"La historia no se repite, pero rima. Hay ciertos conceptos que
reaparecen en la historia en momentos similares: la reindustrialización
es uno de ellos. En 1984, el gobierno del Estado español aprobó la Ley
de reconversión y reindustrialización. Esto ocurría en mitad de la fase
dura de la reconversión industrial, después de la pérdida de más de
600.000 empleos en la industria y el cierre de innumerables empresas
manufactureras desde 1977. Durante los últimos años, los pasillos
institucionales de la Unión Europea han amplificado el discurso de la
reindustrialización verde. Bajo esta retórica, se están aprobando
diferentes planes estratégicos orientados a mejorar la competitividad de
la industria europea y avanzar en la transición energética. Sin
embargo, el escenario de crisis industrial europea en que ocurre esto
exige un análisis de fondo. Parece que cada vez que oímos hablar de
reindustrialización las personas trabajadoras de la industria deben
echarse a temblar.
El otoño de los despidos en la industria
A inicios de 2024, la Confederación Europea de Sindicatos (CES) advertía
de la pérdida de 853.000 empleos en la industria manufacturera de la
Unión Europea entre 2019 y 2023. Esta caída ocurrió después de una
década de relativa estabilidad en el empleo industrial. Lejos de
corregirse, las turbulencias económicas del último año apuntan hacia una
profundización de la tendencia. Hacemos un repaso de algunos hitos
principales, especialmente centrados en la industria de la automoción.
En julio de 2024, Audi anunció el cierre de su fábrica en Bruselas,
despidiendo a sus 3.000 personas trabajadoras. La decisión viene
motivada por una reestructuración que pone fin a la producción del único
modelo que se fabricaba en las instalaciones por una previsión de
fuertes caídas en las ventas. El cierre está previsto en febrero de
2025. A esto se suma el plan de reestructuración anunciado en noviembre
de 2024, que implica la reducción del 15% de su plantilla en Alemania
con el despido de 4.500 personas trabajadoras.
En septiembre de 2024, Volkswagen anunció que estaba
considerando cerrar varias fábricas en Alemania por primera vez en sus
87 años de historia. Esto supone la ruptura de su compromiso de
protección de empleo que llevaba en vigor desde 1994 y prohibía los
despidos en Alemania hasta 2029. La decisión se encontraba motivada por
el fracaso de su plan de ajuste con el que esperaba reducir los costes
operativos en 10.000 millones y, de ese modo, elevar su margen de
beneficios. En diciembre de 2024 se alcanzó un acuerdo con el sindicato
IG Metall por el que se evitará el cierre de plantas, pero se suprimirán
más de 35.000 puestos de trabajo hasta 2030 a través de prejubilaciones
y bajas voluntarias. El acuerdo incluye la reducción de la capacidad
productiva en 743.000 unidades anuales en cinco de sus fábricas
principales.
En noviembre de 2024, Ford anunció 4.000 despidos en Europa para finales
de 2027. Esto supone una reducción del 14% de su plantilla en el
continente, que se concentrará especialmente en Alemania, aunque también
afectará al Reino Unido. La decisión se justifica por una caída del 18%
en sus ventas respecto al año anterior y por los obstáculos
competitivos en Europa debido a las regulaciones sobre las emisiones de
los nuevos vehículos. En el caso de la fábrica de Ford en Almussafes
(Valencia), en julio de 2024 aprobó su cuarto ERE en los últimos cinco
años, a través de los cuáles ha reducido su plantilla de 6.700 a 4.200
personas trabajadoras. La planta espera operar con un excedente de
plantilla del 50% hasta que en 2027 se les asigne la producción de
baterías y un nuevo modelo eléctrico.
Ya en 2022, el consejero delegado de Stellantis amenazaba con que las
bajas ventas en Europa implicaban que podrían sobrar 11 fábricas de
coches. Este grupo automovilístico es conocido en el sector por su
violenta estrategia de ajuste de costes, que entre 2020 y 2023 ha
supuesto la supresión de 23.000 empleos en Europa. En 2024, la
producción de Stellantis en Italia ha caído en un 40% respecto al año
anterior, llegando al nivel más bajo desde 1956. En noviembre de 2024
anunció el cierre de su fábrica de furgonetas Vauxhall en Luton (Reino
Unido), que afectará a más de 1.100 personas trabajadoras. Ese mismo
mes, la compañía presentó un ERTE en su fábrica de Figueruelas
(Zaragoza) que, en 2025, afectará a 4.200 personas de las 5.000 que
conforman la plantilla.
Esta oleada de cierres y despidos en las plantas ensambladoras de la
automoción expande sus efectos a lo largo de toda la cadena de
suministro. La Asociación Europea de Proveedores de Automoción (CLEPA)
afirma que en 2024 se han suprimido 30.000 empleos en toda la industria.
En febrero de 2024, el fabricante francés de salpicaderos y sistemas de
escape Forvia anunció su intención de suprimir 10.000 empleos en Europa
en los próximos cinco años. Ese mismo mes, el grupo alemán de
automoción y neumáticos Continental anunció 7.150 despidos para ser más
competitiva en el giro hacia el vehículo eléctrico. En noviembre de
2024, el grupo de neumáticos Michelin anunció el cierre de dos plantas
en Francia, en las que trabajan 1.254 personas. También en noviembre de
2024, el grupo Bosch anunció un plan de ajuste que incluye el despido de
5.500 personas trabajadoras antes de 2028, la mayoría de ellas en
Alemania.
Aguas abajo, las consecuencias alcanzan a la industria siderúrgica: la
automoción representa el 17% de la demanda de acero de la Unión Europea.
En noviembre de 2024, Thyssenkrupp anunció un plan de reestructuración
que incluye una reducción del 40% de la plantilla de su filial
siderúrgica antes de 2030. Esto supondría la supresión de 11.000
empleos, que la compañía justifica por el contexto de baja demanda
estructural de acero de la industria europea, la creciente competencia
asiática y la situación de sobrecapacidad y baja rentabilidad de los
fabricantes europeos. En diciembre de 2024, el gobierno alemán propuso
topar el precio de la electricidad para la industria del acero y no
descarta el rescate estatal de Thyssenkrupp.
Aunque gran parte de estos cierres y despidos se localizan en Alemania,
sus efectos cruzan rápidamente las fronteras. La industria vasca ya se
está viendo afectada por su dependencia hacia las exportaciones hacia
Europa y Estados Unidos. En los tres primeros trimestres de 2024 las
exportaciones vascas han caído en un 5%, alcanzando una caída del 17% en
las ventas hacia Alemania. La patronal guipuzcoana (ADEGI) anunció que
la ralentización de la economía alemana incidirá especialmente en su
industria de la metalurgia y la automoción, y que el 21% de las empresas
de industria metálica guipuzcoana creen que reducirán sus plantillas en
el futuro próximo.
Tres décadas fracasadas de política climática neoliberal
Detrás de esta crisis industrial hay una combinación de factores
estructurales y coyunturales, geopolíticos y económicos. Por la
importancia que tiene, nos interesa centrarnos en la relación entre
crisis industrial y transición energética.
Actualmente, en la Unión Europea, nos enfrentamos a las consecuencias de
tres décadas de política climática neoliberal. Desde mediados de los
años 90, las políticas de transición energética se han basado en la
aplicación de mecanismos de mercado. El papel que han jugado los
gobiernos ha sido el de incentivar la innovación y la inversión privada,
garantizando la rentabilidad de los nuevos mercados. El enfoque
dominante se ha basado en la lógica del palo y la zanahoria: penalizar
los combustibles fósiles asignándole un precio a las emisiones de
carbono y promover las tecnologías bajas en carbono a través de
subvenciones.
Bajo este marco, la Unión Europea se ha marcado el objetivo de reducir a
un 55% sus emisiones de carbono en 2030. La última década ha estado
marcada por una intensa actividad legislativa y regulatoria. La nueva
fase del régimen de comercio de derechos de emisión (RCDE UE) reduce la
asignación gratuita de cuotas a las instalaciones más contaminantes. El
Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono (MAFC) busca evitar la
deslocalización de la producción de cemento, hierro y acero,
fertilizantes o aluminio. Y el Reglamento Euro 7, prohíbe la venta de
turismos y furgonetas con motores de combustión interna que generen
emisiones de CO2 a partir de 2035.
El problema de este enfoque es que el capital privado no ha estado a la
altura durante estas décadas. Guiada por la búsqueda de beneficios a
corto plazo, la industria europea no ha desarrollado las inversiones que
requiere una transición productiva a gran escala. Al mismo tiempo, el
desarrollo tecnológico e industrial de China impone una feroz
competencia mundial ante la que la Unión Europea difícilmente puede
hacer frente. Esto desemboca en una situación en la que la Unión Europea
ve cuestionados sus objetivos climáticos si prioriza la protección de
sus empresas industriales.
El Plan Industrial del Pacto Verde Europeo aprobado en 2023 es un
intento de atajar este problema, buscando mejorar la competitividad y
aumentar la capacidad de producción de tecnologías para la transición
energética de la industria europea. Su principal pilar es la Ley sobre
la industria de cero emisiones netas, que marca el objetivo de que la
capacidad de fabricación de tecnologías limpias de la UE alcance al
menos el 40% de las necesidades domésticas anuales en 2030. Sin embargo,
estos planes distan mucho de ser una estrategia industrial sólida,
coherente y adecuadamente financiada. Básicamente están formados por una
combinación de simplificación administrativa para acelerar la concesión
de permisos, flexibilización de las normas de ayudas públicas a
empresas y acuerdos de libre comercio para asegurar el suministro de
materias primas.
Un ejemplo del fracaso europeo cristalizó cuando Northvolt se declaró en
quiebra en noviembre de 2024. Esta empresa sueca tenía detrás a
gigantes como Volkswagen, Goldman Sachs, BlackRock y Siemens, y era la
gran esperanza de la Unión Europea para aumentar su capacidad doméstica
de fabricación de baterías para vehículos eléctricos. La quiebra se
produjo por dificultades en el desarrollo tecnológico, por mala gestión
operativa y por el frenazo en los planes de electrificación de las
principales compañías automovilísticas a quienes tenía previsto
suministrar baterías. Pero el caso de Northvolt no es una excepción. En
diciembre de 2024, doce de los dieciséis proyectos de fábricas de
baterías en Europa lideradas por empresas europeas se encontraban
aplazados o cancelados. Mientras tanto, diez de los trece proyectos de
fábricas de baterías en Europa liderados por empresas asiáticas
avanzaban según lo previsto.
Podemos encontrar fenómenos similares en las energías renovables. En la
energía solar fotovoltaica hace ya tiempo que la UE perdió la carrera
tecnológica frente a China, quien actualmente fabrica más del 90% de los
módulos fotovoltaicos instalados en Europa. La situación es diferente
en la energía eólica, donde los fabricantes europeos han mantenido una
buena posición y cubren el 88% de la demanda doméstica de
aerogeneradores. Pero en los últimos años China ha acelerado su
desarrollo eólico, acumulando prácticamente todo el aumento en la
capacidad de fabricación de los tres últimos años. Este impulso ha
generado una caída sostenida de los precios de los aerogeneradores y las
empresas chinas están ofreciendo precios un 40-50% más bajos que las
europeas. Al mismo tiempo, empresas europeas de eólica como Siemens
Gamesa, Vestas y Nordex enfrentan diferentes problemas económicos, que
han desembocado en un gran rescate por parte de gobiernos y la banca
europea. Esto pone en duda quién será capaz de suministrar la gran
cantidad de aerogeneradores que deberían instalarse en los próximos
años.
En todos estos casos, el patrón que se repite es el mismo. Por un lado,
los competidores chinos están produciendo la tecnología necesaria para
la transición energética a un coste mucho más bajo que la industria
europea. Por otro lado, los planes de transición energética implican
duplicar o triplicar la capacidad instalada de renovables y baterías
hasta 2030. La velocidad a la que debe producirse la transformación
productiva pilla a la industria europea con el pie cambiado, mientras
que las empresas chinas necesitan ampliar sus exportaciones para
rentabilizar la sobrecapacidad de fabricación que han construido en los
últimos años. Esta situación está poniendo a mucha gente nerviosa y se
están dando cuatro tipos de reacciones de forma simultánea: la
negacionista, la proteccionista, la cooperativa y la del soborno.
La respuesta negacionista consiste en afirmar que la política climática
ha ido demasiado lejos y está penalizando la competitividad de las
empresas europeas. Por eso se pide reconsiderar los objetivos marcados y
retrasar la prohibición de venta de vehículos de combustión interna
fijada para 2035. Estas presiones se han expresado desde la industria
automovilística, pero también desde los gobiernos de varios Estados
miembros. Giorgia Meloni calificó esta prohibición como una política
autodestructiva e insiste en que Bruselas debe corregir esta elección. A
las críticas de Italia se suman el Partido Popular Europeo, Alemania,
República Checa y Francia: todos ellos piden flexibilizar las reglas de
emisiones y revisar el Reglamento Euro 7.
La respuesta proteccionista sigue el rumbo marcado por Estados Unidos a
través de la aplicación de aranceles a los productos con los que las
empresas domésticas no son capaces de competir. La Unión Europea aprobó
en octubre de 2024 un arancel del 45% a la importación de coches
eléctricos desde China, alegando competencia desleal por los subsidios
estatales recibidos. Esta es una decisión que más división genera entre
industria y gobiernos: los fabricantes alemanes se oponen a los
aranceles por miedo a una guerra comercial en la que sufran las
represalias. En el sector eólico, Bruselas inició en abril de 2024 una
investigación sobre las subvenciones estatales de las que podrían estar
beneficiándose los fabricantes chinos de aerogeneradores.
La respuesta cooperativa asoma en los planes de Bruselas para exigir la
transferencia tecnológica a las compañías chinas como condición para
acceder a subvenciones. Cuando la Unión Europea convoque subvenciones
para el desarrollo de baterías, se introducirán nuevos criterios que
obligarán a las empresas chinas a compartir sus conocimientos
tecnológicos. Irónicamente, la transferencia tecnológica fue uno de los
requisitos que China aplicó a las empresas europeas que accedieron a su
mercado interior desde su apertura comercial en los años 80.
La respuesta del soborno se resume en regar con dinero público a grandes
empresas privadas para que mantengan y refuercen sus inversiones en la
Unión Europea. Esto es una reacción a la Ley de Reducción de la
Inflación de Estados Unidos, que impuso este marco en 2022 con mucha
mayor capacidad de financiación. El mayor ejemplo de esta respuesta se
encuentra en el Informe Draghi, que la Comisión Europea ha afirmado que
tomará como referencia durante los próximos cinco años. En este
documento se aconseja crear un nuevo fondo de deuda común para
reindustrializar Europa y recuperar la competitividad, movilizando una
inversión anual adicional de 800.000 millones de euros.
Estancamiento, sobrecapacidad e inversión productiva
El escenario es el siguiente: la política climática queda dominada por
la política industrial y la política industrial verde toma la forma de
guerra comercial entre bloques regionales. Lejos de cualquier marco de
colaboración internacional, la política industrial y climática se
desarrolla en un marco de competencia en la que los Estados intervienen
para posicionar a sus empresas en las cadenas de suministro mundial.
Esto entraña tres peligros destacables. El primero, es el completo
abandono de cualquier tipo de objetivos climáticos de reducción de
emisiones. Recorrer el último lustro antes de 2030 con Trump en la Casa
Blanca no ofrece ninguna esperanza, y veremos cuán lejos lleva su famoso
“Drill, baby, drill” [Perfora, nena, perfora]. El segundo es el aumento
de las tensiones internacionales que puede derivar en potenciales
conflictos bélicos. El impulso de la industria militar por parte de la
Unión Europea y la centralidad de la OTAN en el último periodo es una
pendiente resbaladiza. El tercero es un escenario de suma cero en el que
el triunfo de las diferentes industrias domésticas en el mercado
mundial se realiza a costa de la destrucción de sus competidores. Europa
parte con una gran desventaja y será la clase trabajadora quien asuma
las consecuencias de esta derrota a través de los cierres, despidos y
reestructuraciones que ya empezamos a ver.
Detrás de este escenario convulso se encuentran algunas tendencias de
fondo en la economía mundial. Uno de los mayores obstáculos para la
transición energética bajo el capitalismo es el estancamiento de la
economía mundial desde los años setenta. Este estancamiento se
justificaría por un exceso de capacidad crónica, en el que demasiados
productores intentan vender en los mismos mercados. Esto generaría una
tendencia en la que la reducción de los precios empuja a la baja la tasa
de beneficio, se reduce la inversión y descienden las tasas de
crecimiento. Algunos análisis afirman que la actual política industrial
verde no logrará una expansión económica duradera, sino que agravará los
problemas de exceso de capacidad a escala mundial. En lugar de
estimular un ciclo de inversión productiva por parte del capital, se
obtendría una exigencia cada vez un mayor de apoyo estatal en forma de
subvenciones o garantías directas de rentabilidad.
El estancamiento económico dificulta especialmente la descarbonización
de sectores industriales muy intensivos en capital, como es el caso de
la siderurgia y la automoción. En el primer caso, la capacidad
siderúrgica mundial de 2023 superó a la producción de acero en 543
millones de toneladas, y las previsiones señalan que esta cifra
aumentará en los próximos años. El actual exceso de capacidad
siderúrgica mundial y los bajos márgenes de rentabilidad obstaculizan
que las empresas asuman las elevadas inversiones y el aumento de costes
de producción asociados a la transformación hacia un acero bajo en
carbono.
A pesar de las subvenciones públicas millonarias a su disposición, las
empresas del sector no se deciden por la transformación productiva por
motivos económicos. En noviembre de 2024, ArcelorMittal anunció la
suspensión de los proyectos de hornos de reducción directa en Europa,
tecnología necesaria para la descarbonización del acero. Días después,
un ejecutivo de la compañía expresó que si la UE no limita las
importaciones desde el exterior ni aumenta masivamente las subvenciones
directas, se resentirá la industria europea del acero, sus empleos y su
descarbonización.
Ocurre algo parecido en el sector de las energías renovables. A pesar de
la fuerte caída en su precio, todavía no se ha producido el auge
previsto porque estos proyectos no son lo suficientemente rentables para
los inversores privados. Muchos proyectos no se desarrollan porque los
promotores no logran obtener los créditos financieros en condiciones
suficientemente atractivas. Históricamente se aprecia cómo cuando se
reduce el apoyo gubernamental la inversión privada se desploma. La
presión para pagar dividendos a las y los accionistas condiciona el
comportamiento de las grandes carteras de inversión, que priorizan la
rentabilidad a corto plazo en lugar de grandes inversiones en
infraestructuras energéticas.
De forma paralela, la velocidad y escala a la que debe darse la
transición energética genera desajustes entre capacidad productiva y
demanda que pueden tener importantes consecuencias económicas. En 2023,
la capacidad productiva de módulos fotovoltaicos representaba el 251% de
la demanda mundial, la de aerogeneradores el 144%, la de baterías el
301% y la de electrolizadores el 500%. Todos estos sectores dominados
por China. Bajo esta situación de sobrecapacidad, los fabricantes chinos
necesitan acceder a grandes mercados regionales para sostener su ritmo
de crecimiento y rentabilizar sus inversiones.
En este contexto convulso, las principales economías mundiales se ven
obligadas a reconfigurar el papel del Estado como promotor, supervisor y
propietario del capital. Lejos de ser una decisión de gobiernos
concretos, la mayor intervención estatal en la economía es un fenómeno
global desde la crisis de 2008 que en estos momentos se está
intensificando. El discurso de la reindustrialización verde es el mayor
ejemplo en la Unión Europea. A medida que el crecimiento económico se
ralentiza, la competencia mundial se acentúa y la sobrecapacidad
penaliza la rentabilidad de sus empresas, los países se ven obligados a
abandonar los tópicos de libre comercio y reclaman abiertamente
políticas de nacionalismo económico. Lejos de ser una victoria
progresista, este renacimiento del estatismo es una muestra del
agotamiento del sistema de acumulación capitalista.
Transición Justa y conflicto sindical
En este escenario, la clase trabajadora aparece únicamente como sujeto
pasivo en los vaivenes de la competencia mundial. La partida se
encuentra dominada por los grandes movimientos de gobiernos y empresas
multinacionales. Las reacciones de las personas trabajadoras en la
industria sobre la situación actual se pueden sintetizar en tres ejes.
Por un lado, hay una sensación generalizada de incertidumbre sobre el
futuro. La ausencia de planificación sobre la transformación productiva
provoca preocupación sobre el futuro del empleo y las condiciones
laborales. Por otro lado, se observa cómo las transformaciones
anunciadas van asociadas a un aumento de la precariedad a través del
fraccionamiento de las plantillas, la subcontratación de servicios y el
abuso de los contratos temporales. Por último, la transición energética
se vive como una imposición de la empresa. Las plantillas y los comités
de empresas quedan excluidos de las decisiones que afectarán
directamente a su puesto de trabajo. La combinación genera un cóctel
inflamable en el que los discursos reaccionarios y negacionistas se
fortalecen.
Esto colisiona frontalmente con el discurso de la Transición Justa que
abrazaron las principales centrales sindicales desde mediados de los
2000. Desde sus orígenes, este planteamiento fue mutando hasta ser
prácticamente indistinguible del marco de crecimiento verde y diálogo
social. Según su lógica, las empresas apoyadas por los gobiernos
realizarán unas inversiones verdes que generarán más empleo que el
destruido durante la transición energética. El papel de los sindicatos
quedaría limitado a participar en el diálogo social. El problema con
este paradigma win-win [todo el mundo gana] es que la realidad económica
está siendo mucho más convulsa. Este marco se muestra incapaz de
afrontar una situación como la actual, en la que el pacto social se
encuentra especialmente deteriorado y el estancamiento económico
dificulta el estímulo de la inversión productiva.
Esta impotencia refuerza la urgencia de un enfoque sindical alternativo.
Un sindicalismo ecosocialista debe partir de los conflictos laborales
vinculados a la crisis ecológica para desarrollar un sindicalismo de
contrapoder que aumente el poder de clase, que acumule victorias,
debilite la acumulación capitalista y sitúe a la clase trabajadora como
sujeto activo de la transición ecológica que defendemos. En este
sentido, adquieren cada vez más importancia la anticipación y
planificación de los conflictos, la reducción de la jornada laboral y
las propuestas de reconversión industrial ante conflictos concretos.
Afortunadamente, durante los últimos años son cada vez más las
experiencias sindicales internacionales que avanzan en este sentido.
Dotarnos de las herramientas sindicales adecuadas y utilizarlas con
decisión marcará la lucha de clases los próximos años y el rumbo de las
transformaciones que necesitamos para esquivar las peores consecuencias
de la catástrofe ecológica."
(Martín Lallana , Viento Sur, 18/03/25)
No hay comentarios:
Publicar un comentario