18.10.25

Desde el asesinato de Charlie Kirk, millones de estadounidenses se han enfrentado en una guerra que comienza en las redes sociales y se extiende al mundo real... Mike Arnold siempre se había considerado un pacificador, un conservador conciliador que se opuso a Donald Trump en 2016 por la forma en que avivó la ira y el odio en discursos de campaña que “sobrepasaban los límites de la decencia”... Usaba un collar hecho con monedas extranjeras obtenidas en sus viajes misioneros a Nigeria, donde ayudó a recaudar fondos para construir una escuela... pero tras el asesinato de Kirk más se sentía identificado con la ira del presidente... “Dense cuenta de la relevancia de este momento”, escribió a sus 1700 seguidores en Facebook, "No podemos echarles alquitrán y emplumarlos. Pero podemos hacer la siguiente mejor opción. Exponerlos. Llamar a sus jefes. Hacerlos famosos. Hacer que los despidan. Esto es guerra. Y así es como contratacamos”... Danielle Meyers, paramédica y bombera, se había registrado como republicana, coleccionaba armas y había votado por Trump en 2016. Era vegetariana. Bisexual. Considetraba a Kirk “un bravucón”, cuyo lenguaje le parecía una afrenta personal a su identidad... “Qué bueno”, escribió en Facebook, unas horas después de la muerte de Kirk. “Pensamientos y oraciones para el otro tipo”. Lo publicó sin pensarlo dos veces... Arnold revisó publicaciones, e hizo circular las acusaciones sobre ella y animaba a otros a unirse... Su departamento de bomberos recibió cientos de llamadas... La exigencia de consecuencias llegó hasta el gobernador de Texas, Greg Abbott, quien estaba usando su propia plataforma para atacar a un maestro de primaria y a dos estudiantes universitarios... fue despedida por “conducta inaceptable”... Arnold examinó su feed, contando victorias. “Más de 1000 despedidos”, escribió. “Que sean 10 veces más mañana”. “Creo que todas estas personas que se han vuelto imposibles de contratar probablemente deberían autodeportarse”, escribió. “De todas formas, no los queremos aquí”. algunas de las otras personas de las zonas rurales de Texas que Arnold había atacado estaban empezando a organizar campañas contra él... “Este no es el momento de retirarse”, publicó. “Esto no es un juego. Esto es, en todos los sentidos del término, una guerra civil” (Eli Saslow , The New York Times)

 "Mike Arnold estaba tratando de alejarse de la vida política cuando las primeras alertas iluminaron su teléfono. Como alcalde voluntario de la pequeña localidad texana de Blanco, había sido vilipendiado por convertir el desfile festivo en un desfile navideño y era acosado por sus críticos más feroces mientras arreglaba baches. Fue objeto de burlas en internet hasta que empezaron a llegarle amenazas a su correo. La política se había convertido en un deporte sangriento. Terminó su mandato en mayo y se dedicó al negocio de construcción de su familia, antes de que su teléfono lo volviera a atraer.   

“¡Mira esto! Estamos en guerra”, le escribió un amigo el mes pasado, y Arnold, de 55 años, hizo clic en el enlace. Vio a Charlie Kirk, un cristiano conservador como él, hablando ante una multitud de estudiantes en Utah. Oyó el eco de un rifle. Vio cómo Kirk se desplomaba. Arnold, que había cazado suficientes ciervos como para reconocer un disparo mortal, empezó a rezar; no por la supervivencia de Kirk, sino por el país que dejaba atrás.

Como alcalde, Arnold les había advertido a sus electores sobre el debilitamiento de los valores cristianos, la propagación de la indecencia y la frágil “capa de civilidad” que mantenía al país unido. Ahora creía que se estaba fracturando. Retirarse ya no le parecía una opción. Entró en Facebook, cambió su foto de perfil por una de Kirk y se unió a la lucha en línea.

“Es hora de quitarse los guantes”, escribió. “Ya basta”.

En las semanas transcurridas desde el asesinato de Kirk, millones de estadounidenses se han enfrentado en una guerra en internet, inundando los feeds de unos y otros con acusaciones y ataques que comienzan en la pantalla y se extienden al mundo real en lugares como Blanco, un pueblo de 2100 habitantes localizado en la región de Hill Country, en Texas. Tras la muerte de Kirk, cientos de personas han sido objeto de filtraciones de datos personales, despidos o amenazas por publicaciones de redes sociales percibidas como insensibles o triunfalistas. Un acto histórico de violencia política ha detonado una oleada de amenazas nuevas, profundizando el ciclo de división en una nación que se divide en dos bandos hostiles.

Arnold siempre se había considerado un pacificador, un conservador conciliador que se opuso a Donald Trump en 2016 por la forma en que avivó la ira y el odio en discursos de campaña que “sobrepasaban los límites de la decencia”, dijo Arnold. Usaba un collar hecho con monedas extranjeras obtenidas en sus viajes misioneros a Nigeria, donde ayudó a recaudar fondos para construir una escuela para cientos de niños que vivían en un campo de desplazados. Había dedicado su carrera profesional al ministerio, acumulando deudas personales para fundar una organización sin fines de lucro que llevó a miles de niños a sus primeros viajes de caza y pesca. Cada verano enseñaba a adolescentes a usar un rifle y luego los bautizaba en ríos o bebederos para caballos.

“Sé que tal vez suene cursi”, decía a los donantes. “Pero creo que la mejor manera de cambiar el mundo es amando y guiando a las personas, de uno en uno”.

Sin embargo, ahora Arnold recorría Facebook y veía poco de ese amor. Algunas personas de la extrema izquierda se reían del asesinato de Kirk en videos eufóricos; otras de la derecha planeaban venganzas. El presidente Trump decía que “odiaba” a sus oponentes —que “solo teníamos que darles una paliza”— y cuanto más revisaba Arnold sus redes sociales, más se sentía identificado con la ira del presidente. Si un grupo de estadounidenses estaba dispuesto a celebrar un asesinato a sangre fría, entonces ya no quedaba ninguna línea que cruzar.

Se preguntó si habría otra manera de ayudar a cambiar el mundo de uno en uno: no con amabilidad, sino con exposición.

“Dense cuenta de la relevancia de este momento”, escribió a sus 1700 seguidores en los primeros días tras la muerte de Kirk. “Necesitamos hombres y mujeres de fe, valentía y acción que lleven la lucha al enemigo de forma legítima, abierta, intrépida.

“No podemos sacar el cepo. No podemos echarles alquitrán y emplumarlos. Pero podemos hacer la siguiente mejor opción. Exponerlos. Llamar a sus jefes. Hacerlos famosos. Hacer que los despidan. Y asegurarnos de hacer capturas de pantalla.

“Esto es guerra. Y así es como contratacamos”.

A 64 kilómetros por carretera, Danielle Meyers estaba parada junto a un cadáver cuando se enteró de que le habían disparado a Charlie Kirk. Meyers, de 36 años, trabajaba como paramédica y bombera en el condado rural de Comal, y dictaba una capacitación para seis colegas sobre formas de detectar traumatismos internos. Trabajaba sobre el cadáver con un ecógrafo, explorando el abdomen, hasta que se dio cuenta de que algunos de sus alumnos se habían distraído con un video en sus teléfonos.

Meyers interrumpió su clase para ver junto con ellos a un paramédico que evaluaba otro caso: un único disparo, un chorro instantáneo de sangre, un endurecimiento anormal de los brazos que ella identificó como postura de descerebración, señal de una lesión cerebral grave. “Brutal”, dijo. Volvió a enfocar su atención en el cadáver, pero los demás paramédicos seguían aturdidos, volviendo a ver el video, maldiciendo, rezando por Kirk y consolándose unos a otros mientras Meyers continuaba.

Ella estaba acostumbrada a estar aislada. Era una de las pocas mujeres de un cuerpo de bomberos de alrededor de 100 empleados, y aunque intentaba encajar durmiendo en la estación de bomberos dos noches a la semana —aunque había ganado el premio al Técnico de Emergencias Médicas del Año, había superado todas las pruebas de aptitud física, se había registrado como republicana, coleccionaba armas y había votado por Trump en 2016—, siempre se definió por sus diferencias. Era vegetariana. Bisexual. Era una mujer soltera que tenía el pelo rosa y perforaciones faciales en un mar de hombres en su mayoría blancos, cristianos y conservadores.

Una vez, en 2022, decidió unirse a una protesta nacional por el derecho al aborto poniéndose un pequeño pañuelo rojo en el uniforme. Después de una hora de burlas y acoso terminó llorando afuera de la estación de bomberos.

“Esta cultura es justo lo opuesto a la tolerancia”, le escribió por mensaje a una amiga.

Kirk a veces le recordaba a algunos de esos mismos colegas: “un bravucón”, dijo, cuyo lenguaje le parecía una afrenta personal a su identidad. Kirk animaba a las mujeres a tener muchos hijos a una edad temprana y a “someterse a un hombre piadoso”, pero ella era soltera y no tenía hijos. Kirk creía que un cierto número de muertes por armas de fuego era un costo necesario de la Segunda Enmienda, pero algunas de esas víctimas murieron mientras Meyers y sus compañeros les realizaban reanimación cardiopulmonar. Kirk criticaba las “contrataciones de diversidad” y una vez bromeó diciendo que se ponía nervioso al ver a un piloto negro en la cabina de un avión, y Meyers había oído esas mismas bromas despectivas sobre las mujeres paramédicas. Kirk decía que las personas transgénero eran una “abominación” y un “insulto a Dios”, pero algunas de esas personas formaban parte de las amistades íntimas de Meyers.

Terminó la capacitación y se subió a su coche para ir a la estación de bomberos. Los autos se amontonaban en la autopista; mientras ella estaba atrapada en el tráfico, veía Facebook en su teléfono. Le parecía como si todo el internet se hubiera transformado en un altar. Kirk era un mártir, un héroe, un genio, un ángel, un santo. Llevaba semanas sin publicar nada en su página privada de Facebook, pero estaba harta de autocensurarse en beneficio de los demás.

Meyers empezó a redactar una publicación para sus 400 seguidores. Su trabajo la obligaba a presenciar la muerte cada semana: el hombre de 43 años de facciones marcadas que saltó a un lago para salvar a un desconocido aunque no sabía nadar. La abuela que giró su camioneta para esquivar a un motociclista ebrio y chocó contra un árbol. El alcohólico que se disculpó por el desorden que había en su remolque e insistió en caminar a la ambulancia, donde se recostó en la camilla y murió. Ninguno fue celebrado. El mundo siguió adelante. A nadie más pareció importarle.

“Qué bueno”, escribió en Facebook, unas horas después de la muerte de Kirk. “Pensamientos y oraciones para el otro tipo”.

Lo publicó sin pensarlo dos veces. Mientras se dirigía a la estación de bomberos, su teléfono empezaba a vibrar con respuestas. “Eres una persona realmente repugnante”, escribió alguien. Borró ese mensaje y vio un mensaje de una de sus amigas.

“¿¿Por favor dime que no estamos en el punto en el que celebramos o nos reímos de que le disparan a alguien por sus opiniones políticas??”.

“¿Te refieres al tipo que le dice a la gente en voz muy alta que soy una abominación y dice que mis amigos no deberían existir?”, respondió Meyers.

“Esta forma de pensar y actuar lleva a nuestro país a un lugar muy oscuro”.

“No voy a dejar que me hagan sentir culpable”, respondió Meyers, pero para ese momento su mensaje empezaba a generar un flujo constante de respuestas, e incluso si no se arrepentía de su mensaje, no quería enfrentar más represalias o acoso. Cuarenta y siete minutos después de publicarlo, volvió a Facebook y lo borró.

“Bueno. Ya lo borré”, le dijo a una amiga. “Se acabó”.

Arnold se despertó antes del amanecer para ver Facebook, buscando pruebas de crueldad, reuniendo municiones y ordenando a sus seguidores que hicieran lo mismo. “Entren en las páginas de redes sociales de personas que sepan, a nivel local, que son de izquierda”, escribió. “Hagan capturas de pantalla de lo que encuentren. Háganlos famosos, hagan que los despidan, hagan que quiebren. Es nuestro turno”.

Durante años había observado cómo personas procedentes de Austin y San Antonio se instalaban en Hill Country en busca de tierras más baratas y una vida más tranquila, y Arnold pensaba que ellos imponían parte de su política liberal en su comunidad rural. Dejaron de rezar la oración tradicional antes de las reuniones municipales de Blanco, intentaron subir los impuestos y empezaron a aplicar sanciones menores a los granjeros por tener hierba crecida o gallinas en libertad. Todo lo que no encajaba en su agenda era ridiculizado como cosas de gente de mente estrecha. A quien no acataba se le tachaba de ignorante.

Como alcalde, Arnold había iniciado una celebración anual del Día de los Fundadores para conmemorar los 170 años de historia de Blanco con música y bailes en la plaza del pueblo, y algunos residentes habían ridiculizado el evento, llamándolo retrógrado y diciendo que glorificaba el asentamiento blanco en territorios apaches y comanches. Ahora, entró en algunas de sus páginas de Facebook y encontró algo más agresivo extendiéndose por internet.

“Charlie Kirk era, simple y llanamente, un nazi. Ahí está. Ya lo dije”.

“Se merece una zanja anónima en medio de la nada”.

“Qué bueno que se está pudriendo en el infierno”.

“Déjenselo a los buitres”.

“Su esposa también merece irse. Desháganse de toda la familia”.

Arnold creía haber presenciado una escalada similar durante sus frecuentes viajes a Nigeria. En el año 2010 viajó por primera vez a la capital, Abuja, y era un lugar pacífico, donde la mezquita nacional y el centro cristiano estaban uno justo enfrente del otro en la avenida Independence. Pero, en los años siguientes, Arnold vio en Nigeria un patrón que temía que estuviera empezando en Estados Unidos: un número cada vez mayor de atentados terroristas aislados, que luego se extendieron a zonas de conflicto cada vez más amplias y a campamentos de desplazados, que dieron paso a personas apuntándole con AK-47 a la cara de manera rutinaria en puestos de control. En alguno de sus viajes más recientes, en 2024, había visitado el lugar de una masacre navideña, donde se bombardearon iglesias y se atacó con machetes a cientos de inocentes en lo que Arnold creía que era un genocidio cristiano en curso.

Ahora Arnold pensaba que Estados Unidos corría el riesgo de sufrir un desmoronamiento similar, y que los valores cristianos que le había inculcado a sus cuatro hijos adultos estaban siendo atacados. Leyó la Biblia y se convenció de que las consecuencias de la expresión malvada eran necesarias, incluso piadosas. “No tengan nada que ver con las obras infructuosas de la oscuridad, más bien denúncienlas”, decía el Nuevo Testamento.

“Debe haber consecuencias económicas para este veneno cancerígeno”, escribió Arnold a sus seguidores en Facebook pocos días después de la muerte de Kirk. “Compartan, compartan, compartan”.

“De pronto estoy disfrutando mucho la cultura de la cancelación”.

“La vergüenza no es venganza. El rechazo no es crueldad. Son las espinas que Dios pone en el camino para llevar a los hombres de vuelta al camino de la verdad”.

Arnold revisó publicaciones y luego señaló a un impresor local, a una psíquica y a un granjero aficionado. Miles de conservadores de todo el estado seguían los mismos métodos, creando una cámara de eco en línea que atacaba a quienes consideraban culpables. Juntos presentaron más de 280 denuncias contra maestros ante la Agencia de Educación de Texas. Señalaron a un empleado municipal del condado de Marble, y luego dirigieron su ira contra Meyers y su departamento de bomberos, mientras Arnold hacía circular las acusaciones sobre ella y animaba a otros a unirse.

“Médicos. Profesores. Ejecutivos. Hasta una bombera del condado de Comal”, escribió. “No son troles anónimos. Son personas en posiciones de confianza. Están por todas partes. Hay que exponerlos y avergonzarlos hasta que queden en el olvido”.

La mañana siguiente a la muerte de Kirk, Meyers fue convocada a una reunión con el jefe de bomberos. Algunos compañeros habían visto su publicación en Facebook, pero su perfil estaba configurado como privado y en su cuenta no aparecía nada que la identificara como bombera o paramédica en el condado de Comal. Meyers pidió disculpas al jefe por su falta de profesionalidad. Él dijo que lo investigaría y la envió de vuelta a su turno.

Pero cuando Meyers regresó a la estación de bomberos, sus amigos ya le estaban enviando capturas de pantalla de su mensaje, que estaba siendo difundido por todo internet. Lo había compartido un guía de caza local, lo había vuelto a publicar un antiguo grupo del Tea Party y lo había amplificado un cómico de derecha con cientos de miles de seguidores. Cuando Meyers se sentó para almorzar, buscó su nombre en internet y vio miles de publicaciones que sumaban millones de visitas.

“Sé dónde trabaja”, escribió alguien, compartiendo una foto de Meyers y un enlace al Departamento de Bomberos de Canyon Lake.

“Quítenle la licencia”, respondió otra persona. “No se le puede confiar una vida”.

“Que la ‘quemen’ no será suficiente castigo”.

“Ojalá Dios se lleve a alguien que ella adore. Ojalá haga que se asfixie”.

“Averigüen qué coche tiene y cuál es su dirección”.

“¡Oferta de $$$ en efectivo por un Domicilio Verificado!”.

Su departamento de bomberos recibió cientos de llamadas. También a otros tres departamentos de la zona; los tres emitieron comunicados para aclarar que Meyers no trabajaba ahí. Pronto las líneas de emergencia de Canyon Lake se colapsaron con llamadas que exigían el despido de Meyers. El departamento puso sus estaciones en confinamiento y envió a un policía a vigilarla. Ella intentó bromear con sus colegas sobre qué equipo de ambulancias podría responder cuando le dispararan, pero a altas horas de la noche, en la estación de bomberos, vio su teléfono y vio nuevas fotos de su cara, su coche, su casa, la casa de su madre.

La exigencia de consecuencias llegó hasta el gobernador de Texas, Greg Abbott, quien estaba usando su propia plataforma para atacar a un maestro de primaria y a dos estudiantes universitarios que habían hecho publicaciones sobre Kirk. Meyers se preguntó si ella sería la siguiente.

Salió de la estación de bomberos para regresar a su hogar, pero uno de sus compañeros le dijo que podía quedarse en su casa. Era un conservador que pensaba que la publicación de Meyers era horrible, pero ocultó el coche de ella detrás de su casa y le ofreció una habitación para los días siguientes. Insistía en seguirla a todas partes para protegerla, incluso a la oficina del jefe para otra reunión disciplinaria, donde fue despedida por “conducta inaceptable”.

Ella recogió sus pertenencias en la estación de bomberos y vio que había un mensaje en su teléfono. Era de un número de Nueva York, y una voz que no reconoció. “Qué basura de casita verde y de Jeep rojo”, decía el interlocutor, y ella se preguntó si la estaría vigilando.

Como paramédica, había respondido a cientos de llamadas al 911 por ansiedad, y ahora reconocía algunos de esos mismos síntomas en sí misma. Respiración entrecortada. Pulso acelerado. Pensamientos de pánico. El mundo parecía cerrarse sobre sí mismo, apretándola como un puño.

Empacó una maleta con ropa, subió a su perro en el coche y se detuvo en casa de su madre. Su madre confundió su angustia con arrepentimiento, pero Meyers dijo que no lamentaba lo que había escrito. Si acaso estaba más enfadada, pero también necesitaba encontrar un sitio donde se sintiera segura en un país cada vez más tenso. Aún no sabía adónde iba, solo que necesitaba marcharse.

“Todo se está desmoronando”, dijo.

Arnold examinó su feed, contando victorias. Desde que era presidente de los jóvenes conservadores de la Universidad de Texas —hablando una vez en el mismo lugar del campus de Austin donde Charlie Kirk hizo eventos más tarde— le había dicho a la gente que la mejor manera de desenmascarar a los liberales era dejarlos hablar. Ahora estaban hablando, y Arnold creía que algunas de sus palabras eran tan insensibles y feas que requerían consecuencias. Dijo que, como cristiano, le dolía pensar que la gente perdiera su trabajo o sufriera el rechazo masivo, pero en este caso lo consideraba necesario.

“Más de 1000 despedidos”, escribió. “Que sean 10 veces más mañana”.

Vio una historia en internet sobre la bombera del condado de Comal que acababa de ser despedida y la compartió en su página. “Creo que todas estas personas que se han vuelto imposibles de contratar probablemente deberían autodeportarse”, escribió. “De todas formas, no los queremos aquí”.

Para ese momento, algunas de las otras personas de las zonas rurales de Texas que Arnold había atacado estaban empezando a organizar campañas contra él, exigiendo sus propias consecuencias. Compartieron su foto de perfil en páginas liberales y lo llamaron “bravucón de MAGA”. Buscaron la dirección de su casa y amenazaron con boicotear su negocio de construcción.

Uno de los amigos de Arnold escribió para decir que estaba preocupado: “Ponle atención a otra cosa que no sea esto por un tiempo. Es solo mi opinión, pero creo que no es sano para ti”.

“Gracias por preocuparte”, respondió Arnold, pero en los días que siguieron continuó examinando las redes mientras la fina capa de civilidad se deshacía en su pantalla. Desde que se había vuelto alcalde, sabía que le podía ir bien en el conflicto. Cuando creía en la causa, podía tolerar no caer bien, incluso que lo despreciaran. Pensaba que el país que amaba se hundía en la decadencia moral y cívica, y que su responsabilidad ante Dios y su familia era luchar por sus principios. Los ataques se intensificaban, pero también su determinación.

“Este no es el momento de retirarse”, publicó. “Esto no es un juego. Esto es, en todos los sentidos del término, una guerra civil”." 

( , The New York Times, 15/10/25) 

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