"Puntual como las sombrillas de la playa… Así empecé una columna mía,
publicada en M’Sur en julio de 2010: hace justo nueve años ahora. En
ella afirmaba, con una seguridad rayana en la desvergüenza, que no
habría guerra contra Irán, pese a que la inminencia de un ataque israelí
cubría todas las portadas de la prensa.
Como permite intuir la frase de arranque, no era la
primera vez: un espectáculo mediático similar se daba cada verano. Ni
fue la última: recuerdo que en julio del año siguiente, una amiga
periodista se mostró muy preocupada con el inminente ataque. Le señalé
mi columna. Ojalá aciertes, me respondió. Tuve que señalarle la fecha:
ya había tenido razón. No podía fallar: le había copiado el argumentario
a Uri Avnery que, aunque fuese por viejo, de geopolítica entendía un rato.
Desde aquel año, cada vez que vuelve a hablarse de un
ataque contra Irán, me apuesto una botella de raki turco con mi amigo y
compañero de fatigas Daniel Iriarte,
excelente periodista, y siempre apuesto a lo mismo: durante los
próximos doce meses no habrá ataque. Lo de los doce meses es una especie
de deferencia al oficio: decir “durante los próximos diez años” sería
abandonar la profesión de periodista e incursionar en la de profeta.
También sirve para repetir la apuesta y acumular más botellas.
Estamos en 2019 y se repite la escena; quizás con un mes de antelación, debido al calentamiento global. Daniel Iriarte ha publicado una columna
en la que recoge todos los indicios por los que, esta vez sí, un ataque
estadounidense a Irán podría estar a la vuelta de la esquina. Cruzada
de halcones la titula, e identifica a John Bolton como el principal
instigador de una guerra. Las perspectivas no son buenas, concluye.
Yo mantengo mi apuesta. No habrá guerra (en los
próximos doce meses). Porque no se trata tanto de lo que Bolton quiere
sino de lo que puede.
Las razones que Bolton y sus secuaces aducen para
hacer una guerra, pintando a Irán como una amenaza mundial a la que hay
que poner freno con un ataque preventivo son en gran parte falsas, como
expone Iriarte con acierto. Esto, evidentemente, ya era el caso en la
guerra de Iraq, y no le supuso ningún sonrojo a Washington cuando ordenó
la invasión.
El error está en pensar que Estados Unidos miente en
todo lo que dice, pero dice la verdad cuando asegura que va a atacar. La
propaganda de guerra es un fin en sí mismo, es mucho más barata que los
misiles y el efecto coste-beneficio puede ser mucho mayor que un ataque
de verdad.(...)
¿Qué costaría un ataque a Irán?
El error de Iriarte y de muchos periodistas que especulan con la
posibilidad de esta guerra está en no plantear esta pregunta, que va más
allá de los deseos de Bolton. Solemos imaginar al presidente
estadounidense como una persona con poder absoluto, pero pese a nuestra
convicción de que Donald Trump es particularmente invulnerable al
razonamiento, antes de una guerra hay reuniones con el Pentágono,
consultas con el Estado Mayor. Y los generales extenderán un mapa sobre
la mesa y señalarán una franja azul: “Es el Estrecho de Ormuz”, dirán.
El Estrecho de Ormuz comunica el Golfo Pérsico con el
Océano Índico. La costa norte es Irán, la costa sur Emiratos y un trozo
de Omán. Su anchura mínima es de 54 kilómetros, pero solo unos 10
kilómetros se consideran navegables, divididos en dos franjas de tráfico
marítimo.
Por aquí pasa prácticamente todo el petróleo que extraen
Arabia Saudí, Kuwait, Bahréin, Qatar, Emiratos y una gran parte del de
Iraq (todo el que no compra Turquía). En total, entre 18,5 y 22 millones
de barriles al día. En total, un tercio de todo el petróleo que se
mueve por los mares del mundo y un 24% del mercado total. (Son casi las
mismas cifras que di en 2010, están actualizadas a 2018).
Interrumpir este flujo tendría consecuencias
absolutamente desastrosas para la economía del mundo entero.
Y si Irán
quiere hacerlo, puede: bastan unas baterías costeras de misiles
convencionales, unas minas flotantes, unas cuantas barcazas cargadas de
explosivos, con un par de kamikaze a bordo. Ningún portaaviones
estadounidense podría evitarlo. Podría lanzar muerte y destrucción pero
no garantizar la seguridad en la vía marítima, el paso de los
petroleros.
Es cierto: un 80% de este crudo va a los mercados
asiáticos: China, Japón, India, Corea del Sur, Singapur… Pero pese a las
ganas de Trump de buscar pelea con China, paralizar Asia no es algo que
quedará sin efectos sobre el resto del mundo. También es cierto que las
reservas de los países importadores de petróleo podrían paliar durante
unas semanas la carencia. Las 660 millones de barriles que atesora
Estados Unidos alcanzarían para compensar lo bloqueado durante 30 días.
Pero nadie, ni siquiera Trump, asumiría el riesgo de quedarse sin
reservas de petróleo. No se trata solo de los surtidores y el tráfico
urbano. Llamar distopia a lo que podría ocurrir es quedarse corto.
Por eso mismo, cuando el presidente iraní Rohaní hizo
en julio pasado una velada alusión a que Irán es el “guardián del
estrecho marítimo”, Trump respondió con un tuit en impactantes
mayúsculas: “No vuelva a amenazar jamás en la vida a Estados Unidos o
sufrirá unas consecuencias como muy pocos en la historia las han
sufrido…”
También Iriarte apunta que una intervención armada
estadounidense sería inevitable “si Irán cerrase el Estrecho de Ormuz”.
Obviamente. Entonces sería obligada. Pero Irán no lo va a hacer. No lo
hizo bajo la presidencia de Ahmadineyad, que en bocazas y tamborilero de
guerra no tenía mucho que envidiar a Trump, ni lo va a hacer ahora.
Quienes gobiernan Irán saben perfectamente que el Estrecho es vital para
el mundo entero, y se guardarán esta baza para el caso de suprema
necesidad: un ataque de Estados Unidos, por ejemplo. Pensar que Teherán
podría imponer un cierre porque sí, como primer movimiento, es tomarse
en serio la propaganda estadounidense respecto a que la única finalidad
de Irán es destruir el mundo. Es falso.
De todas formas ¿qué pretendería
realmente Washington con una guerra? Cierto: para los neocons es una
oportunidad de ganar mucho dinero gracia a sus intereses en las
industrias asociadas, incluida la petrolífera. Pero las fanfarronadas de
Bolton sobre un cambio de régimen en Teherán son tan falsas como los
motivos que invoca: Irán se puede bombardear, sí, pero no conquistar.
Una invasión terrestre no está dentro de las posibilidades militares, ni
siquiera tratándose de Estados Unidos.
Por las cordilleras que rodean
el altiplano persa y por el bien conocido orgullo iraní: pueden detestar
a sus ayatolás – de hecho, los detestan – pero si algo no harán es
recibir con flores a un invasor. Ni siquiera de brazos cruzados, como
ocurrió en Iraq. Es una guerra perdida de antemano.
Así las cosas ¿cuál sería el beneficio? Obviamente,
el precio del petróleo subiría como la espuma, y quien tenga intereses
en la industria, ganará. Pero hay un país que perdería, precisamente el
que más crudo exporta: Arabia Saudí. Su oleoducto al Mar Rojo puede
transportar tres millones de barriles diarios, y ni siquiera añadiendo
el millón diario que cabe en la que conecta Abu-Dhabi con Fuyaira en la
costa omaní, Riad podría mantenerse cerca de su cifra de venta habitual:
diez millones de barriles diarios, recortada a veces hasta siete,
cuando quiere evitar la sobreoferta.
Eso, suponiendo que el oleoducto
quede a salvo de la guerra. Lo que es mucho suponer: el 14 de mayo, la
guerrilla huthi de Yemen, enfrentada con Riad desde hace años, lo que la
ha llevado a acercarse a Irán, aseguró haber dañado mediante un ataque
con drones una estación de bombeo de ese mismo oleoducto. Una
advertencia bastante obvia.
Arabia Saudí es el mayor portavoz de la guerra contra
Irán, al menos en el campo de sanciones, economía, aislamiento de
aliados, bombardeos de peones geopolíticos… Pero no puede querer una
guerra total, porque sería el mayor perdedor. En un grado mucho mayor
que Irán, porque mientras Persia tiene milenios de historia y cultura,
lo que le permitirá renacer de cualquier desastre, Arabia Saudí solo
tiene petrodólares.
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