"Cuando era pequeño y vivía en Jaén, debía tener siete u ocho años, entre los niños que entonces eran mis amigos y vecinos se decía que cerca de nuestra casa vivían «los judíos», un matrimonio a quien, según ordenaban los mayores, no se debía visitar. Eran años en los que la dictadura consideraba que los comunistas, masones y judíos eran los enemigos de España.
Un día, el mejor de mis amigos de entonces y yo nos acercamos al piso donde vivían «los judíos». Se había corrido la voz de que tenían televisión, un aparato que ninguno de nosotros había visto nunca, y allí nos presentamos. Nos abrieron sin preguntar y nos acomodaron. Ahora creo que sabían perfectamente a lo que íbamos porque nada más entrar y sin apenas decirnos nada nos sentaron justo enfrente de la pantalla. No recuerdo con precisión qué fue lo que vi la primera vez que contemplé un televisor. Juraría que era una película «del Oeste», como se decía entonces. Con nitidez, sólo recuerdo que, para disimular el blanco y negro, tenía una especie de hoja de plástico que le daba algunos tonos que podrían pasar por coloridos. No recuerdo las imágenes porque dediqué preferentemente mi atención a tratar de descubrir en qué se diferenciaban esas personas, «los judíos», de nosotros o de mis padres y demás conocidos de entonces. Naturalmente, no encontré disparidad alguna, salvando que el marido llevaba lo que más tarde supe que era la kipá. Mi memoria no me da para recordar su color, como tampoco sus facciones, ni las de su mujer. Permanece en mi mente, eso sí, su sonrisa de agrado y acogedora.
Se que fuimos varios días más, pero sólo conservo bien el recuerdo del primero. Y me viene ahora también a la memoria que, por aquellos días, el gran amigo que me había acompañado a casa de «los judíos» me dejó de hablar durante bastante tiempo porque mantuve una breve conversación en el parque con un chico gitano que jugueteaba entre nosotros con su bicicleta. «Con los gitanos no se habla», me dijo, y yo no le hice caso. Pronto fue también cuando descubrí que había algo peor que ser judío en la España patriótica y católica de mi infancia. Y pronto comencé a ser libre y a llevar mi vida por donde yo creía que debía ir y no por donde se me dijera. Una conducta que me ha dado algún que otro disgusto pero que repetiría mil veces, si mil veces volviese a nacer.
Más tarde, conocí, no sabría decir si más a través de novelas que por libros de historia, el devenir doloroso del pueblo judío, los avatares trágicos de su expulsión en España, la persecución en tantos lugares y, por fin, el Holocausto.
Todo eso, el haber comprobado desde pequeño que no había razón alguna para demonizar a quien generosamente me ofrecía su casa y lo que pude aprender de tantos otros testimonios, me llevó a sentir siempre un afecto especial por el pueblo judío, admiración por su herencia de esfuerzo y tesón, y un respeto singular por el dolor acumulado por tantas generaciones perseguidas y asesinadas.
Durante muchos años, cuando pensaba en ese pueblo me venían a la mente frases como la que leí, no se bien cuándo, de Santiago Kovadloff, un gran filósofo argentino: «Pertenezco a un pueblo y a una cultura que no se ha resignado a darle la última palabra al dolor y ha convertido sus pesares en materia de esperanza». O en el testimonio de Mauricio Wiesenthal: «La cultura judía no es un gueto sino un firmamento de fe y de vida, de oración, de memoria y de libertad (…). El judaísmo es el fundamento de la civilización europea».
En los últimos años y sobre todo desde sus crímenes recientes contra el pueblo palestino, contemplo a Israel y al pueblo judío de otro modo. ¿Qué diferencia hay entre lo que hace su gobierno en Gaza y lo que el nazismo hizo con millones de judíos inocentes? ¿Cómo puede llevar a cabo una auténtica limpieza étnica con otro pueblo el que tantas persecuciones ha sufrido? ¿Cómo puede generar tanto dolor injusto el pueblo que tanto ha llorado sufriendo injusticias?
Cada declaración de Netanyahu o sus aliados sube de tono respecto a la anterior. A un crimen sigue otro más inhumano, detrás de cada agresión viene otra más sangrante. ¿Cómo es posible que se haya producido esa mutación?
¿Dormirán serenos su sueño eterno los judíos víctimas inocentes del nazismo cuando sepan que el pueblo al que con orgullo pertenecieron lleva a cabo un genocidio en suelo palestino, lleno ahora, como entonces, de la sangre inocente de miles de mujeres, hombres y menores?
Siento dolor y pena. Y rabia también. No sólo cuando oigo a Netanyahu bramar de odio y a Donald Trump decir que expulsará a los palestinos de su tierra para construir hoteles y residencias de lujo, sino aún más cuando retruena en mis oídos el silencio cobarde y cómplice de tantas autoridades y líderes mundiales. Sin el cual, no estaría ocurriendo lo que ocurre.
Publiqué el año pasado un libro que titulé Para que haya futuro con el que quería transmitir esperanza y mi íntima y fuerte convicción en que la bondad y la inteligencia de los seres humanos permite construir un mundo de libertades y en paz.
No puedo negar que al levantarme cada día pienso en lo difícil que me resulta mantener ese convencimiento. Pero no me voy a dejar vencer. No voy a arrodillarme ante el mal, ni me va a doblegar la inhumanidad. Es verdad que puedo hacer muy poco, casi nada; sólo, si acaso, no callarme y unirme a quienes no se callan. Y no me callaré. Hago lo poco puedo, transmitir a quien quiera leerme mi demanda, mi grito doloroso, aunque siempre esperanzado: ¡Dejen ya de matar y abandonen la violencia como único lenguaje! ¡Basta ya!"
(Juan Torres López, blog, 06/02/25)
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