22.10.25

“No puedo soportar ver en mi teléfono a tantos niños muertos, a tantas niñas sin piernas, tanto escombro, tanto horror… Tenemos que hacer algo”... Elon Musk dijo que la debilidad fundamental de Occidente es la empatía. Tiene razón. El escollo crucial para el proyecto del fascismo del fin de los tiempos, que él nombra como proyecto de Occidente, es el amor... Los cuerpos frágiles, agotados y hambrientos de la población gazatí despiertan la responsabilidad para hacernos cargo de las y los otros, una expresión de amor... La pedagogía de la crueldad se resquebraja ante la consciencia de la violencia atroz encarnada en cuerpos concretos que sufren. No ha sido la admiración ante la heroicidad numantina del pueblo palestino, sino la resistencia de respirar trabajosamente, de buscar cada día comida y agua, de continuar escapando cuando parecería más fácil simplemente morir. La heroicidad humilde del querer existir. La capacidad de sufrir con el sufrimiento de otros y de complacernos con su alegría es el principal escollo que encuentra este proyecto de muerte... dice Mélenchon, que “en las condiciones de nuestro siglo, la percepción de la existencia de bienes comunes inalienables produce una motivación colectivista muy fuerte"... insiste en que la emancipación de las clases populares debe ser obra de las mismas clases populares. Me parece, la verdad, más inteligente retomar y trabajar políticamente la idea de que el pueblo salva al pueblo, y no insistir de forma algo pobretona y machacona en que son los servicios públicos quienes lo salvan, como si fuesen un ovni y no una consecuencia de las luchas de la gente organizada. Creo sinceramente que no hay forma de frenar esta ofensiva sin organización y atención (Yayo Herrero)

 "Querida comunidad de CTXT:

Recientemente estuve en Argentina. Tuve ocasión de mantener encuentros con personas de diferentes ciudades y escuché mucho sobre la situación que atraviesa el país y sobre las formas en las que afecta a las personas, a las mismas personas que me lo contaban.

Milei ha puesto en marcha el proyecto político que anunció con claridad y sin tapujos, que fue respaldado por las élites económicas y por una parte significativa de sectores populares hartos y desafectos de la alternancia política de las derechas y los progresismos de unas izquierdas cada vez más deshilachadas.

Las políticas de Javier Milei constituyen una declaración de guerra contra su propio pueblo. Todo es carísimo y cualquier recurso público que sirviese para paliar desigualdades o cubrir necesidades ha sido eliminado. Bien claro dijo que la justicia social es una aberración que debe ser abolida. El resultado económico, en términos de economía convencional, ha sido lamentable, y si bien la inflación bajó, lo hizo por puro desplome del consumo de todo, también de los bienes básicos necesarios para sostener la vida. El resultado de su propósito de barrenar la justicia social, sin embargo, es bastante exitoso y coherente con sus concepciones sobre lo que es justo.

La capacidad de la sociedad argentina para organizarse es increíble. Ahora una parte importante de la resistencia se centra en la pura supervivencia. Es impresionante cómo se dan las luchas en todos los ámbitos y bajo una fortísima represión.

La cantidad de gente de izquierdas que en diferentes lugares me dijo “no lo vimos venir” me ha hecho pensar mucho. Quizás no previeron que Milei se fuese a atrever a empuñar la motosierra con esa saña, que se recortasen derechos a esa velocidad, que fuese a contar con la complicidad de la derecha del arco parlamentario que no parecía tan ultraderecha, que los progresismos exhibieran tanta impotencia.

Una parte de los sectores populares organizados sí que lo vieron venir. Dicen que mucha gente votó desde la rabia, desde un “ya no más” que nacía de la experiencia de crueldad política en la que ya vivían. Estaban saturados de corrupción y agotados de promesas y discursos vacíos.

En noviembre de 2024 Donald Trump ganó por segunda vez, no consecutiva, las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. También allí se viven momentos propios de una película distópica. Aranceles como amenaza, personas migrantes en jaulas, deportaciones de gente encadenada, expulsiones de las universidades.

Las medidas económicas y los discursos exhiben una dureza inusitada. Trump se ha erigido como caudillo en torno al cual se aglutinan el nacionalismo cristiano, la extrema derecha de la Alt Right y un grupo de multimillonarios influyentes del sector tecnológico, que ejercen un poder político descomunal. Ven en Trump alguien capaz de intensificar el estado policial y militar, de acabar con el Estado administrativo y social y de aniquilar “La Catedral”, que es como denominan al conjunto de instituciones culturales y universitarias que, según ellos, expanden un pensamiento que bautizan como marxismo cultural e ideología woke.

Al votante que no cabe en sus cápsulas salvadoras se le ofrece la nostalgia de un pasado que probablemente nunca existió y el desfogue de ejercer poder y castigo sobre un conjunto cada vez más amplio de otros seres deshumanizados y señalados.

Tampoco se comprende el re-ascenso de Trump si no es por la práctica desaparición de un Partido Demócrata del cual amplios sectores de la sociedad no quieren saber nada más. Las encuestas realizadas en EEUU muestran el rechazo de más de la mitad de la población a la política migratoria, arancelaria y económica de Trump, y, a la vez, una percepción generalizada de que las políticas de Biden fueron dañinas y perjudiciales.

 Para comprender la fuerza con la que ha emergido la ultraderecha en tantos lugares a la vez, es preciso reconocer en toda su gravedad la naturaleza compleja e interconectada de la policrisis que atravesamos. Y es también preciso analizar críticamente y sin autoengaños las respuestas de la mayor parte de los gobiernos progresistas que se enfrentan a la contradicción entre “el realismo” de favorecer la acumulación en sus territorios y la necesidad de conseguir legitimidad política. Bajo esa tensión surgen políticas desconcertantes y contradictorias y la política se reduce a la disputa mediática. Las crisis de legitimidad son cada vez más intensas. Salvo escasas excepciones, los gobiernos no nombran ni atajan la cuestión central, el conflicto entre el capitalismo y la vida en un contexto de contracción material. Al no hacerlo, le allanan el camino al fascismo. Lo que se vive en Argentina o Estados Unidos muestran que este recorrido tiene límites evidentes.

Margaret Atwood en 1985 anticipó, en El Cuento de la Criada algo parecido a lo que vivimos. Merece la pena recordar cómo la protagonista relata en la novela la llegada a la República de Gilead:

“Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente y ametrallaron el Congreso, y el ejército declaró el estado de emergencia. En aquel momento culparon a los fanáticos islámicos.

Yo estaba anonadada. Como todo el mundo, ya lo sé. Era difícil de creer. El gobierno entero desaparecido de ese modo. ¿Cómo lo lograron, cómo ocurrió?

Fue entonces cuando suspendieron la Constitución. Dijeron que sería algo transitorio. Ni siquiera había disturbios callejeros. Por la noche la gente se quedaba en su casa mirando la televisión y esperando instrucciones. Ni siquiera existía un enemigo al cual denunciar.

(…) Los periódicos fueron sometidos a censura y algunos quedaron clausurados, según dijeron por razones de seguridad. Empezaron a levantarse barricadas y a aparecer los pases de identificación. Todo el mundo lo aprobó, dado que resultaba obvio que ninguna precaución era excesiva. Dijeron que se celebrarían nuevas elecciones, pero que llevaría algún tiempo prepararlas. Lo que hay que hacer, declararon, es continuar como de costumbre.

Por supuesto se organizaron marchas de montones de mujeres y algunos hombres. Pero fueron menos importantes de lo que cualquiera podría pensar. Creo que la gente sentía pánico. Y cuando se supo que la policía, o el ejército, o quien fuera, abriría fuego apenas empezara una sola de esas marchas, éstas se irrumpieron. Volaron dos o tres edificios, oficinas de correos y estaciones de metro. Pero uno ni siquiera podía estar seguro de quién estaba haciendo todo eso. Podría haber sido el ejército, para justificar los registros por computadora y los otros, puerta por puerta”.

Resulta inquietante la cercanía de lo que cuenta Atwood en su novela.

¿Quién podía imaginar que pudieran echar de la universidad y deportar a una estudiante turca por haber firmado un manifiesto pro Palestina? ¿Quién puede creer que hay quien tiene que abandonar su país porque la familia ha sido amenazada por sus trabajos académicos de crítica al fascismo? ¿Quién puede imaginar a un país masacrando, echando abajo las casas, reduciendo a escombros, matando de hambre, a plena luz, con apoyos explícitos o con vergonzosas complicidades? ¿Quién podía imaginar a las fuerzas de seguridad tiroteando a migrantes que intentaban alcanzar a nado la costa?

Solo la desmemoria y la falta de mirada crítica sobre nuestra propia historia hace inimaginable este horror. No está tan lejos el macartismo en Estados Unidos, ni la dictadura de Videla en Argentina, ni la de Franco en España. No ha pasado tanto tiempo desde el Holocausto contra las personas judías. Ni del lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Son relativamente recientes la Nakba y la Naksa contra el pueblo palestino. No hace demasiado de la Gran Redada contra el pueblo gitano y para los pueblos indígenas la lógica de violencia y despojo que comenzó hace cinco siglos aún está brutalmente vigente. En términos históricos, quizás haya que reconocer que lo que sucede ahora no es tan excepcional, aunque suceda en el contexto del mundo extraño que nombra Latour.

El temor fundado a que cuando lleguen las ultraderechas autoritarias de nuevo cuño usen las motosierras, y hagan de sus promesas una realidad, hace que muchas de las cuestiones que se atisban se callen. Se dice que ahora no toca. No toca advertir y denunciar. No toca hablar y repudiar la corrupción que se da también en las izquierdas, no toca llamar la atención sobre la pugna por el extractivismo de los recursos y minerales estratégicos declinantes, ni toca hablar contra la guerra, el rearme o el comercio con Israel en pleno genocidio. No toca hablar de precariedad y pobreza, ni de un proletariado joven sin garantía de futuro estable. No toca hablar de una ley de extranjería que convierte a muchas personas migrantes en mano de obra barata y disponible a la que se enfrenta con trabajadores precarios de sectores mal pagados cuyas condiciones laborales también se ven precarizadas. No toca hablar de hacia dónde conduce la superación de los límites biofísicos. No toca hablar de lucha de clases.

Hace unos días se publicó en El Salto un artículo de extraordinario interés sobre la forma de trabajo político que está siguiendo La France Insoumise (LFI) en Francia. Los autores, Eloi Gummà y Roc Solà, explican cuáles son las claves que han hecho que LFI se haya convertido, con 450.000 militantes –militantes, no solo seguidores de una red social– inscritos, en la fuerza más dinámica de la izquierda europea. Si bien LFI se inspira y reconoce en la experiencia del movimiento obrero y la lucha por el socialismo de los siglos XIX y XX, considera, en palabras de Mélenchon, que “en las condiciones de nuestro siglo, la percepción de la existencia de bienes comunes inalienables produce una motivación colectivista muy fuerte que puede contribuir más al ensanchamiento de una conciencia anticapitalista”.

El artículo advierte de que “pese a que los medios macronistas se empeñen en ver beneficios para la extrema derecha detrás de toda agitación popular, lo cierto es que los hechos, tanto de los últimos meses como del calendario por venir, tienen en gran parte que ver con el rol jugado en la política nacional por LFI”.

LFI defiende que la construcción de un pueblo revolucionario no es solo una cuestión de relato para invocar al pueblo o la nación, sino que implica un gran esfuerzo militante para construir un movimiento de masas que se active mediante campañas compartidas, momentos y espacios, puerta-a-puertas, sin atajos. Conciben la propia acción como “un gran movimiento de educación popular”. No se presentan como un partido de vanguardia, sino como un movimiento político que pretende estimular la autoorganización. Insisten en que la emancipación de las clases populares debe ser obra de las mismas clases populares. Me parece, la verdad, más inteligente retomar y trabajar políticamente la idea de que el pueblo salva al pueblo, y no insistir de forma algo pobretona y machacona en que son los servicios públicos quienes lo salvan, como si fuesen un ovni y no una consecuencia de las luchas de la gente organizada.

Creo sinceramente que no hay forma de frenar esta ofensiva sin organización y atención. En este sentido, la lucha contra el genocidio contra el pueblo palestino es de nuevo emblema. Llevamos dos años de protestas. En algunos lugares muy fuertes. En otros, como en España al principio, posiblemente por tener un gobierno que discursivamente era muy crítico con las masacres cometidas por Israel, fueron menos masivas e intensas de lo que era esperable. Luego, según las dimensiones del horror fueron siendo más conocidas, gracias al trabajo de muchos y muchas periodistas locales masacradas y de algunos periodistas y medios de comunicación en nuestros países. Para mí ha sido fundamental el trabajo de Olga Rodríguez y también el de CTXT, que hicieron una importante labor de poner a disposición de las y los lectores traducciones de medios israelíes y análisis que no eran fáciles de encontrar.

Sin embargo, creo que las movilizaciones en torno a la Vuelta Ciclista a España han sido el detonante que han llevado la movilización a un cambio de escala.

La Vuelta, coincidente con la Marea Palestina en educación y el viaje de la Global Sumud Flotilla han logrado romper el bloqueo mediático. La brutalidad del genocidio se ha vuelto incontenible y ha pulverizado los algoritmos que la escondían. “No puedo soportar ver en mi teléfono a tantos niños muertos, a tantas niñas sin piernas, tanto escombro, tanto horror… Tenemos que hacer algo”, afirmaba un joven en un post.

El 8 de marzo de 2025, Elon Musk dijo que la debilidad fundamental de Occidente es la empatía. Tiene razón. El escollo crucial para el proyecto del fascismo del fin de los tiempos, que él nombra como proyecto de Occidente, es el amor.

Los cuerpos frágiles, agotados y hambrientos de la población gazatí despiertan la responsabilidad para hacernos cargo de las y los otros, una expresión de amor. No se puede, sencillamente no se puede, no hacer nada.

La pedagogía de la crueldad se resquebraja ante la consciencia de la violencia atroz encarnada en cuerpos concretos que sufren. No ha sido la admiración ante la heroicidad numantina del pueblo palestino, sino la resistencia de respirar trabajosamente, de buscar cada día comida y agua, de continuar escapando cuando parecería más fácil simplemente morir. La heroicidad humilde del querer existir.

La capacidad de sufrir con el sufrimiento de otros y de complacernos con su alegría es el principal escollo que encuentra este proyecto de muerte. En este sentido, el precario alto el fuego es una pequeñísima e insuficiente victoria. Podían haber seguido masacrando y haber terminado el trabajo sin necesidad de hacer paripés, pero la gente en la calle, atenta y activa ante la masacre, y la furia que generan la injusticia y la violencia atroz son un peligro. Por eso, Trump tiene que bajar por unos instantes del podio de la dueñidad, como dice Rita Segato, y se autopresenta como factótum de un proceso de paz que él sabe que no lo es, pero que se ve obligado a presentar como tal. Es la primera vez en meses que se ve forzado a hacer algo. Es peligroso tener a gente atenta en la calle, que una vez se organiza, aprende y se pregunta cómo se llegó aquí, conecta éste con otros dramas, con otras vulnerabilidades hasta llegar a la suya propia y, entonces, quizás ya no es tan fácil meterlos en casa ni engañarlos. Hay que desactivar la explosión de decencia y humanidad cuanto antes.

Toca seguir y no consentir que se llame proceso de paz a lo que, tal y como señala Olga Rodríguez, es un intento de normalización del genocidio israelí, con el fin de rescatar la imagen de Israel, detener la presión social internacional y garantizar la ocupación y el apartheid en Palestina. Toca decir a nuestro Gobierno que es una vergüenza que rinda pleitesía a Donald Trump, que se transija con una operación de lavado de imagen a Israel y un ejercicio de impunidad ante dos años de atrocidades, despojo y brutalidad que se unen a los de decenios anteriores.

Toca trabajar para dar respuestas firmes, sólidas, organizadas y masivas que se apuntalen en esa justicia que les parece aberrante, esa paz que no suma en el PIB y esa empatía que nos recuerda que somos seres humanos. Solo se hará si la calle y la sociedad fuerzan a ello. No esperemos nada si no lo forzamos entre todas.

El Cuento de la Criada no es la historia disciplinadora de una distopía; lo que Margaret Atwood cuenta es el inicio de una resistencia.

“Es por falta de amor por lo que morimos (…) Creo en la resistencia del mismo modo que creo que no puede haber luz sin sombra o, mejor dicho, no hay sombra a menos que también haya luz”."                              (Yayo Herrero , CTXT, 20/10/25)

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