"La economía argentina contemporánea se asemeja a una meticulosa puesta en escena teatral, donde el decorado de una supuesta normalización macroeconómica intenta ocultar los cimientos podridos sobre los que se erige. El gobierno nacional, en un estado de extrema fragilidad política tras el veredicto contundente de las urnas en la provincia de Buenos Aires, se aferra a un relato de éxito que la realidad material se encarga de desmentir a diario.
A medida que el modelo exhibe sus grietas, un nerviosismo particular comienza a recorrer los pasillos de las corporaciones y los directorios de las grandes empresas. Se trata de un malestar paradójico. Por un lado, los sectores concentrados de la economía –especialmente el sector financiero, el agroexportador y las grandes empresas de energía– registran utilidades extraordinarias. Sus negocios, en el corto plazo, son excelentes. Sin embargo, esta misma elite detecta con pánico la falta de un marco político estable que garantice la continuidad de este rumbo más allá de la coyuntura inmediata y, como resulta crucial, más allá de la figura misma del presidente Javier Milei.
La idea de garantizar la continuidad del rumbo económico aún a costa de la caída del gobierno que lo impulsa no es nueva en la historia argentina; es, de hecho, un leitmotiv de nuestra dependencia. El establishment económico ha demostrado históricamente una flexibilidad admirable en cuanto a las formas políticas, siempre y cuando el contenido económico se mantenga incólume. La última dictadura cívico-militar, el menemismo, el macrismo e incluso el albertismo han sido, en distintos grados, alternativas admisibles para las elites. Lo que estas experiencias tienen en común es que, en su momento, fueron funcionales a la imposición de un orden macroeconómico específico, basado en la primacía financiera, y la subordinación al capital global.
La gran innovación –o victoria– del establishment en el ciclo actual ha sido la internalización, por parte de una porción significativa de la clase política tradicional y de amplios sectores sociales, de ciertos dogmas como si fueran verdades técnicas incuestionables, despojándolos de su profundo contenido político y social. El equilibrio fiscal a cualquier costo es el emblema de este éxito.
Lo que en cualquier manual serio de economía es un instrumento de política coyuntural –y potencialmente recesivo– se ha convertido en un fetiche, en un sinónimo de «buena gestión» per se, divorciado por completo de sus efectos sobre el nivel de actividad, el empleo y el bienestar social. Esta aceptación acrítica del ajuste como única ortodoxia posible es el cordón umbilical que permite imaginar una transición «ordenada»: se puede cambiar a los actores en el escenario, siempre y cuando no alteren el guion escrito por los acreedores internacionales.
En este contexto, el análisis del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) resulta luminoso al señalar que la proscripción judicial de Cristina Fernández de Kirchner trasciende por completo una mera pulseada política o un caso aislado de lawfare. Representa la necesidad estructural de disciplinar judicialmente a todo el sistema político tradicional. Cuando un modelo económico es incapaz de generar consenso social, de construir legitimidad a través de resultados que beneficien a las mayorías, y se sostiene únicamente en base a una frágil coalición de intereses concentrados y represión del descontento, el mecanismo de la competencia electoral se vuelve un riesgo inmanejable.
La democracia, en su sentido sustantivo de soberanía popular para decidir el rumbo económico, es un estorbo. Por lo tanto, es imperioso deslegitimar, judicializar y, de ser posible, proscribir a cualquier fuerza opositora que, incluso de manera tibia, represente una amenaza a la «hoja de ruta». No se persigue a Cristina Fernández por sus supuestos delitos, sino por lo que representa. El disciplinamiento se convierte así en la condición sine qua non para la continuidad del programa de ajuste, una garantía de que, gane quien gane las elecciones, las políticas centrales no variarán.
Como lo expone con agudeza el doctor en ciencias sociales Alejandro Horowicz, esto explica la paradoja de una «transición controlada». La oposición política, en su conjunto, carece no solo de un modelo alternativo coherente, sino incluso de un conjunto mínimo de medidas de política económica que se desmarquen del dogma imperante. Su crítica es a menudo vacía, se centra en los «modales» y la «forma» del gobierno de Milei, pero no en el fondo de su programa. ¿El resultado? Una lógica perversa pero impecable: cuando nadie en el arco opositor tiene una alternativa real, todos, en esencia, terminan suscribiendo el mismo programa, el dictado por el Fondo Monetario Internacional. La política se reduce a una mera gestión de la austeridad con distintos estilos.
Dependiendo de la velocidad a la que se degrade el modelo –una variable que hoy parece acelerarse–, las elites ya están preparando sus planes B. Estas alternativas no representan una ruptura, sino una «recarga» del mismo programa, pero con una cara más presentable y modales menos agresivos. La economía, en este esquema, deja de ser una ciencia para transformarse en el arte de las apariencias.
Por lo tanto, se puede activar un «reset» del gobierno. Se puede forzar una salida anticipada a través de una asamblea legislativa o de una compleja coalición de gobernadores. Pero las alternativas admisibles dentro de este juego son únicamente aquellas que no alteren un ápice el orden macroeconómico impuesto.
Para desentrañar la perversidad de este consenso social en torno al equilibrio fiscal en un país con el 50% de su población en la pobreza, es necesario realizar un desvío por la teoría económica clásica, específicamente por la obra de John Maynard Keynes. En 1919, Keynes escribió «Las consecuencias económicas de la paz» movido por la indignación. Había participado como representante del Tesoro británico en las negociaciones del Tratado de Versalles y renunció ante la imposibilidad de hacer entrar en razón a los vencedores de la Primera Guerra Mundial, que impusieron a Alemania reparaciones de una magnitud astronómica y mecánicamente imposibles de pagar. La vigencia de su análisis para la Argentina de hoy no es una mera analogía; es un espejo casi perfecto.
Keynes desnudó la lógica simple pero mortal de una deuda denominada en moneda extranjera y el problema de la transferencia interna. Un país que le debe a otro –o al FMI– en dólares, no puede pagarle imprimiendo pesos. Necesita conseguir dólares. Solo hay tres formas realistas de hacerlo:
- Exportar más de lo que se importa: generar un superávit comercial vendiendo bienes, servicios o recursos naturales al mundo.
- Endeudarse más: pedir prestados nuevos dólares para pagar los viejos dólares que se deben, una espiral piramidal que solo posterga y agrava el problema.
- Vender el patrimonio: enajenar los activos nacionales –empresas públicas, recursos naturales, tierras– a compradores extranjeros que paguen en divisas (el programa máximo de las privatizaciones).
El núcleo de su argumento, y lo que es absolutamente central para Argentina, es el problema de la «transferencia», un proceso de doble conversión que implica dos fases críticas y terriblemente dolorosas:
Fase 1: la transferencia interna (o El superávit fiscal macabro)
Antes
de poder comprar dólares, el Estado debe reunir una enorme cantidad de
su moneda local (pesos). Para juntar esos pesos, no tiene más remedio
que:
- Aumentar impuestos y/o reducir el gasto público de manera brutal. Esto es la austeridad. En el caso argentino, la narrativa de la «presión tributaria alta» –promovida por las elites– ha servido para descartar casi por completo la vía de aumentar impuestos a los sectores de mayor capacidad contributiva (renta financiera, grandes fortunas, exportadores). Por lo tanto, el ajuste recae de manera abrumadora en la segunda variable: el recorte del gasto.
Este esfuerzo fiscal contractivo es el que crea el superávit primario: el gobierno, en pesos, recauda más de lo que gasta internamente. Pero este superávit no es un signo de salud; es el síntoma de una hemorragia interna. Es un «ahorro forzado» extraído de las entrañas de la economía doméstica. Para lograrlo, el gobierno:
- Elimina subsidios al transporte, la energía y los servicios públicos. La nafta, el gas y la luz se vuelven artículos de lujo, encareciendo toda la cadena de producción y el costo de vida.
- Recorta brutalmente los presupuestos de salud, educación, ciencia y tecnología. Los hospitales públicos se quedan sin insumos, las escuelas se caen a pedazos, los investigadores emigran.
- Congela pensiones y salarios de estatales, que se desploman en términos reales frente a una inflación galopante, profundizando la recesión al eliminar el poder de compra de la población.
Fase 2: la transferencia externa (La conversión final)
Una
vez que el Estado ha logrado su «victoria» macabra –ha juntado miles de
millones de pesos empobreciendo a su población–, debe convertir esos
pesos en dólares. Aquí surge otro problema keynesiano: esa conversión
masiva puede deprimir aún más el valor de la moneda local, si las elites
exportan y necesitan un tipo de cambio devaluado, generando más
inflación y haciendo, paradójicamente, que cada vez se necesiten más
pesos para comprar la misma cantidad de dólares. Finalmente, con los
dólares comprados gracias a un sistema extraccionista de exportaciones
privadas, el gobierno realiza el pago puntual a sus acreedores
internacionales.
El FMI, los mercados financieros y los editorialistas del establishment felicitan al gobierno por su «disciplina fiscal» y su «compromiso con los compromisos». Es la consagración de la apariencia. Keynes argumentaría, hoy como ayer, que este esfuerzo no solo es moralmente obsceno en un país con índices de pobreza récord, sino que es económicamente insostenible. Una población empobrecida y una economía devastada no pueden generar la riqueza real necesaria para pagar la deuda en el futuro. El superávit se logra no porque la economía sea más eficiente y pujante, sino porque se ha empobrecido a su gente hasta el hueso.
El experimento económico en curso en la Argentina va mucho más allá de un simple plan de ajuste. Es parte de una ofensiva estratégica de mayor alcance cuyo objetivo final es el vaciamiento definitivo de la democracia. En este nuevo régimen, la soberanía popular queda confinada a elegir cada cuatro años entre gestiones tecnocráticas que varían en su estilo, pero no en su sustancia, todas ellas comprometidas con la misma hoja de ruta predefinida por los acreedores y los grupos de poder económico. Las elecciones se convierten en meros mecanismos de validación residual de una arquitectura de poder que se decide en otra parte.
Lo más llamativo, y quizás lo más trágico, es el grado en el que este relato ha sido internalizado. La obsesión por el equilibrio fiscal como un fin en sí mismo, desconectado de cualquier consideración sobre el desarrollo, el empleo o la justicia social, es el triunfo supremo de la apariencia sobre la sustancia. Es la victoria de una elite que ha logrado que se naturalice como sentido común que el bienestar de los mercados de deuda es infinitamente más importante que el bienestar de la mitad de la población que está bajo la línea de pobreza." ( Alejandro Marcó del Pont, blog, 21/09/25)
No hay comentarios:
Publicar un comentario