"(...) Respecto a Trump, todavía nos estamos preguntando si responde a eso que
Alain Brossat llama un “teatro de guerra civil” que serviría para
neutralizar el conflicto en estas “democracias culturales” en que se han
convertido los regímenes parlamentarios en crisis; o si por el
contrario detrás del nacionalismo blanco alt-right de sus padrinos, Pat Buchanan y Stephen Bannon, simplemente se encuentra una versión estadounidense del fascismo. (...)
En ¿Qué pasa con Kansas? (Acuarela, 2008), Thomas Frank
interpreta la emergencia de las guerras culturales en el marco del fin
del trabajo clásico –fordista, industrial, seguro, capaz de dotar de
identidad y estabilidad a los trabajadores–.
Este proceso estuvo
acompañado de la derrota de los sindicatos y de la lucha de clases como
eje central de la política. Los partidos socialdemócratas, el ala
izquierda del sistema parlamentario renunció también a estas batallas.
El teórico de la tercera vía laborista Anthony Giddens hablará de un
cambio cultural y generacional tras la caída del muro de Berlín, pero
también de que una buena parte de la población había dejado de votar
–los trabajadores de cuello azul– y permanecían ajenos al proceso
político.
Por tanto, los partidos socialdemócratas ya no tenían un
bloque de clase al que responder, la batalla política tendría que
jugarse no entre izquierda y derecha en un sentido clásico –socialismo
vs. capitalismo–, sino sobre la confrontación de los valores modernos y
tradicionalistas.
Los partidos “a la izquierda” pondrán el foco entonces en las políticas
de la identidad, de inclusión para las minorías: aborto, matrimonio
homosexual, etc. En los “conflictos postsocialistas”, como los llama la
teórica feminista Nancy Fraser, la dominación cultural reemplazará a la
explotación como injusticia fundamental.
Y el reconocimiento cultural
desplazará a la redistribución socioeconómica como remedio a la
injusticia y principal objetivo de la lucha política. Al fin y al cabo,
las posiciones de los principales partidos respecto a las cuestiones
económicas serán similares. Los socialdemócratas abrazarán el
neoliberalismo en la constatación práctica de una derrota. Los
parlamentos se teatralizarán. Las cuestiones culturales serán entonces
la principal vía de diferenciación entre opciones políticas.
Lo que quizás Giddens y los laboristas no fueron capaces de prever
fueron las consecuencias. Ante la pérdida de las certezas vitales a las
que somete el fin del trabajo y del pacto del Estado del bienestar, la
desestructuración de la cultura obrera y el individualismo radical
impuesto por el neoliberalismo que arrasa con todo lazo social no
monetario, los “perdedores de la globalización” iban a arrojarse
fácilmente en los brazos de los valores tradicionales, espacios
ilusorios de comunidad.
Los que ya no votaban y que por tanto ya no era
necesario representar, acabarían emergiendo otra vez en los espacios de
representación de maneras monstruosas para los liberales de todo signo.
La campaña racista del Brexit sólo fue un escalón más.
Los ‘neocon’ y la América real
La aparición de las guerras culturales, por tanto, no será sino una
hábil reacción a este decretado “fin de la historia”. Los que mejor
sabrán encarnar esos valores tradicionales serán, según explica Frank,
los neocon estadounidenses –una fracción pequeña pero muy
poderosa de los republicanos–, maestros en explotar el malestar social
que genera el capitalismo. Su estrategia será la más agresiva, la más
descarnada y brutal.
Las diferencias quedarán fijadas en los valores
“culturales”, de carácter moral: batallas por enseñar el creacionismo en
las escuelas o por las armas de fuego, en una simplificación y
manipulación de las diferencias de clase. La “gente trabajadora y
corriente” del interior, sencilla y auténtica, la América real
–representada por los republicanos– contra la "élite arrogante que se
cree moralmente superior” y que quiere imponer sus destructores valores
como el aborto –los demócratas–.
El resentimiento de clase, entonces, se
podría instrumentalizar hábilmente en apoyo de un proyecto político que
en realidad también está al servicio de los intereses materiales de las
élites, solo que de diferente establishment. La guerra cultural es una guerra de clase, pero desplazada. (...)
Trump se proyectó sobre estas lecciones. Él constituye el ejemplo
perfecto de multimillonario que dice representar los intereses de los
trabajadores. Pero en las guerras culturales la verdad no importa, de lo
que se trata es de controlar el sentido del malestar.
Y eso lo hace muy
bien el nuevo presidente de los EEUU, transformar el conflicto social
surgido con la crisis en conflicto cultural, en conflicto identitario.
En realidad, nada muy alejado de lo que hacen los nacionalismos
clásicos, algo que se está poniendo en juego también en Europa. Se huele
el peligro.
La historia parece volver. La diferencia con el fascismo
–además de que este respondía a una condiciones históricas concretas– es
que encuadraba a la sociedad, organizaba más allá de los discursos
mediáticos.
Es poco probable que ese tipo de fascismo pueda volver tras las
profundas transformaciones que se han producido en estos casi cien años.
Tampoco parece fácil reconstruir una contraparte como la que
representaban las organizaciones obreras de la época.
Si ahora es
posible teatralizar las diferencias de clase en guerras culturales es
porque la clase trabajadora ha perdido su propia cultura –cultura,
entendida como modo de vida alternativo y espacio de oposición--, un
sistema de valores distinto que permitía resistir y en el que se
gestaron las luchas y las organizaciones obreras desde el s. XIX.
Ya lo
advirtió Pasolini que en los 70 dijo que lo que entonces sucedía –el fin
de los modos de vida campesinos, la urbanización salvaje, la
uniformización que proponían los medios– destruía las condiciones de
posibilidad de la transformación social, cada vez era más difícil para
los trabajadores imaginar un mundo diferente.
Pero entonces, ¿qué hacer con las guerras culturales hoy? La
respuesta de Frank en su libro de hace diez años fue “politizar la
economía” y hablar de los intereses materiales en primer lugar. Pero el
guante, en vez de recogerlo la maltrecha izquierda que él decía que
había que reconstruir sobre esos parámetros, fue recogido por un
republicano heterodoxo en otra pirueta de la historia.
Así, en la
campaña de Trump no solo estuvo presente el racismo, también la
oposición al libre comercio que es lo que verdaderamente asusta al establishment de
Washington. En eso se tocaba con las propuestas de Bernie Sanders, el
único contendiente demócrata que podría haber estado a la altura de
Trump en esta contienda electoral y el único que conseguía encarnar las
protestas de Occupy Wall Street. (...)" (Nuria Alabao, CTXT, 03/12/16)
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