"(...) ¿Qué está pasando en este procedimiento?
Vaya por delante que, en mi opinión, la divulgación de aquel correo es lícita, porque forma parte de unos contactos divulgados (parcialmente y con mentiras) por Amador o alguien en su nombre. Quien descubre parte de una conversación no tiene derecho a exigir que el resto quede en secreto; esto parece lógico. Si alguien revela haber hablado conmigo y miente sobre lo tratado, diciendo por ejemplo ‘Carlos me ha escrito para proponerme un delito’, yo entrego las conversaciones a la prensa. Y si el mentiroso me replicara, en el colmo del cinismo, diciéndome ‘¡miserable!, la conversación era secreta’, le contestaría que se lo hiciera mirar. Cuando una de las partes quiebra un pacto de secreto, ya no existe. Sería propio de una pesadilla de Kafka o de Philip K. Dick que al perjudicado por esta quiebra de la reserva (en este caso, una fiscalía a la que se le imputa un acto irregular: haber retirado una propuesta de pacto por motivos políticos) se le prohíba defenderse exponiendo la verdad de lo sucedido.
Dejando aparte esto, y centrándonos en el procedimiento, dos cosas parecen claras: que no hay indicios de que el Fiscal General haya filtrado el correo y que el asunto llegará a juicio. No ha bastado que varios periodistas hayan declarado bajo juramento que tenían la comunicación del abogado antes de que le llegara al Fiscal General. ¡Ay, los periodistas! Entiendo su desasosiego con el asunto, confrontados ante un dilema moral semejante al que atormentaba al padre Logan: saben quién les entregó el correo, pero no pueden decirlo. Si lo confiesan, salvan a un inocente; si no lo confiesan, salvan sus principios y sus fuentes. ¿En qué plato de la balanza depositarán su integridad? Ahí tienen el guion de otra película.
De todas formas, aquí el debate es bizantino porque, aunque infringieran su deber de reserva y acudieran al magistrado para confesarle que el correo se lo dio, qué sé yo, algún fiscal comprimario, Lastra o Villafañe, un pasante del despacho del abogado, un amigo de Amador o el propio Miguel Ángel Rodríguez, no serviría de nada porque Ángel Luis Hurtado ya ha ido demasiado lejos.
En efecto, la experiencia nos enseña que una decisión exagerada o desmedida tomada durante una investigación penal cambia el objeto del proceso, que a partir de entonces no se dirigirá a descubrir el delito sino más bien a justificar la decisión adoptada. El juez se convierte así en el objeto de su propia causa, lo que hace difícil una decisión sosegada y objetiva sobre lo investigado. Cuando alguien registra el despacho del Fiscal General del Estado es complicado después tener la honestidad y mirada clara de Malden para reconocer el error y no porfiar en una tesis fracasada.
No estoy diciendo, por supuesto, que el Sr. Hurtado sea un prevaricador. En mi opinión, es algo peor: es un mal juez (...) Y digo que es peor ser mal juez porque ante un prevaricador el sistema judicial tiene armas para defenderse, pero frente a un Tribunal Supremo con magistrados mediocres, no hay defensa posible
Es cierto que el Fiscal General había borrado su cuenta de Gmail; puedo imaginar media docena de motivos para hacerlo; entre otros, la paradójica evidencia de que en este país se filtra todo, y se filtra impunemente, por lo que el Fiscal habría querido preservar datos sensibles del conocimiento de terceros. Sin pruebas, nada se puede tener por probado, pero he aquí que, siguiendo el razonamiento de una instrucción canónicamente inquisitiva, vista tantas veces en la literatura jurídica medieval, la falta de pruebas es la prueba, porque si no hay pruebas ello demuestra que el interesado las ha destruido, y si las ha destruido es porque es culpable.
En cualquier caso, sabemos que el Sr. Hurtado no encontró pruebas y que por esa razón las pidió al extranjero. Del extranjero no le vino nada, pero ha seguido adelante como si tal cosa. Lo desolador del escenario es precisamente eso: la sensación de bloqueo en el que se encuentra el proceso penal, del que cualquier observador derivará la convicción de que no existe nada, ninguna hipotética prueba que, caso de aparecer, llevase al Sr. Hurtado a dirigir aquella mirada desazonada sobre el Fiscal General y pedirle disculpas: la inocencia del inculpado demostraría la derrapada del juez al revolver los cajones de la más alta magistratura fiscal del país. No reconocerá lo primero para no asumir lo segundo. Y si no le puede acusar de haber filtrado el correo a la prensa, le acusará de haberlo filtrado a la Moncloa; y si no, pues de la redacción de la nota de prensa. Es indiferente.
No estoy diciendo, por supuesto, que el Sr. Hurtado sea un prevaricador. En mi opinión, es algo peor: es un mal juez, cuya incapacidad de confrontar la realidad ya quedó patente en el juicio de la Gürtel, donde propuso llevar a sentencia que la trama actuaba “a espaldas del PP” (y, por tanto, de ‘M. Rajoy’). Sus compañeros de sala le quitaron la ponencia, pero el PP le ascendió al Supremo. Me cuesta creer que su ascenso fuera el premio a su sesgo exculpatorio en aquel asunto pero, francamente, no veo ningún motivo alternativo. Ahora que se habla tanto de la independencia judicial, ¿no había nadie en toda la judicatura y cátedra penal española, a juicio del PP, con más méritos que el Sr. Hurtado para llegar a la Sala Segunda? Y digo que es peor ser mal juez porque ante un prevaricador el sistema judicial tiene armas para defenderse, pero frente a un Tribunal Supremo con magistrados mediocres, no hay defensa posible.
Por si fuera poco, en fechas recientes los medios han trasladado dos datos elocuentes que confirmarían la inocencia del Fiscal General y que, valorados por cualquier instructor sensato, hubieran bastado para mandar este proceso a la basura.
Para explicar el primero, podríamos pedir que el día del juicio se desplegaran en la sala de vistas dos pantallas, a poder ser gigantescas, una a la izquierda del tribunal y otra a la derecha. En la primera insertaría la imagen del famoso correo que el abogado de Amador dirigió a la fiscalía, reconociendo que su cliente “ciertamente” había cometido unos delitos contra la Hacienda Pública. En la segunda pediría que se plasmara la imagen del documento filtrado a la prensa, el mismo que Juan Lobato blandió contra la Presidenta Ayuso, como el capitán que enarbola la bandera del navío que se hunde. Dos pantallas, en una el correo remitido, en otra el documento filtrado. El Sr. Hurtado tiene una tesis, en realidad un juicio previo, respecto a lo que sucede entre ambas pantallas: el abogado se lo envía a la fiscalía, la fiscalía se lo envía al Fiscal General, el Fiscal General a la prensa y a la Moncloa, y ésta a Juan Lobato; ahí tenemos el hilo del relato, la trazabilidad de la mercancía, la cadena de custodia del cuerpo del delito.
Pero bastarán unos segundos contemplando las pantallas para advertir un detalle sorprendente: los documentos son distintos. En uno vemos el correo que el abogado envía a la fiscalía y en el otro la carta que los periodistas publican; por un lado, un correo, por el otro, una carta. Es cierto que el contenido es el mismo, pero el resto es diferente: los párrafos, el tipo de letra, el interlineado son distintos... ¿Qué ha pasado? El hilo del relato se rompe: parece que lo filtrado no coincide con lo que se envió a la fiscalía. Y, desde luego, nadie ha tenido la osadía de sostener que el Fiscal General elaboró él mismo la carta filtrada, cambiando el formato, letra y párrafos de un correo anterior para convertirlo en otra cosa.
La tesis más plausible en este enredo apunta a que el abogado envió un correo y, además, elaboró una carta. La confusión al respecto es notable; no sabemos exactamente lo que ha pasado, pero empezamos a vislumbrar que hay cosas que no nos han contado. Y aquí es donde viene el segundo dato en el que me quería detener: según noticias de prensa, el abogado de Amador reconoció ante el instructor que aparte de enviarle el correo a la fiscalía se lo envió también a más gente; al menos, a un abogado del Estado cuyo nombre no ha trascendido. Esto es un dato gravísimo que, sin embargo, no parece haber provocado en el Sr. Hurtado ni ese ligero enarcar de cejas que Spock reservaba para las revelaciones más insospechadas. En su querella, Amador escondió este hecho para ofrecer a la justicia el mensaje que le interesaba: había enviado a la fiscalía un correo que apareció filtrado a la prensa, ergo el culpable es la fiscalía, ocultando que se lo había enviado a más destinatarios, que pudieron haberlo filtrado por su cuenta. Recomendaría la lectura de un imprescindible artículo de Grijelmo en EL PAÍS, Después de las siete, donde, glosando a autores clásicos de la pragmática, concluye que “expresar un dato cierto pero insuficiente es un conocido truco para mentir”. Bajo estas premisas, apuntar como autor de una filtración al destinatario de un correo ocultando que no fue el único destinatario es sencillamente faltar a la verdad. El acusado puede hacerlo, pero el querellante no. Podemos imaginar muchos motivos para borrar un correo; pero solo hay un motivo posible por el cual alguien mentiría en una querella. Quien escamotea al juez la verdad, demuestra que la verdad le molesta; por eso, quien miente en una querella acusa siempre a un inocente."
(Carlos López Keller , es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro, InfoLibre, 04/07/25)
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