"Cada paso que ha dado Trump desde que tomó posesión del cargo ha supuesto una nueva sorpresa negativa para Europa. Entre otras, el discurso de Vance en Munich, la comparecencia de prensa de Zelenski en la Casa Blanca, la actitud de Musk con la AfD o el modo de impulsar el fin de la guerra de Ucrania. Pero quizá la menos esperada por las élites europeas haya sido la imposición de aranceles tan elevados, ya que constituye una recomposición del orden internacional en toda regla.
Es cierto que la sorpresa no debería ser tal, porque Trump había anunciado, antes, durante y después de las elecciones, cuál era su plan. Es la misma persona que afirmó que “arancel” era la palabra más bella de la lengua inglesa. Es la que aseguró, en un acto organizado por Bloomberg durante la campaña, que todas las ideas que habían defendido los economistas ortodoxos estaban equivocadas y que eran la causa de los problemas estadounidenses. Es el mismo que sostuvo que el mundo estaba robando a EEUU y que era hora de arreglarlo. El que no cesó de repetir que su país tenía que recuperar la industria.
A pesar de todas las advertencias, esas élites a las que pretende desplazar confiaban en que todo se quedase en palabrería. Al fin y al cabo, las derechas continentales veían la iniciativa del DOGE como necesaria porque el tamaño del Estado y el elevado gasto público eran un problema, y desde luego porque simpatizaban con los recortes de impuestos y con la anunciada desregulación. Lo lógico era que diera marcha atrás en su propósito de dictar aranceles o que, si lo llevaba a efecto, fuera en términos poco agresivos.
Desde el ‘Día de la Liberación’, las alarmas se han disparado del todo: la globalización se ha terminado, y lo ha hecho porque el país más poderoso del mundo lo ha dictado así.
El anuncio ha generado sensación de caos, pero, sobre todo, ha provocado una notable desorientación. La dureza de los aranceles era inesperada, y parece difícilmente comprensible. Los expertos de la vieja escuela y las élites europeas han reaccionado a ellos recrudeciendo las habituales descalificaciones personales que utilizan con Trump: estas medidas solo se explican por su ego, por su locura, por su ignorancia o por su incapacidad. No puede haber nada más que eso; no cabe la hipótesis de un plan. Y si lo hay, es el de un descerebrado.
Los aranceles son una sanción que el imperio impone a sus enemigos y una forma de obtener tributos de sus aliados
El aparente sinsentido de las medidas tomadas por Trump ha servido, además, para ratificar la superioridad intelectual con que el mundo liberal se contempla, el del jardín frente a la jungla, el de los valores frente a la inmoralidad, el de la racionalidad frente a lo carente de evidencia científica. Por eso, sus conclusiones sobre las acciones de la administración Trump oscilan entre las burlas continuas y los vaticinios sobre su inevitable fracaso.
Un buen ejemplo son las chanzas sobre el cálculo que la administración Trump ha realizado para imponer los aranceles a cada país. La fórmula utilizada es irracional y tiene poco que ver con la realidad de los intercambios, lo que demuestra, una vez más, la estupidez de los trumpistas. Sin embargo, esa actitud, más que la ineficacia de los republicanos, subraya la ingenuidad de sus adversarios, porque esto no va de hacer las operaciones matemáticas correctas, sino de poder. Los aranceles son una sanción que el imperio impone a sus enemigos, y una forma de obtener tributos de sus aliados.
El mundo liberal no ha acertado mucho en los últimos quince años: no vio venir ninguna de las crisis que Occidente tuvo que afrontar
La administración Trump dirige el país con el ejército más grande del mundo, el que cuenta con la moneda de reserva, el que concentra el capital, posee fuentes de energía suficientes y es una gran potencia tecnológica. Puede hacer muchas cosas solo con el peso de su fuerza. Desdeñar ese aspecto es hacerse trampas, como lo es quedarse en la denuncia airada.
Pero como el aspecto del poder no ha sido entendido, todo oscila entre la burla y el pronóstico del fracaso, que es más la expresión de un deseo que un análisis fundado. Tampoco es que el mundo liberal, economistas incluidos, haya acertado mucho en los últimos quince años, porque no vio venir ninguna de las crisis que Occidente ha tenido que afrontar.
Convendría, pues, hacer menos predicciones y más análisis. Dado que no sabemos lo que ocurrirá en el porvenir, resultaría idóneo entender bien el presente, porque un conocimiento aproximado suele ofrecer instrumentos para salir bien de épocas complicadas. En lugar de intentar adivinar qué ocurrirá en los próximos años, sería más adecuado intentar construir el futuro.
Especialmente porque ha sido esa falta de diagnóstico y de visión la que ha convertido a España y a Europa en espacios reactivos. La crisis de 2008, la del covid, la invasión de Ucrania, la alteración de las cadenas de suministro, la inflación y las debilidades en defensa constituyen una serie de acontecimientos encadenados que pillaron por sorpresa a la Unión Europea. La consecuencia ha sido, en todos los casos, que hemos tenido que invertir dinero, y en grandes cantidades, para rescatar a diversos sectores. Esas ayudas beneficiaron a la población eventualmente, pero la mayor parte de las ocasiones han generado facturas que estamos pagando aún en forma de pérdida de nivel de vida. Ahora toca aportar para apoyar en dos nuevas áreas, la inversión en defensa y los sectores dañados por los aranceles de Trump. Para este objetivo, Sánchez ha anunciado que pondrá sobre la mesa 14.000 millones de euros y el Partido Popular ha declarado su apoyo a la intención, pero no tanto al plan.
Las repetidas crisis hubieran debido servir para constatar las debilidades estratégicas de la región y para arreglarlas. No ocurrió así
Quizá este sea un momento idóneo para que se reconozca la debilidad de partida. España y la Unión Europea, fruto de la fiebre mercantilista, han vivido mirando al exterior de manera permanente. Se trataba de aprovechar nuestra posición en la división internacional del trabajo, pero eso nos hizo más dependientes: de las exportaciones y de los mercados exteriores, de los bienes baratos chinos, de la energía rusa (en el caso alemán), de la esfera financiera estadounidense y de su paraguas militar y tecnológico. En realidad, Europa poseía escasas fortalezas propias, más allá de una moneda y de un mercado poderoso de alto poder adquisitivo. Durante la época global, esto parecía asegurar la prosperidad. Después llegaron las crisis, que hubieran debido servir para constatar las debilidades estratégicas de la región. No ocurrió: no se pensó en construir todo lo que internamente era necesario para contar con fortaleza propia. En cada sacudida, Europa intentó tapar el agujero y, en lugar de reforzarse, siguió mirando hacia el exterior, de modo que cada nuevo giro volvía a golpearnos.
Y fue todavía peor, porque hubo una época en la que se contaba con el capital suficiente como para reconstruir esas capacidades estratégicas con cierta facilidad. Durante años, Alemania gozó de superávits continuos gracias a la estructura del euro, que permitía mantener la competitividad de sus empresas. Era el momento en que ese capital tendría que haberse invertido en la economía alemana y en la europea. No se hizo, y se prefirió apostar por las subprime estadounidenses y el ladrillo español. Y ni siquiera tras la crisis, cuando las carencias eran evidentes, se cambió el rumbo y se apostó por revitalizar la economía interna europea. Se prefirió seguir mirando, una y otra vez, hacia el exterior. Por eso éramos cada vez más débiles: de pronto, los productos que venían de fuera ya no eran tan baratos, la energía faltaba o se encarecía, no contábamos con mascarillas y con material sanitario, y no teníamos una capacidad productiva suficiente en el ámbito militar. Para acabar de arreglar las cosas, también las exportaciones han quedado dañadas con los aranceles.
La respuesta europea continúa siendo encontrar nuevos mercados exteriores que suplan el daño causado por los aranceles, además de ayudar a las empresas exportadoras. Es probable que sea conveniente, pero desde luego no es lo único que se debe hacer, y ni siquiera lo más importante. Es el momento para Europa de reorganizar su economía con el foco puesto en el interior.
La inversión en defensa es un ejemplo. Si al final consiste en comprar armas a los estadounidenses, se continuará mirando hacia el exterior, y provocará consecuencias internas negativas. Si se aprovecha para construir capacidad productiva propia, acabará generando actividad económica y empleo. Pero el mismo hecho de tener que invertir en defensa deja una pregunta en el aire. Si es necesario contar con industria militar propia, ¿por qué iba a ser diferente en otras áreas?
España afronta debilidades no resueltas. La más importante, la falta de mentalidad estratégica del conjunto de nuestra política
Es el instante de cambiar la perspectiva, porque estar permanentemente expuestos al exterior es lo que ha causado nuestros problemas. Y más ahora, cuando el mundo tiende a cerrarse. Es el momento de pensar en el mercado interior, en todas sus facetas. Europa está poco preparada para eso, también por una mentalidad que no termina de marcharse, pero se verá obligada por las circunstancias internacionales.
Esto es particularmente importante para España, porque nos abre posibilidades. En una UE desorientada, con Alemania intentando agarrarse a una nueva época y una Francia cada vez más débil, España podría articular una nueva influencia. Existen algunas fortalezas objetivas, ligadas a una economía cuyas cifras son positivas, al desarrollo de una energía abundante y barata, y a nuestras conexiones con otras regiones del mundo, lo que ofrece amplias posibilidades diplomáticas.
Sin embargo, existen debilidades no resueltas. Entre ellas, la falta de mentalidad estratégica del conjunto de nuestra política. Somos un país cuyas principales empresas no son suyas. Es extraño que una parte sustancial del mercado eléctrico español esté en manos de una empresa pública italiana (parcialmente privatizada); es poco conveniente que no articulemos recursos para impulsar nuestra industria y nuestra economía (no contamos con una empresa pública o con un fondo soberano que pueda ayudar en esa tarea); no es lógico que el capital español, en lugar de desarrollar el país o de impulsar iniciativas a nivel europeo, acabe colocado en la esfera financiera estadounidense. Mirar hacia el interior implica comenzar a desarrollar nuestras capacidades, lo que nos proporcionará mayor influencia en la UE, pero también fuera de ella. Y, sobre todo, contribuirá a que lo exterior quede supeditado a la vitalidad interior. Ese es el signo de la época, ignorarlo durante más tiempo no será provechoso." (Esteban Hernández , El Confidencial , 06/04/25)
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