17.7.24

Democratizar el derecho: algunas ideas para atajar el lawfare... Llevamos algunos años en los que se han producido varios casos clamorosos de intromisión de las altas instancias del poder judicial en asuntos de naturaleza política... es el síntoma de un cambio de paradigma para el que necesitamos nuevos marcos mentales e institucionales. El bloqueo del Consejo General del Poder Judicial es un buen ejemplo: se ha convertido en una patología crónica... El lawfare consistiría en ese fenómeno por el cual el derecho coloniza la política, habilitando una tercera cámara en la que se prolonga la guerra entre las diversas facciones electorales, solo que tras las bambalinas de los tribunales... Cuando caemos enfermos, podemos acudir al centro de salud de nuestro barrio... cuando tenemos un problema legal no contamos con consultorios jurídicos de barrio, ni podemos solicitar asistencia letrada de manera gratuita: solo en algunas circunstancias... La idea de los consultorios jurídicos de barrio puede sonar peregrina, pero no es ninguna tontería. Ni siquiera se trataría de inventar algo nuevo, sino de radicalizar y profundizar los dispositivos que ya existen en materia de asistencia de oficio... Pensemos en la institución del jurado popular. Suele ser objeto de discusión y suscita opiniones acaloradas. En mi opinión, es una fórmula que puede generalizarse más allá del proceso penal... Una estrategia que ya se está ensayando en algunos países, y que debería profundizarse, consiste en abrir el proceso judicial a la participación de la ciudadanía. Esto se está haciendo mediante audiencias públicas y amicus curiae, es decir, espacios dentro del litigio en los que cualquier ciudadano o ciudadana, aun sin ser parte del pleito, puede acudir a manifestar su opinión sobre el caso (Luis Lloredo Alix)

 "En los últimos años se han acumulado numerosos escándalos ligados al poder judicial. Por un lado, cada vez es más evidente que el derecho se está empleando de manera sistemática como vehículo para criminalizar la protesta, para desacreditar a las y los contrincantes o para contrarrestar medidas que no pudieron ganarse en sede política. Desde procedimientos instruidos contra grupos ecologistas que se manifiestan para exigir medidas contra el cambio climático, hasta demandas inmotivadas que se admiten a trámite con el simple fin de castigar al adversario político, el derecho parece haberse convertido en una de las canchas más violentas de la batalla ideológica. Lo muestran las falsas acusaciones vertidas contra Mónica Oltra, que han quedado desmentidas tras dos años de instrucción judicial, y lo muestran las recientes acusaciones contra Begoña Gómez, la esposa de Pedro Sánchez, que tienen una base jurídica irrisoria. Pero todo eso da igual, porque lo importante para quienes inician estos procesos no es que lleguen a término, sino arremeter personalmente contra el objetivo de turno, amedrentar y generar caos informativo, con el objetivo de provocar la dimisión del rival o de rentabilizar la polvareda mediática en la carrera electoral.

Por otro lado, llevamos algunos años en los que se han producido varios casos clamorosos de intromisión de las altas instancias del poder judicial en asuntos de naturaleza política. El episodio más sonado fue el de la renovación del Tribunal Constitucional a finales de 2023, que estuvo bloqueada por el órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, que tiene el mandato caducado desde hace cinco años. Esto motivó, en su momento, una opereta político-judicial que desembocó en una renovación in extremis del TC, pero que dejó sin abordar las causas estructurales del problema. Por eso, entre otras cosas, el asunto ha vuelto a surgir con motivo de los debates en torno a la ley de amnistía para los independentistas catalanes. La preocupación, nuevamente, es saber hasta qué punto esa ley podrá ser eficaz, ya que se alberga la sospecha de que, una vez aprobada por las Cortes generales, será anulada por los tribunales. En definitiva, parece claro que estamos ante un proceso cada vez más agudo de judicialización de la política, bien porque se utiliza el derecho como ariete para desarbolar la credibilidad de determinadas figuras, bien porque se emplea como tercera cámara para neutralizar decisiones adoptadas por el poder legislativo.

Es incontestable que, en todo Estado de derecho, el ejercicio del poder está sometido a límites jurídicos y que, por tanto, la actuación de los órganos públicos puede ser objeto de revisión judicial. Sin embargo, el fenómeno al que estamos asistiendo va mucho más allá de esto. Para empezar, porque se ha vuelto habitual que los representantes políticos ventilen sus diferencias y posicionen sus intereses en sede judicial. Lo hacen a través de un uso sistemático de todos los recursos legales a su alcance, reenviando las discusiones políticas a la judicatura y manipulando la composición de los tribunales, con el objetivo de decantar las decisiones de las y los magistrados a su favor. A veces lo hacen para que un asunto no resuelto en la discusión pública sea zanjado por el pronunciamiento de un juez. Otras veces lo hacen para revertir medidas o decisiones con las que no están de acuerdo, pero que sí han sido resueltas mediante los cauces legítimos de la deliberación pública. En otras ocasiones lo hacen para posicionar mediáticamente un determinado problema, aun a sabiendas de que lo que se demanda no tiene fundamento jurídico, porque con ello se consigue marcar la agenda política. Y en otras ocasiones, en fin, lo hacen para derribar al contrincante mediante un ataque personal, porque el mero hecho de sembrar la duda genera réditos electorales.

Ahora bien, además de que los políticos hayan recurrido compulsivamente a la esfera jurisdiccional como arena de la disputa ideológica, se da también el fenómeno inverso: un activismo judicial desaforado, que convierte a algunos jueces y tribunales en verdaderos sujetos políticos, autoerigidos como tales e investidos de una presunta pátina de imparcialidad (Nieto, 2004). Es algo que está ocurriendo, además, en clara concomitancia con una derechización generalizada: aunque el uso del derecho como arma arrojadiza se ha producido ocasionalmente por parte de jueces cercanos al PSOE, es una práctica que, en su mayor parte, está siendo utilizada por las fuerzas reaccionarias. De hecho, una táctica característica de la derecha, convertida ya en compulsión, consiste en censurar cualquier propuesta del gobierno como ilegal o inconstitucional. Esto hace que la discusión ideológica se desplace una y otra vez al campo del derecho y, en consecuencia, se otorgue a las y los jueces un papel desmesurado en tales disputas. El problema es que este protagonismo de las instancias judiciales en la deliberación política es mucho más pronunciado de lo debido, porque sobrepasa su legítimo papel de control de la arbitrariedad de los poderes públicos. Y es un protagonismo peligroso por varias razones.

Primero, porque el ambiente en el que se forja a los juristas es tendencialmente conservador, lo cual favorece que desarrollen hábitos mentales afines al statu quo. En efecto, la formación en las facultades de derecho suele caracterizarse por un aprendizaje memorístico, poco crítico, formalista y reverente con las instituciones (Kennedy, 2012). Segundo, porque la forma de selección de jueces propicia que, en general, sean los miembros de una élite quienes terminan engrosando la judicatura: los largos años de estudio en las oposiciones suelen requerir un capital económico que criba a los futuros magistrados por su pertenencia a las clases privilegiadas. Eso hace que los estamentos judiciales se compongan, en su gran mayoría, por personas que desconocen la vulnerabilidad en la que se encuentran amplios sectores de la población. Tercero, porque el poder judicial carece de legitimidad democrática: al contrario de lo que sucede con el legislativo y el ejecutivo, las y los jueces no son elegidos mediante sufragio. Se accede a la función jurisdiccional a través de un procedimiento supuestamente meritocrático, que en realidad no es tal porque las élites jurídicas tienden a reproducirse gracias a un capital social que acumulan desde los tiempos del franquismo (Jiménez Villarejo y Doñate, 2012). Por último, porque los conflictos jurídicos se resuelven mediante normas y argumentaciones que a menudo resultan inasequibles para la ciudadanía, lo cual provoca que numerosos problemas de naturaleza política se despachen bajo la opacidad de una indescifrable maraña de tecnicismos.

Esta colusión entre lo político y lo jurídico dista de ser un accidente coyuntural. De hecho, probablemente, es el síntoma de un cambio de paradigma para el que necesitamos nuevos marcos mentales e institucionales. El bloqueo del Consejo General del Poder Judicial es un buen ejemplo: se ha convertido en una patología crónica que se manifiesta una y otra vez, y lo seguirá haciendo mientras no reformemos en profundidad sus mecanismos de elección. Precisamente, porque todo lo anterior se ha convertido en algo estructural, se ha acuñado una expresión que cada vez se escucha más en el debate político: lawfare. El lawfare consistiría en ese fenómeno por el cual el derecho coloniza la política, habilitando una tercera cámara en la que se prolonga la guerra entre las diversas facciones electorales, solo que tras las bambalinas de los tribunales y al amparo de la oscura jerga legal. Es una tendencia que erosiona enormemente la democracia, frente a la que se suele elevar el mantra de que debemos restablecer la separación de poderes, como si ésta fuera un bálsamo infalible. Sin embargo, es una respuesta débil y acrítica, porque no dice nada sobre cómo institucionalizarla de manera eficaz y, sobre todo, porque se asienta en una visión idílica del pasado: la separación de poderes jamás existió en la realidad y adolece de una pobre comprensión respecto a cómo funciona el poder en las sociedades humanas (Clavero, 2007). (...)

Ideas para democratizar el derecho

 Que el derecho sea autónomo es algo saludable. Gracias a que el derecho se independizó de la religión, por ejemplo, fue posible diferenciar entre delito y pecado. También gracias a que existe una esfera jurídica autónoma de la política, se pudo encarrilar a la administración pública dentro de los cauces de un procedimiento que, pese a todas sus deficiencias, atenúa la arbitrariedad del aparato burocrático del Estado. Podríamos dar muchos ejemplos que muestran las ventajas de tener un ámbito jurídico diferenciado de la política. Por resumirlo en una única idea, lo interesante del derecho es que el razonamiento jurídico se apoya en reglas, en criterios y en principios establecidos previamente, conforme a los cuales deben tomarse las decisiones. Esos criterios sirven como dique de contención frente a la injusticia (Atria, 2016).

Ocurre lo mismo en todo proceso guiado por normas. Por ejemplo, si yo elaboro una rúbrica de corrección de un examen y se la proporciono a los estudiantes, les doy a ellos una cierta seguridad, pero al mismo tiempo me autolimito como evaluador: las posibles tentaciones de valorar de forma especialmente negativa se ven constreñidas por los criterios y los rangos de puntuación que he definido con anterioridad. Además, si dejo establecidas algunas pautas a las que poder agarrarme en caso de duda, mi decisión descansará en reglas que van más allá de la pura venialidad de un momento puntual. Por seguir con el mismo ejemplo, si yo he definido un principio que podríamos denominar ante la duda, a favor del estudiante, entonces no tengo que deliberar en cada caso, sino que me basta con adoptar la resolución favorable para el alumno en todas las situaciones semejantes. Eso garantiza una cierta consistencia en mis decisiones y limita el carácter potencialmente errático de mis juicios.

Desde ese punto de vista, la idea del imperio de la ley es una utopía digna de respeto: el objetivo es tratar de generar pautas y decisiones racionales e igualitarias. Cualquier estudiante de derecho habrá sentido alguna vez una sensación de grandiosidad, e incluso de belleza, al contemplar ese imponente edificio de normas, órganos y procedimientos cuidadosamente diseñado para alcanzar tales fines. Sin embargo, es importante no sucumbir a la ilusión: con frecuencia, toda esa teoría queda empañada porque las reglas deben ser interpretadas por personas reales y en contextos heterogéneos. Por eso, más que tener fe en la profesionalidad de un grupo de expertos –las y los juristas–, la clave está en democratizar el derecho hasta donde sea posible. Esto no solo significa mayor transparencia o un lenguaje jurídico más cercano, sino también la creación de instituciones que permitan a la ciudadanía participar en el proceso y tomar decisiones. Dicho de otra manera: si el piloto automático no funciona, y si los pilotos manuales no siempre son de fiar, entonces debemos vigilarlos activamente, alfabetizándonos en cuestiones legales, por supuesto, pero también colocándonos junto a ellos en la cabina.

Nosotros somos hijos de una cultura jurídica, la romana, basada en la tecnificación y la especialización. Sin embargo, dentro de Occidente existieron otras tradiciones, como la ateniense, que desarrolló un sistema institucional en el que la barrera entre política y derecho era porosa (Capella, 2008). Eso explica que algunos procesos de índole jurídica se celebraran de forma asamblearia, ante instancias integradas por centenares de personas (frente a los tribunales actuales, que rara vez tienen más de una docena de jueces o juezas). Cuando condenaron a Sócrates ante una audiencia multitudinaria, no fue porque el pueblo enardecido se hubiera tomado la justicia por su mano y hubiese decidido linchar a un pobre filósofo, sino que se celebró un proceso con arreglo a la normativa vigente. Eso implicaba juzgar al acusado –quien, por cierto, era un firme antidemócrata– ante un tribunal-asamblea compuesto por cientos de ciudadanos. Esto quizá nos suene un poco escandaloso, porque hemos sido educados en una cultura jurídica expertocrática, según la cual el derecho debe ser aplicado por cuerpos de especialistas (Schiavone, 2009). Pero los atenienses no eran precisamente salvajes: estamos hablando de los mismos griegos que dieron origen a la filosofía, a la democracia o a la geometría.

Esto no quiere decir que debamos regresar a aquella forma de organizar las cosas, pero sí es un contrapunto útil para hacernos conscientes de que existen otros modos de comprender el derecho. Puede servir, además, como fuente de inspiración para adoptar instituciones jurídicas más democráticas. En mi opinión, la idea no sería diluir la normatividad del derecho para arrojarnos al voluntarismo desnudo de la política, sino inocular las instancias de decisión jurídica mediante canales de participación popular. En otras palabras: frente a la colonización de la política por parte del derecho –que es lo que está pasando con el lawfare– y frente a la estrategia inversa de colonizar lo jurídico mediante lo político, de lo que se trataría es de democratizar al máximo la praxis del derecho. Eso implicaría una reforma en profundidad del proceso y de la organización judicial. Al mismo tiempo, habría que simplificar algunos elementos de la cultura institucional que se han tecnificado por encima de lo necesario, para aminorar esa brecha entre derecho y ciudadanía que entorpece el acceso de la mayoría a los asuntos jurídicos: lenguaje más accesible, racionalización de procesos burocráticos, reforma de la educación jurídica, mayor transparencia en las actuaciones de la administración pública, etcétera.

Se trata de una tarea monumental para la que no existen recetas únicas ni seguras, porque, entre otras cosas, hace falta un cambio de mentalidad copernicano. Pensemos en algo que me parece significativo. Cuando caemos enfermos, podemos acudir al centro de salud de nuestro barrio para que nos atiendan. Cuando necesitamos escolarizar a nuestros hijos e hijas, los llevamos al colegio público que, casi con toda seguridad, se encontrará cerca de nuestro domicilio. Sin embargo, cuando tenemos un problema legal no contamos con consultorios jurídicos de barrio, ni podemos solicitar asistencia letrada de manera gratuita: solo en algunas circunstancias, y siempre que nuestra situación económica sea muy precaria, podremos solicitar un abogado o abogada de oficio. Esto nos resulta natural, pero no tendría por qué serlo. Si el derecho a la tutela judicial efectiva está consagrado en la Constitución como uno de los más elementales, ¿por qué no existen centros jurídicos de barrio a los que poder recurrir cuando me veo obligado a defenderme mediante el derecho o cuando sencillamente necesito asesoría legal? ¿Por qué el derecho está siempre tan lejos? Creo que no es algo casual, sino que se debe, precisamente, a esa mentalidad según la cual el derecho no pertenece al pueblo, sino a los juristas.

La idea de los consultorios jurídicos de barrio puede sonar peregrina, pero no es ninguna tontería. Ni siquiera se trataría de inventar algo nuevo, sino de radicalizar y profundizar los dispositivos que ya existen en materia de asistencia de oficio. De hecho, es una necesidad que, en algunos países, ha intentado suplirse mediante las clínicas jurídicas. Estas son una prestación que llevan a cabo algunas universidades y que consiste en ofrecer servicios jurídicos gratuitos en determinadas áreas, por parte de estudiantes de derecho que, apoyados por algún profesor o profesora, atienden un problema específico. Eso beneficia tanto a las comunidades que reciben el servicio, como al alumnado, que así se forma trabajando en casos reales, y no solo mediante la teoría que recibe en el aula. Sin embargo, las clínicas jurídicas organizadas según este principio están poco extendidas y no son más que un parche minúsculo para un problema de gran envergadura. En cambio, un derecho diseminado a lo largo de todo el territorio mediante consultorios jurídicos contribuiría a socializar el derecho entre la población. Si queremos una ciudadanía ilustrada en asuntos legales, capaz de entablar ese diálogo argumentativo virtuoso al que apelaban algunos de los enfoques ya vistos, no basta con estudiar educación para la ciudadanía, sino que es necesario habilitar vías efectivas de acceso al derecho. Hay cosas que se aprenden practicándolas. La cocina y la escritura son dos ejemplos evidentes, pero ocurre lo mismo con el trabajo institucional: para aprender a deliberar, hay que deliberar; para aprender qué son los derechos, hay que tenerlos a mano y ejercerlos.

Ahora bien, la democratización del derecho no solo debería implicar la diseminación en el acceso, sino también en la toma de decisiones. Hay asuntos para los que se requieren conocimientos expertos, pero hay muchos otros en los que no. Hay, por otro lado, servicios técnicos que pueden brindarse mediante personal especializado, al mismo tiempo que las decisiones se adoptan por tribunales formados por ciudadanos y ciudadanas, o bien con composición mixta junto a juristas. Esto vale especialmente para las altas instancias de la judicatura, en las que el cariz político de las resoluciones suele predominar sobre la dimensión jurídica, pero también puede plantearse en determinadas áreas especialmente sensibles: tribunales medioambientales, laborales, de consumo… Pensemos en la institución del jurado popular. Suele ser objeto de discusión y suscita opiniones acaloradas. En mi opinión, es una fórmula que puede generalizarse más allá del proceso penal, pero en el marco de un sistema que cuente con muchos otros dispositivos de índole democrática: para que funcione bien, es necesario que exista un entramado social en el que la participación sea algo corriente, no una excepción aislada y desconectada del funcionamiento del resto del poder judicial.

En cualquier caso, las fórmulas para democratizar el derecho son múltiples. Si la idea de instituciones jurisdiccionales compuestas por juristas y profanos no nos convence, siempre pueden probarse otras alternativas. Una estrategia que ya se está ensayando en algunos países, y que debería profundizarse, consiste en abrir el proceso judicial a la participación de la ciudadanía. Esto se está haciendo mediante audiencias públicas y amicus curiae, es decir, espacios dentro del litigio en los que cualquier ciudadano o ciudadana, aun sin ser parte del pleito, puede acudir a manifestar su opinión sobre el caso (Gargarella, 2022). Tampoco es algo tan extraño: las sucesivas reformas de nuestras leyes procesales han tendido a restringir las situaciones en las que puede ejercerse la acusación popular. Se trataría de revertir esa tendencia y fortalecer dicha institución, ensanchándola más allá del área penal, simplificando su ejercicio y diseñando mecanismos para que no sea monopolizada por los partidos. Y, si nada de lo anterior nos seduce, otra senda practicable consistiría en algo que ya se mencionó más arriba: recuperar la deferencia al poder legislativo, esto es, la posibilidad de que las altas cortes reenvíen los asuntos políticamente controvertidos a las asambleas legislativas, para que sean éstas quienes tomen la decisión, o para que éstas, al menos, emitan un parecer al respecto (Linares, 2005).

Última propuesta y conclusión 

La última propuesta que me gustaría sugerir es heredera directa de la antigua Grecia y ha sido reivindicada por muchas teorías en los últimos años, al menos en relación con la democracia política: el sorteo (Moreno Pestaña, 2017). Aplicado a la organización judicial, la idea consistiría en nombrar a las y los jueces de las altas magistraturas mediante sorteo. Es una solución relativamente sencilla que podría evitar las reyertas y los cambalaches entre partidos políticos a la hora de designar a los integrantes del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial, entre otros órganos que podrían mencionarse. Pero lo más importante, a mi modo de ver, tiene que ver con las vías de acceso a la profesión judicial. Si instituimos el azar como forma de designación, pero el plantel de magistrados sorteables es abrumadoramente conservador, de poco nos va a servir el cambio. Para tener una judicatura independiente de servidumbres a las élites políticas y económicas, que sea sensible a la precariedad en las que viven tantos sectores de la población, que juzgue la realidad con una mirada crítica, necesitamos una reforma de fuerte calado en los mecanismos de ingreso a la carrera. Nos hacen falta jueces y juezas que procedan de los grupos subalternos, que sean migrantes, personas racializadas, de género no binario, de baja clase social. En una palabra, que conozcan los márgenes del sistema.

Solo de ese modo, me parece, lograremos tener una administración de justicia que sea consciente de los múltiples vectores de opresión que atraviesan nuestra sociedad y que, por ende, sea representativa de la heterogeneidad que la caracteriza. Solo así, además, puede configurarse una carrera judicial más equilibrada, en la que sus integrantes no provengan mayoritariamente de las élites. ¿Y cómo puede romperse esa rueda? Me temo que aquí no existen soluciones mágicas: no hay dispositivos institucionales precisos que puedan conseguir semejante cosa, porque la clave radica en construir una sociedad más igualitaria. Para tener una administración de justicia sin sesgos de clase, de raza o de género –entre otros– necesitamos una organización social en la que tales sesgos no existan. Por lo tanto, la democratización de la justicia no es un proyecto aislado de otras reivindicaciones políticas, sino que debe caminar junto a ellas. Esta es una lección importante para los movimientos de izquierda. Debemos introducir la lucha por un derecho más democrático junto a otras exigencias, porque de ella dependen todas las demás: si logramos cambiar leyes o reglamentos, pero los intérpretes de tales transformaciones reman en su contra, es muy probable que acaben neutralizándolas.

Por eso mismo, aunque una justicia más democrática dependa de una sociedad más igualitaria, y aunque una judicatura más plural solo pueda darse en contextos menos inicuos, no debemos postergar la reforma de la organización judicial hasta que sucedan tales cosas. Por supuesto, el statu quo no puede cambiarse de un plumazo y siempre habrá aspectos en los que el margen de mejora sea estrecho, pero hay muchas cosas que ya se pueden poner en marcha. Si, como dijo Pedro Sánchez en su triunfal comparecencia, estamos ante un antes y un después en relación con el lawfare, entonces hay que introducir reformas. No basta con escribir cartas muy sentidas a la ciudadanía, ni con pedir el apoyo popular o con hacer referencias vacías a una política menos encarnizada. La democratización del derecho no se va a conquistar con amor, sino posicionando el problema en la agenda social, movilizándonos contra los atropellos judiciales y estableciendo nuevos arreglos institucionales. En las páginas anteriores se han sugerido algunas rutas, pero existen muchas otras que pueden ensayarse. La idea que debería guiar este proceso es tan sencilla de formular como difícil de acometer: el derecho no es una herramienta que haya que poner en manos de un grupo de expertos, sino un bien común que nos pertenece a todos. Ejercerlo colectiva y democráticamente es una exigencia que no podemos aplazar."

(Luis Lloredo Alix es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Viento Sur, 16/07/24)

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