"No se puede culpar a Jared Bernstein, principal arquitecto de «Bidenomics», por sentir cierta «culpa, confusión» por la derrota de Donald Trump frente a Kamala Harris en las elecciones de 2024. Bernstein dice -y yo le creo- que la misión diaria de los economistas de Biden era mejorar la vida de la clase trabajadora estadounidense. No ser recompensado con un voto de «Buen trabajo, y adelante» debe ser un golpe amargo.
Sin embargo, hay muy pocas pruebas de que la decepción con la economía decidiera las elecciones. Según una encuesta a pie de urna de la NBC, sólo el 6% de los partidarios de Biden en 2020 se pasaron a Trump en 2024, y sus cifras se vieron parcialmente compensadas por el 4% de los votantes de Trump en 2020 que se fueron a Harris. La diferencia es trivial, y no tenemos motivos para pensar que se concentró en los estados indecisos; Trump ganó mucho más terreno en estados donde el resultado no estaba en duda.
El motor fundamental de estas elecciones fue la participación diferencial. En una población con derecho a voto que creció en 4 millones, Trump ganó 2 millones de votos mientras que Harris perdió 7 millones en comparación con Biden en 2020. Además, la victoria de Biden fue una oleada única, muchas de cuyas fuentes pueden rastrearse hasta la pandemia. Quizá la más importante fue la facilidad sin precedentes para votar, gracias a medidas que no se repitieron en 2024. Pero se desconocen los motivos exactos de los no votantes, que no aparecen en las encuestas a pie de urna. La supresión de votantes -una característica endémica de las elecciones estadounidenses-, la movilidad diferencial de los votantes entre las fechas de las elecciones (los más pobres y los estudiantes se desplazan más), la rotación demográfica y el enfado por cuestiones específicas desempeñaron sin duda un papel.
Dicho esto, las encuestas establecen que una gran mayoría de los votantes dieron a Bidenomics una baja calificación. Una sensación de fracaso pesa sobre Bernstein y sus colegas, a pesar de sus buenas intenciones y sus mejores esfuerzos. Fueron repudiados -así lo dicen las encuestas- y, por el bien de futuras batallas políticas, merece la pena intentar entender por qué.
No sirve de nada argumentar, como hizo Paul Krugman, que los votantes no son competentes para juzgar sus propios intereses y bienestar. Krugman culpa a los votantes, en efecto, por no aceptar la sabiduría superior de un columnista de The New York Times. Pero es un precepto de la democracia (y de la economía de libre mercado) que los votantes (y los consumidores) sí conocen sus intereses. Rechazar este precepto es negar el sentido de la democracia, en cuyo caso no hay ninguna buena razón para seguir celebrando elecciones. Ni tampoco mercados.
Si los votantes están descontentos con las buenas lecturas de los indicadores estándar -desempleo, tasa de inflación mensual, crecimiento económico- debe ser porque esos indicadores ya no conectan con su sensación de bienestar. Ya he escrito antes sobre este tema. En particular, las bajas tasas de desempleo pueden reflejar un descontento generalizado con los malos empleos; una tasa de inflación baja no revierte las subidas de precios del pasado; y los ingresos derivados del crecimiento pueden fluir hacia los beneficios y las plusvalías. Estos indicadores no son inútiles -si fueran malos, la situación sería aún peor-, pero un buen resultado en ellos es insuficiente.
Lo que sí ocurrió con Biden fue un descenso de los ingresos reales, del poder adquisitivo de los hogares. Los precios habían subido bruscamente en 2021-22, y aunque la tasa de inflación fue transitoria -contrariamente a los gritos de los economistas- el cambio en los niveles de precios no lo fue. A los salarios les costó ponerse al día. Muchas personas que vivían de sus ahorros y pensiones nunca lo hicieron. Aunque la Casa Blanca actuó rápidamente para bajar los precios de la gasolina con la venta de petróleo de la Reserva Estratégica, hizo poco para impedir que las empresas aumentaran sus márgenes. Los beneficios se dispararon, al igual que los alquileres, los precios de la tierra y el mercado de valores. Los economistas de Biden habían pasado por alto un hecho fundamental, y es que el beneficio final de cualquier política «estimuladora» fluye hacia quienes tienen poder de mercado -la tierra y el capital-, independientemente de cómo se distribuya al principio.
En su entrevista con The New York Times, Bernstein aceptó la crítica de Larry Summers de que la primera política fiscal de Biden había sido demasiado laxa, desatando la inflación. Pero esa crítica era errónea entonces y sigue siéndolo. El argumento de Summers se basa en una noción de hogares trabajadores que viven al día y que presumiblemente correrían al supermercado (y a los bares) con cualquier dinero extra que recibieran. Los hogares estadounidenses ya no funcionan así. Tienen presupuestos, facturas, cuentas bancarias y hábitos. Tomaron la ayuda de Covid como el amortiguador que debía ser, ahorraron lo que no necesitaban de inmediato y utilizaron esos ahorros a lo largo del tiempo. El aumento del consumo (y de la inversión en bienes duraderos, como coches y casas nuevos, así como en acciones y terrenos) se limitó en gran medida a los hogares ricos, que no eran los principales beneficiarios de la ayuda de Covid. Estos hogares disponían de efectivo gratis porque no podían gastar sus ingresos existentes, como harían normalmente, en servicios. Y tuvieron la ventaja adicional, durante un tiempo, de unos tipos de interés ultrabajos.
La presión de voces como la de Summers llevó a una reducción temprana de las ayudas directas de Covid, que se redujeron justo cuando subieron los precios. Resulta chocante que, mientras que durante el Covid disminuyeron las tasas de pobreza infantil y de inseguridad alimentaria, dichas tasas volvieron a los niveles anteriores al Covid cuando finalizaron las ayudas. ¿Debería sorprendernos realmente que las familias afectadas, tras haber saboreado brevemente una vida mejor para sus hijos, fueran infelices?
Al mismo tiempo, empezaba a recuperarse el empleo, pero ¿qué empleo? En la mitología económica, la vida estadounidense se centra en el trabajo, en el compromiso con el mundo físico, en la granja, en el campo, en la fábrica, en la obra o en la carretera, que forja el carácter, pone a prueba la fortaleza y exige habilidades. Pero la mayoría de los empleos actuales no son así; prácticamente todos los nuevos empleos en Estados Unidos en los últimos 60 años han sido de servicios: en tiendas, oficinas, restaurantes; en contabilidad, teneduría de libros, mantenimiento y otras profesiones menores. La mayoría de estos empleos no son seguros ni están bien pagados, y a menudo se necesitan dos o más para mantener un hogar de clase media. Los costes de los desplazamientos y del cuidado de los niños hacen que muchos empleos secundarios apenas sean rentables. El alivio de la crisis y el desempleo forzoso dieron a muchos estadounidenses un respiro, que aprovecharon para replantearse su relación con el trabajo. Muchos decidieron no volver, razón por la cual la tasa de desempleo descendió y se mantuvo baja, aunque la relación empleo-población nunca se recuperó del todo.
Cuando la economía empezó a abrirse de nuevo, los empresarios necesitaron trabajadores. Las vacantes aumentaron. ¿Qué hacer? La opción de subir los salarios (y mejorar las condiciones laborales) nunca es atractiva, ya que las ganancias deben beneficiar a todos los trabajadores, no sólo a los recién contratados o recontratados. La alternativa es apretar a los que han abandonado la población activa hasta que sientan el pellizco y vuelvan, sombrero en mano, en busca de un empleo. Y esto podría hacerse, con la complicidad del equipo de Biden, dejando expirar las prestaciones Covid y subiendo los tipos de interés. Las subidas de precios, que aumentan directamente los beneficios, también aumentan la presión sobre los que no tienen trabajo. ¿Es una sorpresa que a la gente no le guste que la presionen para aceptar «trabajos de mierda»?
Mientras tanto, entraron en juego las políticas de Biden dirigidas a la industria, las infraestructuras y el medio ambiente, así como el incesante flujo de armas para Ucrania. Cualesquiera que fueran los méritos (o deméritos) a largo plazo de estos programas, su impacto político fue casi nulo. Las infraestructuras pasan desapercibidas, salvo como un molesto obstáculo en los desplazamientos diarios. La energía (si funciona) se introduce en una red existente y llega de forma invisible. Los chips estadounidenses y otros artefactos de la gran «guerra» con China no evocan ningún orgullo entre los consumidores corrientes de smartphones. ¿Por qué habrían de hacerlo? El crecimiento total de los puestos de trabajo en el sector manufacturero desde 2020 ha ascendido, hasta ahora, a unos pocos cientos de miles, apenas un mes de crecimiento normal del empleo en Estados Unidos. Los empleos en la construcción han aumentado en unos 800.000, pero muchos de ellos son ocupados por inmigrantes. No hay casi ningún efecto positivo visible en ninguna parte de la vida económica estadounidense, fuera de las capitalizaciones de mercado de unas pocas empresas, que, como todas las empresas, son propiedad principalmente de los ricos.
El golpe final y fatal para la Bidenomics fue el apoyo dado por la Casa Blanca a la Reserva Federal, una vez que el banco central empezó a subir los tipos de interés en marzo de 2022. Desde el principio, el presidente Biden dio su bendición - «Combatir la inflación es tarea de la Reserva Federal»- al tiempo que eludía su propia responsabilidad de actuar contra la subida de los precios. Los tipos de interés resultaron irrelevantes para la «lucha contra la inflación» -no frenaron el crecimiento económico ni aumentaron el desempleo-, pero congelaron el mercado inmobiliario, hicieron la vida miserable a las pequeñas empresas y socavaron la viabilidad de las inversiones a largo plazo, incluidos los proyectos de energías renovables. Mientras tanto, fluyeron enormes sumas en pagos a los bancos por sus reservas y a la pequeña minoría con grandes tenencias de letras del Tesoro. Los economistas de Biden nunca cuestionaron estos acuerdos. Se aferraron a la vil ortodoxia, dominante entre los demócratas desde la época de Robert Rubin, de que la independencia de la Reserva Federal es sacrosanta. Pero todo el sentido de un banco central «independiente» es derrotar cualquier programa económico que sirva al pueblo en perjuicio de las grandes finanzas.
Para ser justos, desde al menos la década de 1990 todas las administraciones demócratas se han visto paralizadas por la división esquizoide del propio partido. Los demócratas han llegado a depender de la financiación de los oligarcas de la banca, la tecnología, el entretenimiento y otros sectores de élite. Los votos, sin embargo, aún deben recogerse de las comunidades de bajos ingresos (y especialmente de las minorías), que forman una gran parte de lo que se denomina la «clase trabajadora» estadounidense. Pero, salvo en condiciones extraordinarias, este grupo recibe poco del gobierno (aparte de complacer su identidad), y lo que recibe -por ejemplo, el Crédito Fiscal por Ingresos del Trabajo- suele ser lo más invisible posible, para minimizar la oposición política. La pandemia permitió una excepción dramática, revelando brevemente cómo las condiciones podrían ser transformadas por una política radical. Pero en lugar de sacar provecho de este acontecimiento, el equipo de Biden optó por una vuelta a la normalidad. Mientras tanto, Biden prosiguió una agresiva campaña de confrontación y escalada en Ucrania y Oriente Medio, así como el combate económico con China: guerras imposibles de ganar en tres frentes.
Así que, aunque no creo que sea justo culpar a Bernstein y sus colegas de la derrota de Harris, que la mayoría de los estadounidenses no consideren los años de Biden como una época de feliz prosperidad no debería sorprender."
(James K. Galbraith , Un. Texas, Scheer post, 17/12/24, traducción DEEPL, enlaces en el original)
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