23.10.24

Al bloque de gobierno se le acumulan los frentes contrarios al gravamen extraordinario a la banca y a las energéticas... Repsol ha de realizar inversiones y tiene dinero para ello, pero dedica buena parte de sus beneficios a retribuir a sus accionistas. Una posición lógica desde el punto de vista de la compañía, pero no tanto desde el Estado. Esta visión recuerda demasiado a un modelo fallido... Desde el Gobierno señalan que, en un momento como este (se van a necesitar) 10.000 millones más, tiene sentido que las empresas ayuden... pero, Los fondos de inversión, presentes en la práctica totalidad de nuestras cotizadas, están exigiendo rentabilidades del 10% incluso a negocios ya maduros... Esa exigencia de rentabilidad, que es natural en cualquier negocio, deja de serlo cuando se vuelve demasiado rígida, y perjudica en la medida en que detrae recursos de la economía española para redirigirlos hacia ámbitos que no aprovechan al país... Europa necesita una notable inyección de capital, la prioridad debería ser el reforzamiento de las capacidades europeas y de los distintos países que integran la Unión, mucho más que la satisfacción de exigencias rigurosas por parte de accionistas... el de Repsol es uno de los muchos conflictos que vendrán: cómo y dónde destinar el capital y para qué supondrá ajustes complicados (Esteban Hernández)

 "Al bloque de gobierno se le acumulan los frentes contrarios al gravamen extraordinario a la banca y a las energéticas. Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol, ha expresado su posición en un artículo en términos muy duros, y más en la medida en que volvía contra el gobierno los argumentos que utilizaba para justificar el impuesto. Las medidas que están tomando son populistas, ahogan a la industria, continúan sin solucionar las superposiciones regulatorias, perjudican a las empresas y acabarán causando daños al estado del bienestar. Según Imaz, el gravamen destruirá empleos, en especial los industriales, y llevará a España a volcarse aún más en el modelo de servicios y en trabajos deficientemente retribuidos. Sin embargo, más allá del caso concreto de Repsol, la intención de Moncloa y su viabilidad formula grandes preguntas acerca de la economía de nuestra época y de la manera en que un país como España puede encontrar una salida beneficiosa en una era muy complicada.

El primer asunto se asienta en la veracidad de muchos de los argumentos que utiliza Imaz. La necesidad de fortalecer la industria, de invertir en ella y de potenciar un empleo más estable, así como de asentar las capacidades españolas, son aspectos muy relevantes en estos años. Desde el gobierno debería hacerse lo posible para favorecer ese reforzamiento y para impulsar una reindustrialización para la que nuestro país tiene muchas opciones si es capaz de aprovechar sus bazas energéticas. En ese orden, parece absurdo colocar trabas a las compañías ligadas a la industria.

Sin embargo, esa no es toda la realidad. En este sentido, la invocación de Repsol a que el Gobierno no presione más fiscalmente se produce en un contexto en el que el beneficio neto de la compañía ha sido de 1.626 millones de euros en el primer semestre del año, lo que representa un incremento del 14,5% con respecto al mismo periodo del ejercicio anterior, y en el que la energética ha anunciado un segundo programa de recompra de acciones y una reducción de capital. Repsol tiene 1.128 millones de euros comprometidos como dividendo en efectivo para 2025.

Repsol ha de realizar inversiones y tiene dinero para ello, pero dedica buena parte de sus beneficios a retribuir a sus accionistas. Una posición lógica desde el punto de vista de la compañía, pero no tanto desde el Estado. Esta visión recuerda demasiado a un modelo fallido, tanto a nivel interno como externo, la economía del trickle-down o del efecto derrame. Desde esta perspectiva, la reducción de impuestos a grandes empresas y a las clases con más recursos generaría consecuencias muy positivas para la sociedad, ya que esos beneficios revertirían en forma de inversión, lo que acabaría por mejorar la actividad económica y el nivel de vida de los ciudadanos de un país. Esta ha sido la teoría dominante en las últimas décadas, y continúa siéndolo.

Desde el Gobierno señalan que, en un momento como este (se van a necesitar) 10.000 millones más, tiene sentido que las empresas ayuden

Los efectos negativos de esta forma de entender la economía han sido abundantes: gran parte de la inversión ha tenido lugar en países fuera de la esfera occidental, lo que contribuyó enormemente a potenciar a China y a India, mientras que la mayoría de lo generado no ha tenido ningún destino productivo, ha ido a parar a los bolsillos de los accionistas o a inversiones en el ámbito financiero extractivo y ha empobrecido a una gran mayoría de los ciudadanos.

Por lo tanto, se conjugarían aquí tres lógicas: la necesidad de retribuir a los accionistas, la de realizar inversiones que son necesarias para que la compañía conserve la competitividad y la de los Estados de impulsar una economía más productiva.

Más allá del afán recaudatorio, este tipo de gravámenes incentivarían que los beneficios se reinvirtieran en el ámbito productivo

En un momento como este, en el que el Estado va a necesitar 10.000 millones más, tendría sentido, aseguran fuentes del bloque de gobierno, que empresas que han obtenido beneficios fruto de la coyuntura, ayuden en la recaudación: es imprescindible para unas cuentas públicas que a su vez serán presionadas no solo por las deudas pendientes sino por las exigencias de reducción del déficit de Bruselas. Recordemos que el efecto derrame ha tenido consecuencias muy distintas de las anunciadas: mientras los ciudadanos cada vez pagamos más impuestos, los sectores que más beneficios obtienen, gracias a la capacidad de las grandes firmas para evitar los límites territoriales, poseen mecanismos para evitar legalmente la imposición de los gobiernos. Al final, paga el ciudadano común.

Pero, más allá de lo recaudatorio, el gravamen tendría mucho sentido, aseguran, en la medida en que la política fiscal contaría con un propósito incentivador. La parte de los beneficios que se destinase a inversión productiva en el país podría deducirse, lo que animaría a destinar más partidas a ese objetivo, y desincentivaría la retribución a los accionistas. De este modo, se favorecería a la industria en lugar de beneficiar al rentismo.

Un momento distinto

El segundo asunto tiene que ver con las críticas de Escrivá, quien afirmó ayer que sería deseable “cambiar el diseño del impuesto a la banca respecto a su formulación actual, que no descuenta las provisiones”. Las palabras del gobernador del Banco de España se interpretan desde Sumar como una posición lógica de defensa del sector bancario, pero que carecen de sentido en la medida en que “los bancos españoles actualmente prácticamente no pagan el Impuesto sobre Sociedades a pesar de registrar beneficios históricos. Esto se debe a que aún se están descontando las pérdidas acumuladas por las Cajas que compraron a precio de saldo una vez saneadas por el contribuyente”.

¿La prioridad debe ser el reforzamiento de las capacidades europeas o la satisfacción de las exigencias rigurosas de los accionistas?

Sin embargo, y más allá de este elemento, señalan un problema grave que no solo afecta a los bancos. Los fondos de inversión, presentes en la práctica totalidad de nuestras cotizadas, están exigiendo rentabilidades del 10% incluso a negocios ya maduros. Esa presión perturba a muchas firmas, lo que lleva a disfunciones notables con el fin de aumentar los beneficios.

Esa exigencia de rentabilidad, que es natural en cualquier negocio, deja de serlo cuando se vuelve demasiado rígida, y perjudica en la medida en que detrae recursos de la economía española para redirigirlos hacia ámbitos que no aprovechan al país. En otro contexto, el asunto tendría ribetes menos preocupantes, pero ahora Europa necesita una notable inyección de capital, como ponían de manifiesto, de maneras distintas, Draghi y Letta, por lo que la prioridad debería ser el reforzamiento de las capacidades europeas y de los distintos países que integran la Unión, mucho más que la satisfacción de exigencias rigurosas por parte de accionistas. En un momento de debilidad y urgencia, son necesarias medidas muy distintas que las que se utilizaron en épocas de menor presión, y esta clase de impuestos van a ser necesarios.

Difícil de realizar

La realidad, sin embargo, pasa por algo más prosaico, la capacidad de los gobiernos de llevar a cabo las medidas que entienden necesarias. En el caso español, los escollos para que el impuesto a los bancos y las energéticas cobre un carácter permanente son numerosos. Por más que el PSOE pretenda llevar adelante la propuesta, tendrá que saltar varios obstáculos. Sumar no será problema, como ERC y Bildu. Tampoco Podemos debería oponerse a esta clase de impuestos. Pero PNV y Junts son otra cosa. Los vascos se debaten entre las posiciones encontradas de empresas del ámbito energético radicadas su territorio. Iberdrola, más verde, que pagaría menos al tener parte de su actividad regulada, es menos hostil que Repsol, dedicada al petróleo y al gas. Se cree que la posición de los jeltzales no sería insalvable, ya que les puede convenir por recaudación. El problema es Junts, un partido de derechas que no ve con buenos ojos esta iniciativa y cuyo voto en contra impediría la aprobación de la medida.

En segundo lugar, está la redacción de la norma. Imaz tiene razón en que si el Gobierno camina por la vía del impuesto, la doble imposición haría que el TS pudiera anular la norma, con el coste que eso supondría para las arcas públicas. En Sumar afirman que se trata de un gravamen con destino finalista, lo que haría posible que no existieran correcciones posteriores desde los tribunales. Unas y otras cosas, el equilibrio parlamentario de fuerzas y el diseño de la norma hacen muy difícil que salga adelante. Demasiadas piezas que han de encajar.

Las soluciones distintas

El problema va mucho más allá de Repsol y de un gravamen. No se trata de si Imaz tiene razón o de si las empresas tienen que pagar más: se trata de cómo se va a recomponer España en una época internacional complicada, en la que las apuestas productivas se multiplican en los países con mayor potencia del mundo, en el que la energía (abastecimiento y coste) va a ser fundamental y en el que la industria va a jugar un papel relevante para que les vaya bien a los países. Congeniar las necesidades en juego resulta complicado, pero es claro que España necesita una dirección y un proyecto en el que no se puede mantener la misma mentalidad económica que en el periodo inmediatamente anterior. Si queremos sobrevivir en Europa, como afirmaba Draghi, van a hacer falta soluciones distintas, que levantarán ampollas a un lado y a otro. Los partidos van a tener que mover su marco económico, pero también las empresas tendrán que pensar de otra manera sobre la política. En este sentido, el de Repsol es uno de los muchos conflictos que vendrán: cómo y dónde destinar el capital y para qué supondrá ajustes complicados."               

(Esteban Hernández , El Confidencial , 23/10/24)

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