que se condenara a la pena de muerte a unos jóvenes negros y latinos cuya inocencia quedó demostrada—, la actual campaña del Gobierno contra el desorden urbano, en la capital y en otros lugares, exhibe una manufacturación más transparente que la de sus precursoras.

Se han esgrimido como pretextos una serie de incidentes violentos ocurridos en la capital —el más reciente, el de Edward «Big Balls» Coristine, joven de 19 años que trabajaba para DOGE y que fuera agredido durante una tentativa de robo de automóvil—, pero lo cierto es que la apropiación por el gobierno federal de la seguridad pública y su militarización no responde a una demanda popular. Como el propio Trump señalara en una reciente rueda de prensa, en la que tachó de «ridícula» e «inaceptable» la idea de convertir en un estado más de la Unión a Washington D. C., los demócratas «tienen el 95 % [del voto] en esta pequeña zona» (la capital) y «ni siquiera yo obtuve muchos» (menos del 7 % de los votos en las elecciones de 2024). Si ese pánico moral encuentra oídos, es en la base MAGA de Trump, que no se está concentrada en Washington D. C. ni en otros centros urbanos.

Los ataques verbales y las amenazas jurídicas de Trump contra los alcaldes demócratas de las principales ciudades canalizan su hábito de tipificar como delictiva a la población negra, al tiempo que contribuyen a hacer realidad su muy concreta agenda de derogar toda disposición de las llamadas ciudades santuario que pueda obstaculizar la labor del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos (ICE) y de la maquinaria de deportación que han creado Trump, Stephen Miller y Tom Homan. Era ese, entre otros, el objetivo que perseguía la Fiscal General Pam Bondi en su intento de sustituir a la jefa de la policía metropolitana de Washington, Pamela Smith, por un funcionario de la Administración de Control de Drogas (DEA), y que fuera rechazado por un tribunal federal. Pese a que el gobierno de Trump no consiguió todo lo que se proponía, la presión parece haber surtido efecto. A raíz de su propuesta de sustitución, Smith firmó una orden ejecutiva por la que se ampliaba la colaboración de la policía de Washington con el ICE y otros organismos de control de la inmigración. Según varias organizaciones de defensa de los derechos de los migrantes que impugnan la orden, se trata de «un transparente intento de abrir un resquicio legal en la Ley de enmienda de valores de las ciudades santuario [de 2020] y permitir que la policía de Washington D. C. utilice los controles de tráfico para hacer cumplir las leyes inmigratorias».

Como señala Alex Vitale, sociólogo especializado en la policía, es solo un ejemplo de cómo las alcaldías «permiten que su propia policía actúe como multiplicador de la fuerza del ICE, mientras mantiene la ilusión de que sus localidades siguen siendo “ciudades santuario”». La crítica de demócratas electos a la política de «ley y orden» es, en el mejor de los casos, parcial, pues en gran parte han hecho suya la lógica subyacente.

Mientras que Trump y MAGA tratan en general a las ciudades multirraciales y progresistas como territorio enemigo, el asalto contra Washington D. C. con el pretexto de una inexistente epidemia de delincuencia está estrechamente ligado con la obsesión de Trump por remodelar la capital para adaptarla a sus visiones de grandeza, como lo demuestran el cursi recubrimiento en oro del Despacho Oval o la prevista sustitución del ala este de la Casa Blanca por un gigantesco salón de baile. En ese sentido, la toma de control forma parte de una remodelación más amplia que Trump expuso en su orden ejecutiva de marzo, «Hacer que el Distrito de Columbia sea un lugar seguro y bello».

La orden, que creó un grupo de trabajo interinstitucional presidido por Stephen Miller, se suma a nuevas y draconianas medidas de «seguridad» —entre ellas la captura y la deportación de «extranjeros ilegales» y una presencia masiva de las fuerzas federales del orden en los principales lugares de interés de la capital— por las que se establecen requisitos estéticos para coordinar «los esfuerzos de embellecimiento y limpieza», como la restauración de monumentos públicos que han sido «dañados o desfigurados, o retirados o modificados de forma inadecuada». El documento pone en primer plano el objetivo de expulsar de la ciudad a las personas sin hogar, el 82,5 % de las cuales son negras. La falta de hogar se presenta como un problema tanto estético como de seguridad, no como un problema social cuyas causas deban abordarse, sino como una monstruosidad que se debe eliminar.

Además de hallar impulso en la agenda de deportación, la toma de Washington D. C. también forma parte de la larga reacción contra el movimiento Black Lives Matter. En junio de 2020, el Servicio Secreto, la Policía de Parques, la Guardia Nacional y la Policía Militar, a instancias de Trump, atacaron con balas de goma y gas lacrimógeno a manifestantes por la justicia racial en el parque Lafayette Square. La ACLU y otro presentaron una demanda contra Trump y el entonces Fiscal General Bill Barr por haber obstaculizado el ejercicio por los activistas de los derechos consagrados en la Primera y la Decimocuarta Enmiendas. Más tarde ese mismo mes, el 19 de junio, un grupo de manifestantes derribó la estatua del general confederado Albert Pike. Trump exigió inmediatamente que se volviera a colocar en su pedestal.

A pesar de que Trump aún no pueda, para citar a Bertolt Brecht, «disolver al pueblo y elegir a otro», su visión de la seguridad y de la belleza se basa en el deseo de eliminar a cualquiera que interfiera en la visión etnonacionalista de grandeza del movimiento MAGA, según la cual «los monumentos, museos y edificios de la capital deben reflejar el poderío, la grandeza y el patrimonio de nuestra nación e inspirar asombro y sentimientos de gratitud». Si bien no cabe comparar la magnitud de la violencia implicada en uno y otro caso, una misma mentalidad subyace al deseo de Trump de «limpiar» Washington y a su fantasía genocida de una Gaza sin palestinos transformada en un destino turístico internacional.

Trump detesta a los habitantes de Washington D. C., pero adora sus edificios, su mármol, sus «cimientos». Como declarara en el Kennedy Center el 13 de agosto: «Tenemos los mejores cimientos. Si uno mira, por ejemplo, el edificio de la Corte Suprema, creo que es uno de los edificios más bellos.» Quizás el ejemplo no deje ser adecuado, pues en 1933, el arquitecto que diseñara el edificio de la Corte Suprema, Cass Gilbert, tras una visita a Roma, dijo a un grupo de periodistas: «Mussolini está llevando a cabo un muy importante y admirable proyecto de restauración, está procediendo a la limpieza de los barrios marginales, derribando vetustos edificios, construyendo nuevas calles… y todo ello sin perjudicar en modo alguno la belleza de la ciudad antigua.»

También Trump está decidido a «limpiar» las instituciones culturales de la capital. En febrero, se nombró a sí mismo presidente del Kennedy Center, cuya nueva junta directiva se apresuró a purgar toda programación «progresista». A finales de julio, Trump anunció que él mismo presentará la ceremonia anual de entrega de premios en diciembre, entre cuyos galardonados estará Sylvester Stallone, quien calificó a Trump de «personaje realmente mítico» y de «segundo George Washington». La semana pasada también se puso en marcha una inspección de la Institución Smithsonian, encabezada por el director de la Oficina de Gestión y Presupuesto, Russell Vought, más conocido por su destacado papel en la ejecución del Proyecto 2025, que se propone purgar al museo de «toda retórica divisiva o ideológicamente motivada», como eso de recordar «lo mala que fue la esclavitud», y en su lugar presentar exposiciones y programas que «celebren el excepcionalismo estadounidense». A principios de agosto, Trump redobló su apuesta, tras declarar en tono amenazador en Truth Social: «He dado instrucciones a mis abogados para que investiguen la situación en los museos», lo que significa que va a ejercer presiones jurídicas para obligar al Smithsonian a plegarse a su voluntad, tal como ha hecho con las universidades.

La toma de Washington D. C. por Trump pone de manifiesto su afición por las maniobras efectistas y las apariencias, las bravuconadas y los edificios, el alarde y las demostraciones de fuerza. Pero sería un error ignorar los designios más profundos que trasuntan esos espectáculos. En el universo MAGA, «seguro y bello» significa que los imperativos ultranacionalistas y reaccionarios de la guerra cultural se verán reforzados por la militarización cada vez mayor de los espacios cívicos, en preparación para lo que Joseph Nunn, asesor del Programa para la Libertad y la Seguridad Nacional del Brennan Center, en declaraciones a The New Republic, denominara una «guerra interna eterna». Como dijera imperiosamente el congresista republicano James Comer a la cadena de extrema derecha Newsmax: «Durante las últimas dos décadas, nuestro ejército ha estado en muchos países del mundo patrullando las calles para intentar reducir la delincuencia. Tenemos que centrarnos ahora en las grandes ciudades de Estados Unidos, y eso es lo que está haciendo el Presidente.» Entretanto, su colega de Tennessee, Randy Ogles, afirma que está trabajando en un proyecto de resolución para eliminar el plazo de validez de 30 días de la ley en virtud de la cual el mando de la policía de Washington D. C. se ha puesto en manos del gobierno federal, y con ello —según sus propias palabras— otorgar a Trump «todo el tiempo y la autoridad que necesita para acabar con la anarquía, restaurar el orden y recuperar nuestra capital de una vez por todas.»

A mediados de julio, el Servicio de Parques Nacionales anunció que, en cumplimiento de la orden ejecutiva para hacer que Washington D. C. sea una ciudad segura y bella, reinstalará la estatua de Albert Pike. En todas las instituciones y calles de la ciudad, el gobierno de Trump sigue luchando por dar marcha atrás al movimiento de justicia social que culminó con las protestas y los levantamientos de 2020. La capital es un campo de batalla clave en esa campaña de la reacción. Aunque en la actualidad se manifieste principalmente como un «espectáculo de autoritarismo», no hay lugar para poner en duda, habida cuenta de los enormes recursos destinados al ICE y a los organismos federales de seguridad, y su intensa politización partidista de que son objeto, que cualquier explosión social que se acerque en su escala a la de BLM se enfrentaría esta vez a una respuesta aún más violenta y autoritaria.

La toma de Washington D. C. no es sólo parte de una autoritaria remodelación, sino un ensayo general para la verdadera crisis que se avecina." 

(Alberto Toscano , Comunis, 21/08/25, traducción DEEPL) 

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