Pilar tiene 47 años, es una trabajadora en paro, madre separada de la que dependen tres hijos
"Señora, no se ponga usted así, que yo soy un
trabajador”, dice el empleado de Endesa, al que han mandado esa mañana a
cortar la luz a una familia. “¿Qué tú eres un trabajador? Tú lo que
eres es un pelota, un desgraciado, lo más arrastrado que se puede ser.
Lo que te deseo es que vivas muchos años con un babatel que te llegue
hasta las rodillas y que tus hijos pasen lo mismo que tú estás haciendo
pasar a los míos”. Quién así contesta, a bocajarro junto al cuadro de
luz, dominada por la angustia, es Pilar Rodríguez, vecina de Villafranca
de los Barros.
Pilar tiene 47 años, es una
trabajadora en paro, madre separada de la que dependen tres hijos. Este
es su domicilio desde que se casó, hace 24 años, y hasta que la crisis
les hundió en la penuria extrema nunca habían dejado de pagar la luz y
el agua. Hasta ahí, es un relato común a los cinco millones de personas
que sufren en España eso que la neo-lengua hipócrita de la beneficencia
llama pobreza energética.
Pero el caso de Pilar es insólito. Desde hace seis años
tiene una auténtica batalla por el derecho a la luz y al agua. Treinta
veces le han cortado la luz y treinta veces la ha vuelto a enganchar;
nada menos que cuatro guardias civiles tuvieron que custodiar a los
empleados de Acciona en uno de los últimos cortes de agua. Y a causa de
su lucha tenaz Pilar ha sufrido arresto domiciliario y en este momento
tiene pendientes cuatro juicios.
“Yo no había visto una llave inglesa en mi vida. Y me he
acabado haciendo una especialista. Mi amiga Mari dice que debería
llevar el curriculum a Acciona, que ya sé más que los que están
trabajando allí. Yo me repetía que si una persona puede hacer esto, yo
también. Me sentaba, abría las dos puertas del cuadro de la luz y lo
empezaba a estudiar. Y no paraba hasta encontrarle la lógica. Ya está,
tengo que enganchar donde va el borlón”.
Pilar
muestra con orgullo su “caja de herramientas de la pobreza energética”,
los destornilladores, las tijeras de afilar los cables, los fusibles.
“¿Tú sabes por qué se hacen estas cosas? Tú ves a tus niños, sabes el
dinero que tienes, nada más que estás a expensas de los amigos o de la
caridad, te quema la desesperación. Miro los ojitos de mi Pedro, ¿cómo
no voy a hacer eso por mis hijos?”.
Nuestra intrépida
fontanera y electricista nació en Zafra. Sus padres, “braceros de toda
la vida”, como ella dice con orgullo, consumieron sus años trabajando
para la marquesa de Solanda. En el año 1980 fueron despedidos de la
finca, junto a todos los jornaleros, y la familia se mudó a Villafranca,
a la casa de la abuela.
A los cuatro años murió el
padre y a los hijos les quedó “una miseria de paga”, 24.000 pesetas,
recuerda Pilar. Desde los 15 a los 19 años, estuvo cosiendo con una
modista profesional. “La tarea la hacíamos nosotras como peonas, a
cambio de enseñarnos”. Aprendió el oficio y se echó a trabajar por su
cuenta. “Luego me casé y ¡a hacer leches la costura! Me junté con tres
niños y hasta que se hicieron algo mayores me dediqué a ellos y a mi
madre”.
Después, durante bastante tiempo, se ocupó abrillantando suelos y, años
más tarde, junto al marido, montó una empresa de distribución de
productos químicos y de limpieza. El temblor de 2008 les pilló de lleno.
La empresa intermediaria les dejó a deber 27.000 euros y, aunque
ganaron el juicio, el dueño se declaró insolvente y a ellos les arrastró
a la ruina. A partir de ahí, la muerte de la madre, la separación, la
catástrofe.
“Cuando nos cortaron el agua por primera vez, la pagamos con la beca de
mi hija. Solo debíamos una factura. Así fuimos trapicheando durante
mucho tiempo. Pagábamos cuando podíamos, otras veces los mismos
trabajadores hacían la vista gorda hasta ver si la situación se
normalizaba. Pero era imposible. Ya sabes: si como no pago, y si pago no
como.
Después, cuando me separé, vinieron a saco, les daba igual que
fuera verano o que fuera invierno. Al empleado de Acciona le pedí por
caridad humana que me quedara el contador hasta que pudiera pagar. Nada,
todo en balde. Y entonces tuve claro que había que engancharla”. (...)
“María, si me pasa algo, ni se te ocurra tocarme, me empujas con ese
palo grande”, le dice Pilar a su hija, advirtiéndole del peligro. Es
consciente del riesgo, pero no le queda más remedio. “Lo más duro es al
principio, cuando tienes que cruzar el umbral de la pobreza absoluta.
Pero ¿cómo he podido llegar a esto?, te atormentas una y otra vez, si
nos iba todo tan bien, si mi hija hasta tenía un perfume para los fines
de semana, si hasta había quitado las puertas de la casa con la idea de
reformar el piso.
Al principio piensas que la culpa es tuya, pero luego
te das cuenta que no”. Pilar lo ha intentado todo, ha hecho cursos de lo
divino y de lo humano, de cocina convencional y de repostería fina. “Si
me sale cualquier trabajino, de limpieza de fachadas o de lo que sea,
yo no pregunto cuánto me vas a pagar, voy y lo desempeño”.
Pero Pilar tiene claro que si algo puede vencer a la resignación y a
la culpa es la dignidad. Sabe que otras familias no han sido capaces de
enfrentarse a la situación, que hay niños deprimidos y padres que vagan
martirizados del despacho de Cáritas al del alcalde, así
permanentemente, sufriendo el calvario semana a semana, mes a mes. “Al
principio, venían a cortarme la luz todos los viernes, luego cambiaron
los días y la hora.
La puerta de casa estaba siempre abierta de
par en par, yo escuchaba cualquier ruido y pensaba “ya vienen a hacer
algo”, y bajaba. Mis niños no pueden estar sin luz ni agua. Y no vamos a
vivir de la caridad”. Pilar lo aprendió de sus padres, el único camino
es vivir de pie, nunca de rodillas.
La puerta de casa estaba siempre abierta de par en par, yo escuchaba
cualquier ruido y pensaba “ya vienen a hacer algo”, y bajaba. Mis niños
no pueden estar sin luz ni agua. Y no vamos a vivir de la caridad”.
Pilar lo aprendió de sus padres, el único camino es vivir de pie, nunca
de rodillas.
La dignidad es un campamento de la piel, la última
trinchera. Y en el amor a los hijos, a la familia, a los compañeros, a
tus iguales nace la fuerza para resistir, para vivir con decoro: “Tú
entras en mi casa, miras el frigorífico y da pena. Pero mis hijos todos
los días comen comida elaborada. Yo no compro prácticamente nada, con
mis guarrinos tengo comida para todo el año.
Los despiezo, hago mis
paquetitos de carne troceada y entonces lo vas alargando, echas el
chorizo en tus lentejas, en tus garbanzos y tus hijos comen. Yo voy a
por bellotas al campo para echar de comer a los guarros. Te buscas la
vida porque tienes una desesperación muy grande, la de poner todas las
mediodías el plato encima de la mesa”.
El 21 de febrero de 2015 en
Cádiz, un bebé de cuatro meses, Dylan, fallecía en un edificio ocupado
por la Corrala de la Bahía. Los políticos gobernantes mantenían sin luz a
las 28 familias que allí habitaban, a pesar de que en las viviendas
residía un gran número de menores.
Hace unas semanas, el 14 de
noviembre, moría Rosa, una anciana de 81 años, vecina de Reus, víctima
de un incendio provocado por las velas con las que se alumbraba; Gas
Natural había cortado el suministro eléctrico hacía dos meses por
impago.
Son sólo dos casos relacionados con el crimen social que se
oculta tras el eufemismo “pobreza energética”, que produce 7.000 muertes
prematuras al año, seis veces más fallecimientos que los ocasionados
por los accidentes de tráfico. ¿Cuándo se sentarán en el banquillo los
inductores de estas fechorías, los responsables de estos crímenes, ya
sea por acción u omisión consciente?
“¿A ti no te da vergüenza no
tener corazón?”. Fue la última vez que vinieron a cortarle la luz.
Después de una bronca monumental, el empleado de la compañía eléctrica
desistió. “Cuando vio a mi Pedro –que llegaba del colegio- subir
escaleras arriba, a ese hombre se le cayeron todos los achiperres. Creo
que ahí se dio cuenta de la gravedad y, desde entonces, en dos años, me
han respetado la luz”.
Pilar sabe que la lucha está muy lejos de haber
terminado. Pero en este tiempo ha salido del hoyo y ha levantado un muro
de dignidad que la protege. Un muro de dignidad que la protege a ella, a
su familia, pero también a todos nosotros, incluso a los que se creen a
salvo de los estragos de la vileza.
Menos mal que existen las Pilares,
las heroínas anónimas del pueblo. Su coraje, su ejemplo son el único
refugio seguro de la esperanza en estos tiempos de barbarie. Menos mal
que existen los que no tienen nada que perder." (Manuel Cañada Porras , eldiario.es,
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