13.1.23

Ignacio Ramonet: Decía Lula que nunca la izquierda tomó por asalto las sedes del Congreso, del Tribunal Supremo y de la Presidencia... cierto... pero otra observación se podría hacer, tampoco, nunca, masas de sediciosos de ultraderecha se habían lanzado al asalto insurreccional del poder. Hasta ahora la extrema derecha tomaba el poder mediante golpes de Estado realizados por las fuerzas armadas o por un partido paramilitar... Lo nuevo es que ahora la nueva ultraderecha es capaz de organizar insurrecciones populares para la conquista del poder... O sea, es como si, de pronto, la rebeldía se hubiera vuelto de derechas. ¿Qué ha ocurrido para que algo semejante sea posible? La desconfianza en el sistema dominante no cesa de extenderse. En Estados Unidos, más del 25% de los ciudadanos están dispuestos a renunciar a la democracia en favor de un líder que «haga lo que hay que hacer»... Mucha gente, incluso desde la derecha (que es lo nuevo), está buscando alternativas antisistema. Y todos estos procesos se han visto intensificados estos dos últimos años por la pandemia mundial de Covid... los delirios paranóicos verbales de Trump y de Bolsonaro aceleraron la polarización social extrema, el aumento de la intolerancia, el auge de la confrontación violenta y la invocación del odio... Por eso muchedumbres populares son ahora seducidas por el discurso de la ultraderecha racista que destruye su conciencia de clase, y aparece algo nuevo, masas protestatarias de ultraderecha. Que le arrebatan la calle y la épica de la insurrección a la propia izquierda...  Por eso consideramos que el asalto al Capitolio aquel 6 de enero de 2021 en Washington constituye un parteaguas, un hito, una línea divisoria en la historia de la democracia, precedido en París, por el asalto de los chalecos amarillos al Arco del Triunfo... Hoy -no sólo en Estados Unidos o en Brasil- el odio circula subterráneamente por nuestras sociedades. Fluye por todas partes. Riega el paisaje político. No es exclusivo de un partido o de un dirigente... Esa es la dimensión neofascista del momento actual. Porque la ultraderecha ha hecho, una vez más, del odio su principal herramienta de construcción política... Tenemos que elegir ahora mismo: ¿dejamos que nuestras democracias se marchiten? ¿O las mejoramos? Porque esto va a ir a peor

 "Decía Lula el pasado domingo 8 de enero, cuando aún las turbas extremistas de los revoltosos bolsonaristas seguían ocupando y destrozando las tres sedes del poder en Brasilia, que «nunca la izquierda tomó por asalto las sedes del Congreso, del Tribunal Supremo y de la Presidencia», ni siquiera cuando él mismo perdió, en circunstancias discutibles, varias elecciones presidenciales (1989, 1994, 1998), o cuando lo encarcelaron con falsos pretextos para impedir que se presentase a las elecciones de 2018…

Con esa declaración, el nuevo presidente de Brasil y líder máximo del Partido de los Trabajadores subrayaba el carácter disciplinado y democrático de las masas izquierdistas y, sobre todo, el sentido de responsabilidad de los líderes de la izquierda que, en sistemas democráticos, nunca llamaron a la legión de sus partidarios a tomar por asalto el poder. (...)

Pero otra observación que se podría hacer es que tampoco, nunca, masas de sediciosos de ultraderecha se habían lanzado al asalto insurreccional del poder. Hasta ahora la extrema derecha tomaba el poder mediante golpes de Estado directamente realizados por las fuerzas armadas o por un partido extremista de tipo paramilitar (como los fascistas de Benito Mussolini en Italia en 1922 o los nacional-socialistas de Adolfo Hitler en Alemania en 1933) apoyados por las fuerzas armadas.

Lo nuevo -como ocurrió en particular el 6 de enero de 2021 en Washington con el asalto al Capitolio, y el 8 de enero de 2023 en Brasilia con el asalto a las sedes de los Tres Poderes-, es que ahora la nueva ultraderecha es capaz de organizar insurrecciones populares como herramienta golpista para la conquista del poder.  

O sea, es como si, de pronto, la rebeldía se hubiera vuelto de derechas … (1)¿Qué ha ocurrido para que algo semejante sea posible? Es lo que he tratado de explicar en mi reciente libro «La era del conspiracionismo» (2) . Una era en la que las redes sociales ejercen una influencia mental y psicológica como nunca antes la tuvieron la prensa, la radio, el cine o la televisión. En el nuevo universo de los memes y de la posverdad es cada vez más difícil distinguir lo cierto de lo falso, la realidad de la ficción, lo auténtico de lo manipulado, lo seguro de lo probable, lo cómico de lo serio, lo objetivo de lo subjetivo, lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo dudoso… Este flagelo de las falsedades en línea favorece la difusión de teorías conspiracionistas delirantes. Lo cual está erosionando a pasos agigantados los cimientos de la democracia.

Lo que está ocurriendo es semejante, en cierta medida, a lo que Sigmund Freud llamó, en 1930, el malestar en la cultura (3) . En el fondo, el asalto de los trumpistas al Capitolio de Washington y el ataque de los bolsonaristas contra las sedes de los Tres Poderes en Brasilia constituyen los ejemplos más elocuentes y significativos del malestar actual de nuestra civilización basada, en principio, en los valores democráticos pero también en las tecnociencias, la razón y el progreso…que también están en crisis.

El desconcierto actual del capitalismo neoliberal sumado a la turbación que provoca la aceleración desbocada de las tecnologías de la comunicación están abriendo un período sin precedentes de inestabilidad social, de extrema polarización y de gran confusión política. La desconfianza en el sistema dominante no cesa de extenderse. En Estados Unidos, diversas investigaciones sociológicas recientes revelan que más del 25% de los ciudadanos están dispuestos a renunciar a la democracia en favor de un líder dominador que «haga lo que hay que hacer»… Se estima que por lo menos el 50% de los votantes republicanos aceptaría un régimen autoritario, no democrático… Y en Brasil, apenas el 20% de los ciudadanos cree que la democracia puede resolver los problemas del país…

 Mucha gente, incluso desde la derecha (4) (que es lo nuevo), está buscando alternativas antisistema. Y todos estos procesos se han visto intensificados estos dos últimos años por la pandemia mundial de Covid. El ataque al Capitolio de Washington y el asalto a los Tres Poderes de Brasilia se inscriben en este clima de época marcado también por la polarización extrema, la intolerancia social, los discursos de odio, las obsesiones complotistas y la violencia discursiva.

Como escribe el politólogo argentino José Natanson: «Muchas cosas tienen que pasar para que una cosa semejante ocurra(5) » Aunque la relación entre un clima social y un episodio criminal nunca es automática ni lineal. Porque no existe determinismo sociológico absoluto, y porque el contexto socio-económico nunca determina completamente. Pero no hay duda de que crea la atmósfera y el ambiente que permiten explicar y dar sentido a las acciones de los agentes sociales. En este caso, los delirios paranóicos verbales de Trump y de Bolsonaro, sus mentiras constantes, sus chifladuras conspiranoicas aceleraron un fenómeno político muy contemporáneo: la polarización social extrema, el aumento de la intolerancia, el auge de la confrontación violenta y la invocación del odio como discurso dominante.

 Por eso muchedumbres populares son ahora seducidas por el discurso de la ultraderecha racista que destruye su conciencia de clase. La contraposición entre la identidad étnica y la clase social es interesada y absurda. Pero, en medio de tanta confusión, produce efectos y esos efectos producen a su vez algo nuevo: masas protestatarias de ultraderecha. Que le arrebatan la calle y la épica de la insurrección a la propia izquierda.

 Por eso consideramos que el asalto al Capitolio aquel 6 de enero de 2021 en Washington constituye un parteaguas, un hito, una línea divisoria en la historia de la democracia. Hay ahora un antes y un después de esa fecha en el estudio de las patologías contemporáneas del sistema democrático (6). Aunque también es cierto que ese asalto no fue el primero de los recientes ataques contra edificios-símbolos en las grandes democracias occidentales. Siendo el de Brasilia el más reciente.

 La serie de asaltos empezó quizás en París (Francia) el 1 de diciembre de 2018, durante la tercera jornada de un ola de protestas sociales contra la subida del precio de los carburantes. En esa ocasión, en el corazón de la capital francesa, se enfrentaron a pedradas, contra las fuerzas del orden, varios centenares de «chalecos amarillos», un grupo social muy heterogéneo en el que se mezclaban trabajadores indignados, sindicalistas furiosos, elementos de ultraderecha, complotistas profesionales y provocadores infiltrados. Ese día, los protestatarios antisistema intentaron en un primer momento atacar el palacio del Eliseo, sede de la presidencia de la República. Pero fueron repelidos con cañones de agua y gases lacrimógenos por los agentes antidisturbios de las Compañías republicanas de seguridad (CRS). Entretanto, otros «chalecos amarillos» más radicales -algunos encapuchados- se lanzaban al asalto de otro de los edificios-símbolos más sagrados del Estado francés: el Arco del Triunfo, construido por Napoleón y situado en lo alto de los Campos Elíseos, bajo cuya bóveda que se halla la tumba del Soldado Desconocido.  (...)

 Saquearon en parte el monumento… (...)

 Destrozaron una venerada estatua de Marianne, una de las alegorías de la República Francesa… Agitando banderas de victoria, los antisistema alcanzaron la azotea desde donde se domina todo París. Finalmente, recubrieron el monumento sagrado con decenas de vindicativos grafitis: «¡Macron, renuncia!», «¡Los chalecos amarillos triunfarán!»

Esas imágenes dieron la vuelta al planeta. Ante la estupefacción universal. Durante unos instantes, una de las grandes democracias del mundo dio la impresión de tambalearse… De estar a la merced de un grupo numeroso y decidido de insurrectos violentos…

Dos años más tarde, un nuevo ataque tuvo lugar contra otro edificio también muy simbólico. Ocurrió el sábado 29 de agosto de 2020, en Berlín (Alemania), en plena epidemia de Covid-19. (...)

Después de que la policía dispersara la manifestación, varios centenares de miembros de diversas organizaciones de extrema derecha se lanzaron al asalto de uno de los edificios más emblemáticos y más cargados de historia de Berlín, el Reichstag (7), sede del Bundestag, Parlamento federal alemán. Con saña y furia, los pendencieros extremistas rompieron las barreras de seguridad levantadas alrededor del Parlamento, e invadieron las escalinatas que conducen al célebre edificio. Se agolparon con violencia ante las puertas, aunque no consiguieron penetrar en él. Entre los asaltantes extremistas, había neonazis y miembros de organizaciones nacionalistas, de movimientos identitarios y de los Reichsbürger (“Ciudadanos del Reich” los cuales no reconocen las fronteras alemanas, ni el orden constitucional federal vigente (8)), portadores de banderas color negro, blanco y rojo del viejo imperio alemán (1871-1918) disuelto en 1919 tras la Primera Guerra Mundial.

La intención de asaltar la sede parlamentaria había sido anunciada en las redes sociales días antes de la manifestación. Por su enorme carga simbólica, las imágenes de este ataque ocuparon los titulares internacionales e impactaron a la opinión democrática mundial. Eso sucedió apenas cinco meses antes del asalto al Capitolio de Washington. Sin duda sirvió de modelo a los partidarios de Donald Trump y a los grupos supremacistas blancos y neonazis estadounidenses. 

A su vez, después del 6 de enero de 2021, los acontecimientos del Capitolio inspiraron nuevos ataques -realizados por el mismo tipo de asaltantes extremistas antisistema movidos por teorías del complot, en circunstancias muy semejantes- a otros edificios simbólicos en diferentes países. (...)

Hoy -no sólo en Estados Unidos o en Brasil- el odio circula subterráneamente por nuestras sociedades. Fluye por todas partes. Riega el paisaje político. No es exclusivo de un partido o de un dirigente. El problema se agrava, como lo observa muy bien José Natanson, cuando un líder, un partido o un comunicador –es decir, alguien con poder en la discusión pública– moviliza ese odio en contra de un grupo social, una ideología o una persona concreta. Esa es la dimensión neofascista del momento actual. Porque la ultraderecha ha hecho, una vez más, del odio su principal herramienta de construcción política.

El estudio de esos ataques contra el corazón de la democracia en Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, Canadá y Brasil -y de las circunstancias que los originaron- nos permite explorar, con prudencia, el triángulo principal de la desazón contemporánea: la crisis de la verdad, la crisis de la información, la crisis de la democracia. Estas tres crisis existenciales, articuladas entre sí, afectan hoy, de una manera u otra, a casi todas las naciones (12)

 Tanto más cuanto que el (mal) ejemplo viene de Estados Unidos. Y si algo no posee casi excepción desde hace un siglo, es la capacidad del modelo estadounidense -en materia de cultura popular, de modas, de consumo, de comunicación y de marketing político- en ser imitado y replicado por doquier…

Más aún, obviamente, en la edad de Internet, de la web y de las redes sociales, un ecosistema cultural y comunicacional fundamentalmente creado y desarrollado en Estados Unidos, y que se ha salido de control…

Por eso es tan urgente frenar la propagación en las redes de contenidos conspiranoicos mentirosos y dañinos. Tenemos que elegir ahora mismo: ¿dejamos que nuestras democracias se marchiten? ¿O las mejoramos? Porque esto va a ir a peor. Se volverá mucho más complejo, ya que la Inteligencia Artificial (AI) progresa y se sofistica sin cesar. Consecuencia: cada vez será más difícil detectar y denunciar las teorías conspirativas, las manipulaciones, la desinformación. Eso provocará que se repitan los enfurecidos asaltos de las masas conspiranoicas de ultraderecha, cada vez más fanatizadas, contra las sedes de los poderes democráticos… ¿Hasta cuándo?"           (Ignacio Ramonet, Rebelión, 12/01/23)

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