"Los años que sufrí mi peor depresión, entre las pocas cosas que me aliviaban se encontraba escuchar a Bach. Yo no lo sabía entonces, pero aquella música sacra me devolvía el sentido de lo que no lo tenía, remendaba el alma herida de una persona que concebía cada día como un pequeño suicidio; en el fondo, se trataba de una experiencia espiritual que solía ocurrir, además, mientras pintaba, incapaz ya de dedicarme a la literatura después de que el lenguaje escrito se me hubiese desintegrado. En momentos extremos, el ser humano tiende a mirar arriba, quizá porque el abajo lo constituye su propio cuerpo enterrado. Así que abracé una suerte de religiosidad artística rara en quien se pensaba atea que, desde entonces, me ha ayudado a comprender eso que ahora llaman "el giro católico", y que yo considero una búsqueda de significado en un mundo en plena descomposición.
Que Rosalía haya integrado una imaginería católica en su último disco forma parte de una campaña de marketing dirigida, como todas, a incrementar las ventas. Pero su reivindicación de la fe, ya expresada en numerosas ocasiones, se suma a la que han efectuado otros artistas, y a una tendencia generalizada en una juventud cuyo estado de ánimo el teórico Mark Fisher caracterizó como "hedonia depresiva". En la oscilación que va del jolgorio consumista al vacío se irgue un desmoronamiento civilizacional que afecta, como aventuré en Vivir peor que nuestros padres (2023), especialmente a los seres de menos edad: aquéllos obligados a existir sin un proyecto vital claro después de que las promesas económicas no se hayan cumplido, tras la caída de la meritocracia, la imposibilidad de independizarse, o el terror a la devastación climática. Ahora que se ha celebrado el primer aniversario de la DANA, quizá merezca la pena recordar lo que dijo Claudia, una de las víctimas que entonces contaba con 22 años: "Nos habéis dejado sin presente, sin futuro y sin pasado". Esta frase –sobrecogedora para quien aún tenga latido– sentencia un reproche, y enuncia brutalmente una fragmentación histórica sin precedentes. ¿Qué hacer con ese reloj trastabillado? ¿En qué huso horario nos desarrollaremos si el tiempo ha desaparecido?
La filósofa Marina Garcés ofrece una reflexión tajante. En Nueva ilustración radical (2017) nos adjudica una "condición póstuma" que se caracteriza por la iteración de la muerte precisamente en un no tiempo. "Es el fin del tiempo vivible… Un nuevo sentido de la desesperación" –argumenta–, motivado por la volatilización de las nociones de progreso y bienestar que dominaron la segunda mitad del siglo XX y ahora yacen entre los escombros. Como afirmó Israel Merino para este periódico, "el proyecto neoliberal se deshace dejando cadáveres … en Estados Unidos, Europa, Valencia, y hasta en las clínicas oncológicas de Andalucía", pero, lo que destaca de esta era es que, más allá de los decesos puntuales, la muerte se está articulando como estrategia política en una suerte de masoquismo autolítico que acepta e impulsa buena parte de la gente. En mitad de la tragedia, arrastrados por la ola de una lluvia torrencial o frente al páramo oscuro de un porvenir huérfano, ¿qué hacer sino creer en Dios? Y eso debería comprenderlo la izquierda que aún sueña con el PIB, con ampliar aeropuertos, o la que hizo del trabajo el eje vertebrador de una identidad que ya no es extrapolable.
Yo me di cuenta cuando residía en Estados Unidos: el país del mundo desarrollado donde los niveles de religiosidad son más altos. Aunque las causas no son cuantificables, podía inferir que faltando la sanidad pública y otros servicios básicos, compitiendo encarnizadamente en una lucha por la supervivencia, y familiarizados con la violencia, los ciudadanos hallasen imprescindibles los refugios divinos. Es el extremo de un modelo económico que construye subjetividades desamparadas y está colonizando otros espacios, también los patrios. En nuestro país, podría decirse que necesitas a Dios si sabes que tu lista de espera quirúrgica no avanza o que los montes de tu infancia jamás volverán a ser los mismos tras el incendio. Desvinculados de la memoria nacional-católica del franquismo, y confrontados con una realidad caótica que no ofrece soluciones evidentes, no es de extrañar que los jóvenes estén incorporando una espiritualidad que puede encajar o no con las doctrinas tradicionales de la Iglesia, pero en la que encuentran el amparo negado en otros ámbitos. Si a eso se le añade la popularidad de líderes como el Papa Francisco, en cuya encíclica Laudato Si llamó abiertamente al "cuidado de la casa común" y a "tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilo de vida, de producción y de consumo" para combatir el calentamiento global, nos toparemos con que un credo que creíamos obsoleto es capaz de interpelarnos.
Con qué objetivo asimilen la religiosidad la población y los distintos grupos políticos –destruir el estado y que nos salve la divinidad; o azuzar el bien común– está por ver, pero todo apunta a que esa búsqueda de lo transcendental seguirá su curso. De hecho, ya se está produciendo en fenómenos como el boom del estoicismo, la buena salud que goza la poesía, o el rescate de una figura como Simone Weil, que la propia Rosalía cita en su álbum. La filósofa francesa aunaba su misticismo a una defensa acérrima de los derechos de los trabajadores, y de las raíces como forma de habitabilidad en un contexto cargado de dolor (falleció en 1943). Igualmente, nuestra María Zambrano, republicana exiliada tras la Guerra Civil, jamás se cansó de clamar justicia en un pensamiento cuajado de valores cristianos como la piedad. Si el único futuro es la fe, y esa fe puede mover montañas hacia lugares más amables, menos dañinos, no seré yo quien se oponga."
(Azahara Palomeque , Público, 03/11/25)
No hay comentarios:
Publicar un comentario