"(...) La crisis energética ha recuperado irónicamente los discursos de esos días de 2012, en los que los países de Centroeuropa llamaban despectivamente cerdos (PIGS) a los mediterráneos
por las iniciales: Portugal, Italia, Greece y Spain. Los lugares
comunes sobre las costumbres sirvieron para someter a esos países a
shocks económicos que se veían como correctivos razonables tras el
frívolo dispendio anterior. Los países de Centroeuropa se
autodenominaron frugales. Han vivido por encima de sus posibilidades, se decía. Se echan la siesta y beben vino mientras nosotros trabajamos. Los cerdos tendrán que volar, titulaba un reportaje que invitaba a los titulados españoles a emigrar.
Pero la Tierra es redonda y toda piedra que lanzas hacia otra persona
acaba dando la vuelta al planeta y golpeándote en la nunca tarde o
temprano. La piedra se llama gas. Portugal, España o Italia están más
resguardados que los frugales y esas portadas vuelven para, irónicamente
o no, pedir mecanismos de control para que los irresponsables alemanes
no gasten más calefacción de la necesaria. No han sido previsores, se dice. Han vivido por encima de sus posibilidades.
Tendrán que desmontar su industria, como nos obligaron para entrar en
la CEE. Más allá de la ironía, es interesante volver sobre esos años
para entender lo que sucedió: el sacrificio deliberado del Sur.
La desaparición del dinero
Los primeros reportajes sobre la crisis subprime
estadounidense llegaron durante el verano de 2007 y se referían a las
entidades especializadas en la concesión de hipotecas. El tsunami tardó
un año en formarse y afectar a todo el sistema financiero anglosajón a
través de los productos derivados. Este proceso ha sido explicado muchas
veces y lo único interesante es señalar que no fue producto del
capitalismo porque ese modelo ha evolucionado al neoliberalismo, donde
la producción es un elemento secundario. La industria financiera global,
que emplea el sistema de cártel, se basa en la producción de capital,
llamada creación de valor, y no es enemiga de lo público, como el
liberalismo, porque necesita de sus recursos para mutualizar sus
pérdidas periódicas y desarrollar la estructura legal de acuerdos o
instituciones supranacionales que le permita proteger sus intereses.
Eso fue lo que sucedió en 2008. La industria financiera había comercializado,
entre otros productos, titulizaciones hipotecarias. Cuando esas decenas
de miles de estadounidenses dejaron de pagar, comenzó el efecto dominó
de las entidades que habían concedido las hipotecas a las que las habían
comercializado a través de productos financieros. La crisis de los
activos tóxicos afectó primero a EE.UU., donde se llevó a varias
entidades antes de que los miembros de la administración, ex
trabajadores de esa industria financiera, decidieran mutualizar las
pérdidas. Después, casi inmediatamente, a Reino Unido y, después, siguió
por los sistemas financieros más globalizados entonces, como Islandia.
Por último, a los países ahorradores europeos (Benelux, Alemania o
Austria).
El dinero desapareció. Las entidades financieras descubrieron que los
apuntes contables que salían en sus ordenadores valían menos que la
placa base. En todos esos países, o sistemas regionales, los gobiernos,
decidieron mutualizar las pérdidas del sistema financiero a causa de las
terribles consecuencias de no hacerlo anunciadas por el propio sistema
financiero. Normalmente, a través de organismos, instituciones,
consultorías o universidades. Además, entre el dinero desaparecido,
había depósitos o pensiones y nadie quería un problema social que se
pudiera solucionar poniendo dinero sobre la mesa. Se habló de la
refundación del modelo, la recuperación de los controles y el fin de los
paraísos fiscales. No se hizo nada.
En Europa, la profundidad del agujero provocó la movilización de
mecanismos de rescate que llegaron a alcanzar más de un billón y medio
de euros. Se decía que era eso o el caos, pero sin cambiar nada de lo
que había provocado el caos. Todo ese dinero se puso en la mesa sin
intervención ni mecanismos de control. Se llamó acción combinada, fondo de solidaridad o escudo del euro.
Siempre hay que poner un nombre cuqui. En otoño de 2008, cuando los
bancos holandeses estaban en quiebra y España, según el consenso
generalizado, tenía el mejor sistema financiero de Europa, no había
troika, ni memorandos. Entonces, se decía que era un problema común y
que debía solucionarse solidariamente.
Los países mediterráneos podían haber pedido la intervención del
derrochador Benelux, un grupo de países con un sistema financiero
desmesurado. O Austria, un país que había invertido de forma
irresponsables en el Este de Europa. También, haber forzado una quita
para los ahorradores, relevado presidentes o modificado la constitución.
No se hizo porque no hubo voluntad política de hacerlo. Era algo que no
le encajaba a nadie; decisiones que pertenecían al grupo de cosas que
no se pueden hacer. La mutualización provocó que los problemas del sector privado pasasen al público
y, por ejemplo, la deuda alemana pasó del 64,9% del PIB en 2007 al
83,2% del PIB en 2010. Nadie dentro del Eurogrupo planteó entonces
intervenciones o poner límites a las cifras.
Bankias alemanas
Merece la pena detenerse en Alemania, un país que tenía más de 2.000
entidades financieras. Además de los grandes bancos, 400 cajas de
ahorros, 7 bancos estatales de los länder (Landesbanken), 1.200 de los
llamados bancos populares (Volksbanken) y cooperativas
(Genossenschaftsbanken). Las 2.000 entidades, captadoras de depósitos y
fondos de pensiones, invirtieron en todo tipo de productos: desde
cédulas hipotecarias estadounidenses a promociones inmobiliarias en
Rumanía; activos tóxicos anglosajones, bálticos o islandeses o deuda
pública de toda Europa.
Hubo varias bankias alemanas.
Hypo Real Estate fue rescatado con más de 100.000 millones de euros y
en 2009 fue nacionalizado en un 90%; el Industriebank (IKB), con 10.000
millones de euros; el Dresdner Bank, segunda entidad del país, quebró y
fue absorbido por el Commerzbank, que a su vez recibió un rescate de
100.000 millones. Según un informe del supervisor financiero alemán,
filtrado en 2009, los activos tóxicos del país en 2009 eran de 800.000
millones. Las 2.000 entidades alemanas habían financiado fiestas por
todo el mundo; de California a Letonia; de Islandia a Canarias.
Islandia, por ejemplo, optó por no reconocer la deuda de sus entidades
financieras, decisión que provocó todo tipo de amenazas que no se
cumplieron. Pero la peor noticia para Alemania llegó del Este.
19 días
El dos de marzo de 2009,
nueve países del Este de Europa (Chequia, Eslovaquia, Hungría, Rumanía,
Bulgaria, Polonia, Estonia, Letonia y Lituania) solicitaron mecanismos
de ayuda a la UE en una cumbre de urgencia convocada por el presidente
checo, Topolanek, el señor que aparecía desnudo en las fotos de la Villa
Certosa. Todos estos países habían tenido su propia burbuja financiera e inmobiliaria financiada con dinero centroeuropeo, Austria, Alemania y Benelux,
y su economía estaba próxima al colapso. Era la palabra que se usaba.
Quizá no nos suena el colapso del Este porque aquí hablábamos de Eta, de
las actas de Eta y el caso Faisán. De momento, era una crisis de
activos tóxicos.
La agencia de calificación Moody’s lanzó una advertencia: Europa del
Este podía arrastrar a parte de la banca centroeuropea, que había
concedido en la zona créditos por cerca de 1,5 billones de euros.
220.000 millones de euros, en el caso de Austria, por ejemplo, un 70% del PIB. Todas las monedas habían experimentado fuertes devaluaciones.
En menos de un año, la corona checa había perdido un 25,6%; el sloty
polaco, un 54,3%; el leu rumano, un 20%; el florín húngaro, un 27%.
Pensemos en cómo afectó eso a los préstamos en euros o francos suizos,
un modelo habitual en Polonia, Rumanía o Hungría. Este último era uno de los países más tocados
y ya había recibido créditos del FMI y de la UE por 20.000 millones de
euros para evitar el colapso. En abril de 2009, el Gordon Bajnai
encabezó un gobierno tecnocrático. En mayo de 2010, Viktor Orban ganó las elecciones.
El 21 de marzo,
la Unión Europea decidió la movilización de 50.000 millones para las
economías del Este. De nuevo, sin intervención, ni mecanismos de
control. Hubo ajustes, pero no hubo un shock. Los países del Sur podrían
haber vetado esta partida o haber exigido algo a cambio a los países
ahorradores. No sucedió así. En 19 días, la UE había tomado una
decisión. Grecia no tendría la misma suerte. " (Jorge Dioni , La Marea, 28/07/22)