"PARTE I
En un acuerdo de 19 de mayo de 2011 (349/2011), la Junta Electoral Central (JEC) estableció que ni en la jornada de reflexión ni en la jornada de votación electoral podían autorizarse reuniones o manifestaciones públicas dirigidas a influir sobre los electores, según lo previsto en la legislación electoral. Entre los miembros firmantes del acuerdo de la JEC estaban dos que posteriormente fueron magistrados e incluso presidentes del Tribunal Constitucional, que siempre mantuvieron el mismo criterio.
Hace apenas siete meses, el pasado 4 de junio, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid dictó una sentencia en que, con ocasión de las elecciones al Parlamento Europeo del 9-J autorizó que el 8 y el 9 de junio (jornadas de reflexión y de votación) pudieran celebrarse reuniones a apenas 50 metros de la sede del PSOE en Madrid y en la misma esquina, precisamente, de la calle de Ferraz con Marqués de Urquijo en que se habían producido desde noviembre de 2023, durante varias semanas, actos violentos contra dicho partido y contra su secretario general (incluso quemar y apalear un muñeco que lo representaba) con ocasión de la ley de amnistía y de la investidura y con agresiones a las fuerzas de orden público.
El argumento del Superior para autorizar dichas concentraciones se fundaba en que en las mismas solo se pretendía rezar “el rosario por España y en defensa de la fe católica en todo el mundo” en ese preciso lugar. Así, anuló la decisión de la Junta Electoral Provincial de Madrid, que había autorizado las concentraciones todos los días desde el 31 de mayo, pero las denegó sólo para esas dos jornadas de reflexión y votación. Para el Superior madrileño ni el lugar (en la calle y no en una iglesia) próximo a la sede de un concreto partido político, ni los antecedentes del lugar como referente de oposición violenta al presidente del Gobierno y a su partido, ni la fecha elegida permitían sospechar que hubiera algún propósito de influir en los electores; tampoco del carácter estrictamente religioso del acto. La sentencia invocaba como argumento central otra del Constitucional (la 96/2010) que concedió amparo a una plataforma convocante de una manifestación el 8 de marzo de 2008 en celebración del Día Internacional de la Mujer (declarado por Naciones Unidas desde 1975) como se venía haciendo tradicionalmente y que coincidió casualmente en 2008 con el día de reflexión por la imprevisible convocatoria de elecciones generales —también autonómicas en Andalucía— aquel año.
No parece muy razonable parangonar la inopinada coincidencia casual de la tradicional celebración —con actos y manifestaciones— del Día Internacional de la Mujer de Naciones Unidas (el asunto de la sentencia del Constitucional 96/2010) con el rezo del rosario junto a la sede del PSOE, precisamente en las jornadas de reflexión y votación del pasado año.
Se trae a colación el caso como ejemplo de cómo el imperio de la ley parecería frustrarse cuando esta deja algún espacio —aunque en este caso es difícil verlo— a la interpretación tanto de la norma, como de los hechos a los que esta se aplica. Pese a la decisión del Superior, los hechos parecen objetivamente revestir apariencia de querer influir en los electores: concentraciones en una vía pública inmediata a la sede de un partido político, precisamente solo durante la quincena electoral, incluida la jornada de reflexión y votación. Para los promotores —sin duda buenos creyentes— debía ser evidente que sus rezos serían escuchados por la Virgen, aunque fuera dentro de una iglesia y no en la vía pública. También debía ser evidente para ellos, como para todos, que el problema no era que la Virgen no se enterase del motivo de su rezo de no hacerlo en la calle, sino que fueran los electores quienes no lo hicieran.
El Superior no lo vio así. No se trata aquí de poner en duda, en absoluto, la rectitud de intenciones de los magistrados, pero sí de destacar la violación de la ley electoral. Y lo que es más grave y relevante para el Estado de derecho: comprobar cómo ocurre que en la interpretación por los jueces de la ley y de los hechos a los que aquella se aplica pueden influir en ocasiones las convicciones morales de los jueces, aunque ni ellos mismos lo perciban. Convicciones o sentimientos morales en la idea de John Rawls (Liberalismo político) que no tienen que ver solo con creencias o ideologías de todo tipo, sino incluso con emociones y prejuicios culturales en el sentido de la filósofa Martha Nussbaum (La fragilidad del bien) sobre la función cognoscitiva de dichas emociones y, también, de Xavier Zubiri (Inteligencia sentiente), así como de Ronald Dworkin. Convicciones en ocasiones inducidas también por “el miedo a desagradar (..) o el deseo de agradar a los poderes (..), entre ellos el político, el jerárquico, el económico, el mediático o el ejercido por la opinión pública” que pueden comprometer la independencia incluso “respecto de sus homólogos y distintos grupos de presión” como reconoce la Declaración de Londres de 2010 de la Red Europea de Consejos de Justicia sobre deontología judicial y, en sentido semejante, los Principios de Bangalore sobre Conducta Judicial de Naciones Unidas.
Vaya por delante que en la inmensa mayoría de los casos las leyes son suficientemente explícitas y los hechos claros como para que no haya espacio para distorsiones y falencias en el respeto al imperio de la ley. Pero como muestra el caso del rezo del rosario por España y la fe católica, en ocasiones ese alejamiento de la ley se produce más de lo que pudiera esperarse. La razón tiene que ver, generalmente, con la inevitable interacción de las convicciones morales del juzgador en los espacios que la ley deja imprecisos y abiertos, o en la apreciación, calificación y valoración de los hechos y conductas a los que hay que aplicar la ley. Más vale reconocer esa interacción y enfrentarse a esas situaciones para solucionarlas correctamente.
El problema central del derecho y del imperio de la ley no está en el apartamiento deliberado de su mandato, sino en que puede producirse sin mala conciencia alguna ni mala intención de los autores de su aplicación. Desde luego, lo más grave será siempre una deliberada voluntad y conciencia de deformar, aplicar mal o inaplicar la ley, pero eso será siempre algo absolutamente excepcional, cuyo tratamiento corresponderá, en su caso, a la jurisdicción penal, pero no supone problema teórico alguno ni para el derecho ni para el Estado de derecho.
Lo relevante para el derecho (para el imperio de la ley, la independencia de la justicia y la separación de poderes) es que el alejamiento de sus mandatos se deba a no ser conscientes de que en algunos casos (una minoría, desde luego, en relación con el enorme volumen que resuelven nuestros tribunales) los jueces han de resolver asuntos en los que los criterios de decisión pueden estar condicionados por convicciones morales de los que el propio juzgador no siempre es siquiera consciente. Sólo si empezamos por reconocer que ello puede ser así en algunos casos, estaremos en condiciones de evitar que sean las convicciones íntimas, individuales y personales del juzgador las que —al no esforzarse en descubrir el sentido de la ley en una comprensión integral, ponderada e integradora del entero ordenamiento jurídico con sus principios y valores— comprometan el imperio de la ley y la separación de poderes.
Tal es la cuestión central más relevante de la permanente preocupación de los juristas por preservar la democracia garantizando la separación de poderes comprometida y vulnerada si los órganos del poder judicial prescindiesen de la ley o le hicieran decir lo que no dice.
PARTE II
El caso del rezo del rosario junto a la sede de un partido político muestra cómo las convicciones morales del juzgador pueden influir en su decisión. Hay muchos casos semejantes, aunque en la gran mayoría de resoluciones judiciales esa influencia no se produzca. Especialmente expresivas son aquellas en que el Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo o el Tribunal de Justicia de la UE resuelven en contra de lo decidido en sentencias de nuestros tribunales. Eso ocurre con todos los países europeos, entre ellos los más ejemplares, por lo que sería un grave error interpretarlo como un defecto peculiar de nuestro sistema judicial, cuando es mera expresión de cómo —pese a tener las mismas normas (Convenio de Roma o Carta de los Derechos Fundamentales de la UE) o muy semejantes, sin hablar ahora de convenios internacionales— las convicciones morales del juzgador (también, claro, los errores de juicio) pueden determinar, incluso inconscientemente, sus decisiones cuando las normas dejan, inevitablemente, espacios vacíos o imprecisos al interpretarlas o aplicarlas a concretos y singulares casos.
Entre los ejemplos de esos otros casos de influencia de dichas convicciones puede citarse la sentencia 749/2022 del Tribunal Supremo sobre los ERE de Andalucía, analizada en estas mismas páginas, que el Constitucional declaró que infringía derechos fundamentales. También la del caso Atutxa (STS 54/2008), que cambió la doctrina sobre los límites de la acción popular, fijada previamente en el caso Botín; sentencia aquella que el Tribunal de Estrasburgo declaró violadora del derecho a ser oído en juicio equitativo.
Igualmente, el caso de la condena de inhabilitación para el derecho de sufragio pasivo de un diputado canario de Podemos —accesoria de pena de privación de libertad de un mes y 15 días— que, en realidad, el Código Penal no permite imponer como tal pena privativa de libertad, según la correcta interpretación del Constitucional, que declaró (STC 8/2024) que la sentencia del Supremo (STS 750/2021) había violado su derecho a la legalidad penal. El Supremo no debió imponer tal pena de inhabilitación —accesoria de una pena principal privativa de libertad—, pues si la ley no permitía en dicho caso imponer la principal era imposible imponer la de inhabilitación accesoria de la primera.
Diversas sentencias del Tribunal de Estrasburgo han declarado violaciones de derechos del Convenio de Roma, en gran parte en asuntos penales (asuntos Del Río Prada contra España, Saquetti Iglesias contra España, y tantas otras), en los que, en ocasiones, estaban también involucrados el Supremo y el propio Constitucional, que no habían apreciado exceso alguno. Igual ocurre con sentencias del Tribunal de Luxemburgo en condenas a España sin que nuestro poder judicial apreciara infracciones del derecho de la UE (Asunto C-154/15 sobre cláusulas suelo).
Un último y muy reciente asunto merece citarse: el auto del pasado 1 de julio de la Sala Segunda del Supremo en el que la mayoría de la Sala, con un voto particular en contra, acuerda no aplicar a los condenados por malversación en su sentencia del procés de 2019 la ley de amnistía. La negativa concreta del auto mayoritario no se funda en que dicha ley sea inconstitucional (sólo posteriormente suscitaría la cuestión de inconstitucionalidad), sino, exclusivamente, en que, siendo consciente de que el legislador ha querido amnistiar aquella malversación, entiende que una cosa es lo que quiera el legislador y otra lo que la ley dice. Pero parece evidente que no solo es el legislador quien lo quiere, sino la propia letra de la ley. El auto mayoritario contradice de una forma que parece artificiosa su letra al sostener que, aunque la ley de amnistía dispone (arts. 1.1 y 1.4) que se amnistían, entre otros delitos, las malversaciones en el marco de los hechos del procés, la propia ley lo condiciona a que el condenado “no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”. El artificio aparece cuando, con olvido de las palabras de la ley —es decir, de la dimensión subjetiva de todo “propósito” de obtener un beneficio personal—, lo objetiva y sustituye, invocando la jurisprudencia del Supremo, por el beneficio patrimonial que supondría el ahorro de no tener que pagar por algo que, aunque no incrementa el patrimonio personal, evitaría que disminuyese.
Lo importante es que, aparte de prescindir del sentido vulgar y coloquial de lo que es obtener un beneficio personal de carácter patrimonial, prescinde del art. 1.4 de la ley de amnistía (artículo en realidad innecesario, por ajeno a toda idea de beneficio en el tipo de malversación, entonces vigente, por el que se les condenó) que dispone inequívocamente que “no se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos a las finalidades” de las conductas del procés, entre las que menciona, expresamente (art. 1.1) la malversación. Es decir que, donde la ley ordena incontestablemente que no se considere “enriquecimiento” la malversación para finalidades del procés, el auto sí lo considera, pese a ser para tales finalidades. Ciertamente, el art. 1.4 excepciona de su aplicación a quienes sí hayan tenido el propósito de “obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”, pero, justamente, eso confirma la única interpretación lógica: la ley quiere que se entienda que —pese a que se pudiera considerar por alguna jurisprudencia que hay un enriquecimiento indirecto o en tercera derivada— quiere expresamente amnistiar al malversador para fines del procés que no haya tenido “propósito” de un enriquecimiento personal en el sentido vulgar y directo de qué es un enriquecimiento personal. El auto no argumenta que tuvieran ese “propósito” subjetivo ni podía hacerlo, pues la sentencia condenatoria prescindió de ello en una malversación que, entonces, no tomaba en cuenta ni ánimo de lucro ni beneficio alguno.
Tampoco parece consistente el auto en que el beneficio personal “es inobjetable si se tiene en cuenta que todos ellos incurrieron en una responsabilidad contable (…) de la que se deriva una obligación de indemnizar” (art. 38.1 de la Ley Orgánica 2/1982), pues la obligación de indemnizar —contable o no— no prueba enriquecimiento alguno del obligado. Que un conductor esté obligado a indemnizar al dueño de otro vehículo por el daño imprudente que le ha causado no se fundamenta en que se haya enriquecido al dañarlo, sino en que el tercero no tiene por qué soportar ese daño.
Tampoco se entiende la inaplicación de la amnistía a malversadores por afectar su delito a “intereses financieros” de la UE, cuando el auto reconoce que los hechos probados no permiten conectar la malversación con ayudas o fondos europeos. En su lugar, entiende que la eventual independencia pretendida tendría “nefastas consecuencias recaudatorias, más que previsibles, para la Unión Europea”. Parece inconsistente prescindir del daño a los intereses financieros de la UE por la concreta malversación y sustituirlo por el que provocaría la hipotética independencia. Menos todavía se comprende que no suscitara, como tenía obligación y antes de denegar la aplicación de la amnistía por esa causa, una cuestión prejudicial a la UE para ver si la hipotética independencia de Cataluña —no la concreta malversación— afectaría a dichos intereses financieros.
Sobre la inoportunidad política de la amnistía me he pronunciado claramente en estas páginas. Ahora, desde esa misma posición personal, la cita del auto del pasado 1 de julio, entre los demás casos reseñados, se hace fundamentalmente porque es útil para probar cómo en casos como ese —fuente de inevitables emociones y sentimientos— las convicciones morales del juzgador suelen influir en sus decisiones sin que, con toda seguridad, lleguen siquiera a percatarse de que se inaplica o malinterpreta la ley, condicionados por el rechazo personal que puedan sentir por su resultado.
Lo importante, ahora, es tomar conciencia de ello, como primer paso para conjurar los riesgos que entraña para el imperio de la ley y la separación de poderes.
PARTE III
El recordatorio de algunas sentencias de nuestros tribunales prueba que en nuestro país ocurre lo mismo que en el ámbito judicial y en la literatura jurídica de lo que dábamos en llamar Occidente: que las convicciones y sentimientos morales —cualesquiera que sean los términos con que se denominen— pueden influir en las decisiones de los tribunales. Kelsen, el gran teórico del positivismo, consideraba “norma inferior” (en la jerarquía de fuentes) la que crea para el caso concreto la sentencia judicial teniendo en cuenta no solo la ley “sino también otras normas no jurídicas relativas a la moral, a la justicia o el bien público” (aparte de otros valores), sosteniendo que la creación de esa norma inferior “se deja a la libre apreciación del órgano competente” en lo que no estuviese determinado por la legislación (Teoría pura del Derecho, X.5). Es en esas “normas no jurídicas” donde surgen y anidan, justamente, las convicciones morales. Semejante posición a la del gran maestro del positivismo mantuvo Hart, aunque la aclaró en el sentido de que esa discrecionalidad o libre apreciación no tenía por qué ser ni capricho ni arbitrariedad, reduciendo así diferencias con Dworkin, su crítico, que provocativamente subtituló como “Lectura moral de la Constitución americana” su libro El Derecho de las libertades. Recordar a estas figuras del Derecho no pretende más que constatar el acuerdo sobre la relevante presencia e influencia de las convicciones morales en las decisiones judiciales —con esa u otras denominaciones, pero para referirse a lo mismo—, sin entrar aquí en más detalles sobre las tesis y debates de los citados autores.
Igualmente, nuestra Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa evita hablar, deliberadamente, de conformidad de la actuación administrativa con la Ley para sustituirla por conformidad a Derecho u ordenamiento jurídico, para que no olvidemos “que lo jurídico no se encierra y circunscribe a las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y a la normatividad inmanente en la naturaleza de las instituciones” (E. M).
El reto, entonces, es cómo conseguir que las convicciones morales se correspondan lo más posible con las que se deducen del conjunto de principios y valores que inspiran la Constitución y el ordenamiento y, así, evitar que caprichosas o sentimentales convicciones de cada juez —no ajustadas a principios y valores del ordenamiento, (integrado básicamente por la Constitución y las leyes, aunque no sólo por ellas)— puedan ser las que determinen la interpretación y aplicación del Derecho, apartándose de sus principios y valores. Tal apartamiento no es extraño si se piensa que los principios y valores del orden constitucional —y los derechos fundamentales que están en su base— se muestran con frecuencia en tensión entre ellos, cuando no en contradicción: libertad de circulación y restricciones a la misma en la pandemia de la covid-19; o libertad de expresión frente a derecho al honor o frente a una jornada de reflexión establecida en garantía de la serena libertad de participación política del ciudadano-elector; o derecho a dar información y derecho a la intimidad o finalmente —y por no seguir— eutanasia y derecho a la vida.
Son esas tensiones, sentidas a veces como contradicciones, las que exigen conciliar hasta donde sea posible todos los derechos y valores en presencia. En definitiva, dar preferencia a unos sobre otros o, incluso, sacrificar unos en beneficio de otros, si no hubiera otro modo de articulación o restricción. Ponderar derechos fundamentales entre sí o con otros bienes constitucionales exige sopesar valores y principios inefables a veces; inefables por difíciles de expresar y concretar en normas generales abstractas aisladas del contexto y de las precisas circunstancias del caso en que entran en conflicto y, así, inasequibles para esa norma general.
Y es ahí donde el juez, obligado a dar una solución, puede hacerlo sin percatarse de que, en esa ponderación de principios y valores, corre el riesgo —él y cualquier jurista— de ser siervo inadvertido de sus prejuicios, sentimientos y representaciones. No se trata de reprochar nada a los jueces, al contrario: de señalar los insondables retos de su función, que son también la razón de su mérito y prestigio, cuando en esas situaciones logran encontrar —esforzándose en extraerla del ordenamiento jurídico y no de sus personales emociones, intuiciones y convicciones— la fórmula magistral de conciliación y articulación de los principios y valores en tensión en cada caso.
Reconocer la influencia de las convicciones morales implica asumir el mandato de que, cuando la ley deja lagunas o espacios sin cubrir, los jueces tienen que ser conscientes y aceptar como regla de conducta —al echar mano de la ponderación de principios y valores— la de esforzarse en contrastar sus convicciones personales intuitivas o emocionales para verificar que encajan con las correspondientes a una interpretación integral del ordenamiento y del pluralismo de valores presentes.
Ello exige reflexionar seriamente sobre cómo asegurar, para la formación de doctrina por el Tribunal Supremo, una búsqueda deliberativa colegial del sentido y significado tanto del ordenamiento como de los hechos concretos objeto de la decisión; una búsqueda deliberativa del mayor ajuste de las plurales convicciones morales de cada magistrado a principios y valores del ordenamiento. Tal cosa solo es posible garantizando que concurran en cada Sala del Supremo (también en órganos colegiados) magistrados independientes y competentes que sean expresión de las plurales sensibilidades presentes en una sociedad de la que el pluralismo es un valor superior.
El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) pretendía, justamente, garantizar todo eso evitando que fueran los ministros de Justicia los determinantes tradicionales de la composición de órganos judiciales interviniendo en los ascensos y carrera de los magistrados. La composición plural del CGPJ, asegurada al exigir una mayoría de tres quintos de cada cámara de las Cortes, obligaba a preservar el pluralismo en las decisiones del propio CGPJ sobre la carrera judicial, al tener que tomarlas por mayoría igualmente cualificada. La renovación del CGPJ cada cinco años —no coincidente en principio con los cuatro de cada legislatura— aseguraba ajustes moderados y no rupturistas a las nuevas preferencias y sentimientos sociales.
Ese sistema se ha roto por un bloqueo por parte del principal partido de la oposición que ha impedido la renovación del CGPJ durante cinco años, como antes había hecho también cuando estaba igualmente en la oposición. Eso pone en duda la continuidad de un sistema de Consejo Judicial que ha sido manipulado y puede volver a serlo.
Lo verdaderamente grave no es el CGPJ —órgano importante, pero solo instrumental para garantizar la independencia judicial— sino la Justicia misma, cuya legitimación ha quedado afectada por tal bloqueo. La ciudadanía ha podido legítimamente presumir que el objetivo directo del bloqueo —cuando su autor pasa a la oposición y toca nombrar otro CGPJ— no fue otro que impedir que el nuevo CGPJ (con otra composición de las Cortes) cumpliera esa misión de ajuste moderado a las nuevas preferencias sociales. Al impedirlo —y seguir ocupando la institución quien ya no debía con nombramientos de miembros de órganos judiciales— son estos órganos quienes sufren haber quedado en entredicho, sin poner en duda aquí la capacidad y méritos de los designados. Quedan en entredicho al haberse alterado irremediablemente cuando correspondía la presencia plural y equilibrada de convicciones y sentimientos morales en los órganos judiciales, decisiva para el imperio de la Ley y la separación de poderes como hemos visto.
Habrá que mantener la esperanza pese a todo; pese
a que la positiva renovación del CGPJ no sea fruto espontáneo del
cumplimiento de obligaciones constitucionales, sino cesión ante la
amenaza de persistir en el dilatado bloqueo —prolongando así el
deterioro de la Justicia— si no se aceptaba una adicional en la Ley
imponiendo un informe que prescindiera de los mejores modelos de
independencia judicial existentes en Europa."
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