Seguíamos la pista de los shanta sini (chinos bolsa, en árabe), emigrantes chinos que recorren infatigablemente las cuatro esquinas del país, desde las pirámides hasta Alejandría, para llevar casa por casa sus productos textiles.
Escurridizos y celosos de su anonimato, les veíamos por los barrios populares cargando pesados fardos. Un ejército chino de emigrantes pobres que se ha convertido en amo y señor de la venta ambulante en Egipto. Alimentado por la inmigración ilegal, este negocio con traza piramidal y copado verticalmente destapa algunas fortalezas inherentes al pueblo chino. Primero, el olfato para los negocios.
Detectaron un nicho entre tantas mujeres egipcias que, sobradas de kilos, prefieren probarse la ropa en la intimidad de sus hogares a hacerlo en los comercios. Segundo, su talento para reducir costes. Importan las telas desde Cantón a través de Libia, el país con el más ventajoso acuerdo comercial con China de la región.
En la costura también ahorran: en pisos insalubres, emplean mano de obra local, más barata. Resultado: desplazaron a la industria local y algunos ya diversifican sus negocios hacia otros sectores. (...)
Su imparable avance es, desde luego, consecuencia de una mezcla de eficacia, musculatura y miserias, incluida la falta de escrúpulos.
La ofensiva es visible sobre todo en el mundo en desarrollo, que ofrece mercados vírgenes para los productos Made in China y abundantes reservas de materias primas para garantizar su suministro futuro. Ahí ejerce de banquero del mundo y refuerza su poder blando. Y, en el cuerpo a cuerpo, Pekín se muestra intratable.
De entrada, porque cuenta con un arma letal: su pegada financiera. Se sirven de los policy banks -bancos de desarrollo como el Exim Bank y el China Development Bank- para tirar de diplomacia de chequera y, así, conceder a terceros créditos millonarios bajo condiciones habitualmente clasificadas como confidenciales.
O dispensan a sus empresas financiación ilimitada dándoles una ventaja comparativa impagable y, con ello, servir a los objetivos estratégicos nacionales, que no siempre coinciden con los comerciales. (...)
En la República Democrática del Congo, Kazajistán o Vietnam, donde la corrupción es parte de los negocios, el modus operandi chino encaja cabalmente. Si los occidentales son vistos como intervencionistas, la opción de China se antoja como una atractiva alternativa por su disposición a jugar sin importar las reglas. (...)Con su voraz demanda, el gigante no solo es un cliente fiable a largo plazo, sino que en la misma jugada ofrece financiación para desarrollar infraestructuras; las cuales ejecutan empresas chinas con materiales y -casi siempre- mano de obra chinas.
Ello les permite ser más rápidos y baratos. En Angola, las empresas, obreros y bancos chinos se han echado a la espalda la reconstrucción del país a cambio de un flujo de petróleo que ha hecho de Luanda su segundo suministrador. Solo en África han levantado ya más de medio centenar de estadios de fútbol y construyen un centenar de presas por todo el globo.
También el nacionalismo juega un papel clave. Además de la loable capacidad de sacrificio, los obreros chinos desplegados por el planeta trabajan comprometidos "por China, la empresa y el sueldo".
Compromiso inquebrantable patente desde la Amazonía ecuatoriana, donde hay en marcha una presa, hasta el desierto en la frontera entre Uzbekistán y Turkmenistán, donde miles de chinos han construido un gasoducto de 7.000 kilómetros para llevar el gas a las cocinas de Shanghái.
Los patrones chinos, ajenos a los alojamientos de lujo y sueldos de cinco cifras de sus colegas occidentales, se arremangan como pocos. Ingenieros, arquitectos y doctorados en las mejores universidades de China trabajan durante 11 meses, durmiendo en campamentos junto a la tropa en precarios habitáculos con poco más que una cama con mosquitera. Contribuyen a que sus empresas ganen las licitaciones.
Ahora bien, esa fórmula ganadora, exportada de los focos industriales de China al resto del mundo, no puede deslindarse de las míseras condiciones laborales que ofrecen las empresas chinas a sus empleados locales, sobre todo por comparación con los sueldos, horarios, trato y prestaciones de su competencia extranjera.
En palabras de un sociólogo de Maputo que hizo la comparativa, "el sistema chino se basa en la máxima producción; en él, el trabajador local es solo un ser anónimo".
Las zonas mineras de Zambia y Perú, donde China tiene grandes inversiones, son sendos polvorines que estallan periódicamente con revueltas, disturbios y muertos. Comprobamos que, por razones laborales o medioambientales, el descontento es allí grande, más allá del chollo que China supone para las élites. Sobre el terreno no faltan quienes se preguntan si la oportunidad de desarrollo que ofrece China a los países pobres no es más que un mito.
Así, constatamos que en las minas de cobre del Congo o en los bosques de Siberia, las empresas chinas exportan la materia prima en bruto, sin crear una industria de procesamiento que añada valor localmente. También surgen dudas acerca del volumen exportado, que es sobre el que se paga impuestos.
Y tampoco parece que generen riqueza a través del empleo local, visto el escenario laboral. "Los chinos están esquilmando grandes cantidades de dinero y están devolviendo muy poco al país", nos dijo un líder sindical en Zambia. Pese a la retórica ganador-ganador de Pekín, el avance chino no puede desprenderse del tinte neocolonialista. (...)
Es indiscutible que el poderío chino está propagándose por el mundo como un fuego de combustión lenta, pero requerimos de perspectiva temporal para saber si, con su modelo y recetas, China está inoculando el virus o la vacuna." (HERIBERTO ARAÚJO Y JUAN PABLO CARDENAL: El mundo chino ya está aquí. El País, opinión, 11/02/2011, p. 29)
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