"Carta abierta del pianista y escritor James Rhodes, que se instaló en Madrid en 2017.
Nunca he entendido del todo eso de tener un hogar. Vale, es el sitio donde duermes y estás a cubierto, pero, al margen de eso, el concepto hogar
no tenía para mí demasiado sentido. Supongo que me he pasado media vida
huyendo. De mí o de los desastres que yo mismo he provocado, por norma
general. Pero hace nueve meses dejé de huir. Me instalé en Madrid. Encontré un hogar. Y descubrí en qué consiste tenerlo.
Una cosa es conocer ese Madrid que nos ofrece el
Prado, el Thyssen, el Reina Sofía. Escaparte a la hora de la comida para
ir a ver el Guernica y después hacer un picnic
en el Retiro, visitar el Palacio Real y tomarte una caña en la plaza
Mayor. Pero enamorarse de la Cava Baja o de la calle del Espíritu Santo,
que a vosotros os parecerán de lo más normal pero que para mí están
llenas de magia, es otro nivel.
Ver a la gente de paseo, tan tranquila (imposible en
Londres), o esperando a que el semáforo se ponga en verde (no lo había
visto en la vida). Contar la cantidad de parejas que van por ahí de la
mano. Sonreír al contemplar la majestuosidad de Serrano, donde una
chaqueta cuesta lo mismo que un coche.
Ver una obra increíble en El
Pavón Teatro Kamikaze, picar unas croquetas que literalmente pueden
cambiarte la vida en el restaurante Santerra, reírte de lo buenos que
están los cruasanes del Café Comercial, presenciar cómo los
profesionales de Sálvame analizan el lenguaje corporal de Letizia frente a un público embelesado.
Las diferencias entre este país y el Reino Unido son
incontables.
Estoy escribiendo esto enfermo, desde la cama, a las dos de
la madrugada, tras un viaje de tres días en Reino Unido en el que he
pillado la gripe del Brexit. Al llegar a Madrid, llamé a mi seguro
médico. Una hora después un médico se presentó en mi casa y me recetó
antibióticos.
Aquí pago 35 euros al mes por el seguro médico (puede
parecer un lujo, pero lo necesito por mis operaciones de espalda
pasadas). En Londres pagaba 10 veces más. Y allí las visitas médicas en
tu domicilio cuestan unos doscientos euros.
A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo
que aquí todo es mejor. Los trenes, el metro, los taxistas, los
desconocidos amabilísimos, el ritmo de vida tranquilo, la asombrosa
capacidad de insultaros los unos a los otros (pasando de la madre o de
la actividad sexual de nadie, vosotros recurrís a peces, espárragos y
leche, un arte digno de Cervantes), el idioma increíble (contáis con quisquilloso, rifirrafe, ñaca-ñaca, sollozo, zurdo o tiquismiquis, que podría ser mi apodo). Vuestro diccionario es el equivalente verbal de Chopin.
Me parece guay del Paraguay
la cantidad de fumadores empedernidos que hay aquí, mandando a la
mierda a todos los médicos y a los gilipollas moralistas de Los Ángeles.
Son asombrosas la cordialidad del vive y deja vivir y la generosidad.
El premio a la croqueta del año.
El respeto que os inspiran los libros,
el arte, la música. El tiempo que dedicáis a la familia y al descanso. A
las cosas que importan.
Impresiona también la cantidad de gente con talento
que se llama Javier (Bardem, Cámara, Calvo, Ambrossi, Manquillo, Del
Pino, Marías, Perianes, Navarrete, entre muchos otros. Adivinad cómo voy
a llamar a mi próximo hijo).
Vosotros inventasteis la siesta, y aun así trabajáis más horas que casi en cualquier otro país de Europa.
He conocido a extraños en el metro con los que he
acabado interpretando a Beethoven, a abuelas que me han hecho torrijas y
me han hablado de cuando tocaban el piano, a pacientes de psiquiátricos
cuya valentía me ha dejado flipado, a un chaval que toca el piano
muchísimo mejor que yo a su edad y a quien he podido dar algunas clases
gratis.
Hasta Despacito suena de puta madre en
el metro a las ocho y media de la mañana si la toca un anciano que
sonríe, y al observar a los demás pasajeros me doy cuenta de que es una
sonrisa contagiosa. Me he tirado horas en el Carrefour de Peñalver
abrumado por los colores, los sabores, los olores y lo fresco que es
todo (en Londres algo así es impensable), he visto tomates del tamaño de
un balón de fútbol en la frutería de mi calle, he recibido bizcochos de
unos vecinos que, en lugar de quejarse por el ruido, me piden que toque
el piano un poco más fuerte. He descubierto las natillas.
Y así podría seguir horas.
Aquí hay un montón de cosas buenas, a veces
escondidas. He sido testigo de la extraordinaria labor que llevan a cabo
organizaciones como la Fundación Manantial, Save the Children, la
Fundación Vicki Bernadet, Plan International y tantas otras, grandes y
pequeñas, capaces de aliviar parte del dolor que hay en este mundo. Y no
piden elogios, premios ni agradecimientos.
Evidentemente, también hay problemas. Cómo
no iba a haberlos. Las leyes espantosas, ofensivas e inhumanas que se
aplican a las agresiones sexuales (vistas en el caso de La Manada)
que desde luego tienen que cambiar. Las drogas, la indigencia, el
tráfico de personas, los abusos, los recortes en sanidad, las
enfermedades mentales, los problemas económicos. La corrupción en el
poder.
Los políticos (en serio: ¿por qué no dejamos que Manuela Carmena,
la superabuela, se encargue de España unos años y la arregle?). Los
azotes diarios y desde tiempos inmemoriales.
Sin embargo todo esto no os
ha vuelto insensibles, fríos, desagradables y cerrados como ha pasado
en tantos países, sino que os ha hecho abiertos, ha sacado a la luz un
poquito de la pureza y de la bondad que hay en el mundo, y, joder, qué
orgulloso estoy de ser una figura diminuta y solitaria que deambula por
este país asombrándose por su vitalidad colectiva.
Este año, por trabajo, voy a ir a Ibiza, Sitges,
Sevilla, Granada, la Costa Brava, Cuenca, Vigo, Vitoria, Zaragoza y a
muchos otros sitios increíbles. He visitado docenas de ciudades a lo
largo de los últimos dos años.
Soy un extranjero, un huésped, y, en
tanto que anglosajón, no creo que tenga el derecho de hablar de
política, pero lo que sí puedo decir es que en Barcelona, Gijón, Madrid,
Santiago o Girona, en todas partes, siempre me he encontrado lo mismo:
cariño, hospitalidad, sonrisas, generosidad.
También distintas
gastronomías: la paella valenciana es la única de verdad, obvio, y lo
mismo pasa con los churros en Madrid y el salmorejo en Andalucía. Lo
mejor que puedes llevarte a la boca lo encontrarás en San Sebastián
(bueno, a lo mejor la estoy liando, así que mejor lo dejo).
He
encontrado diferentes acentos (Galicia, lo siento, pero no entiendo ni
una sola palabra de lo que dicen tus habitantes, ni siquiera cuando veo First Dates
con subtítulos; la culpa es mía, pero es que hablan demasiado deprisa),
pero tras cada acento siempre había un corazón enorme, dedicación al
trabajo, abrazos, una tremenda hospitalidad.
Me encanta este país. Para mí, está en lo
más alto. Metafórica y literalmente. Antes nunca miraba hacia arriba;
caminaba con la vista clavada en la acera o el móvil. Aquí en España lo
miro todo con asombro. Os miro a vosotros y vuestra belleza me ciega.
Ahora sí miro hacia arriba. Porque me siento a salvo. Y visible. Y
apoyado. Y bienvenido.
Hace poco estuve en Londres y visité a Billy, mi
psiquiatra. Me dijo que hace 10 años dudaba de mi supervivencia. Que
incluso hace un año no lo tenía nada claro, y con razón. Y que jamás me
había visto tan bien como me ve ahora. Y ¿sabéis qué? Mucho se lo debo a
España.
Algunos dirán que la gente me trata distinto debido a
mi éxito relativo, al hecho de que me alojo en hoteles bonitos y ceno
en buenos restaurantes. Así que permitidme que acabe con un recuerdo.
Hace mucho tiempo (demasiado), cuando era muy
pequeño, veraneábamos en Mallorca todos los años. En agosto nos
alojábamos un par de semanas en un apartamentito de mierda que estaba en
la playa de Peguera. En mi memoria, esas vacaciones son el refugio más
seguro, perfecto e increíble de mi infancia. Significaba alejarme de la
zona en guerra que era mi vida en Londres: violenta, monocromática,
dominada por las violaciones que sufría.
Durante un breve período de
tiempo, con ocho o nueve años, pude comprar tabaco (un paquete de
Fortuna por pocas pesetas), en la tiendecita de la playa de Pedro. Pude
beber Rioja calentorro (gracias de nuevo, Pedro), contemplar las
estrellas, bañarme en el mar, engañar de vez en cuando a alguien para
que me invitara a hacer esquí acuático, disfrutar del sol.
Y, sobre
todo, disfrutar de la sensación de estar a salvo, protegido. 30 años
después, me brindáis lo mismo. Y nunca podré expresaros mi gratitud por
ello."
(Carta abierta del pianista y escritor James Rhodes, que se instaló en Madrid en 2017, El País, 18/05/18)
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