"El presente texto es el prólogo al libro El legado de Trump en un mundo en crisis,
(...) me atrevería a decir que este libro ofrece una de las radiografías más completas de la gestión de Donald Trump al frente del gobierno de Estados Unidos.
(...) las diversas contribuciones de esa sección comprueban a lo largo de múltiples dimensiones de análisis que la declinación del poderío global de la superpotencia es un hecho irrefutable. Lo que está en discusión no es si Estados Unidos ha comenzado ya a percibir las primeras sombras del ocaso de su primacía absoluta, como fuera fugazmente experimentada luego de la implosión de la Unión Soviética dando pie a la infantil ilusión del “siglo americano”, sino cuál será la velocidad de esta trayectoria declinante. Como decíamos hace ya bastante tiempo, la discusión no es si la pax americana va a concluir, sino cuánto tiempo tomará ese proceso y qué grado de violencia internacional podría desencadenar la declinación del imperio americano.[1]
Va de suyo que esto no significa que Washington deje de ser un actor de gran importancia en el nuevo orden mundial que ya se ha cristalizado en los últimos años. Pero lo que sí quiere decir es que ahora su predominio está compensado, a veces de modo desfavorable, por la arrolladora potencia económica de China y por el inesperado renacimiento de Rusia.
El país asiático, convertido sin duda alguna en la locomotora de la economía mundial e inclusive llamado a superar (si no lo hizo ya) en tamaño al PIB de Estados Unidos, constituye un formidable contrapeso en la competencia económica global y en las áreas más sensibles de la frontera tecnológica actual, tales como la informática, la tecnología 5G y la inteligencia artificial. Y Moscú incidirá también en el fiel de la balanza porque, a su enorme dotación de recursos naturales (agua, gas, petróleo) y a su contigüidad geográfica con Europa Occidental, añade una tecnología militar que en ciertos rubros clave −misiles, por ejemplo− es más avanzada que la que dispone Estados Unidos. (...)
El espejo empañado por una enfermiza vocación imperial refleja una realidad que ya no existe y según la cual Washington seguiría dictando los términos y condiciones de funcionamiento del orden mundial mientras el resto de los países acepta sumiso sus mandatos. El actual presidente, Joe Biden, sigue prisionero de ese espejismo cuando escribe que una de las primeras iniciativas que tomaría una vez electo sería convocar a los principales líderes del mundo a sentarse en torno a una larga mesa y, desde su cabecera, restablecer el imperio de las reglas del viejo orden liberal de posguerra.[2]
Ni Trump ni su sucesor parecen haber caído en la cuenta de que esa larga mesa rectangular del viejo orden mundial ya no existe más y de que fue reemplazada por otra de forma triangular en la cual la cabecera, el lugar donde residía el poder, ha desaparecido. La mesa tiene ahora tres lados y representa la triarquía dominante en el sistema internacional.
No todos los que se sientan en esa mesa tienen idéntica gravitación, es cierto; pero ninguno puede prescindir de la opinión de los otros. Y hay dos que son aliados, China y Rusia, y uno, Estados Unidos, que sueña con restaurar un mundo que se ha desvanecido para siempre, que agotó su ciclo histórico y que está alumbrando uno nuevo. Un país que, ya lo venían advirtiendo sucesivos documentos oficiales, cuenta con aliados cada vez más remisos o vacilantes, y adversarios cada vez más resueltos y poderosos.(...)
Convencido de que el extinto viejo orden podía resucitarse, Trump tropezó en más de una ocasión con las duras realidades de la nueva era. Pese a sus amenazas y bravatas, no pudo poner fin al programa nuclear de la República Popular Democrática de Corea y tampoco pudo hacerlo en la República Islámica de Irán. Además, tuvo que admitir el fracaso de algunas costosísimas operaciones militares lanzadas por los Demócratas (Afganistán y Siria, principalmente) y retirarse derrotado, militar y políticamente, lo cual explica la proliferación de artículos, informes y libros en Estados Unidos que se preguntan por qué la mayor potencia militar del planeta no puede ganar una guerra.[3] Tampoco pudo Trump contener económicamente a China o vetar la construcción del estratégico gasoducto que une Rusia con Alemania, esencial como suministro energético para numerosos países de Europa. Con sus caprichos, soberbia e insultos, debilitó a la Alianza Atlántica y se alienó el apoyo de sus socios europeos, un club de “potencias coloniales jubiladas” (como ácidamente lo recordara Zbigniew Brzezinski) incapaces de contener las arremetidas estadounidenses ni siquiera en su entorno inmediato del Oriente Medio y así evitar que las aventuras bélicas de Washington produjeran millones de refugiados que, lógicamente, no tenían otro lugar al cual dirigirse sino a Europa, exacerbando las tendencias xenófobas de su población y fascistizando a las fuerzas conservadoras de numerosos países. En resumen: con sus políticas Trump hizo que Estados Unidos perdiera posiciones en el Sudeste Asiático, en Asia Meridional, en Oriente Medio, en África y debilitara a sus tradicionales aliados europeos.
Como bien se señala en este libro, la única región del planeta en la cual Trump cosechó algunas victorias fue Latinoamérica y el Caribe. En Sudamérica, países como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia y Ecuador, amén de varios otros en Centro América y el Caribe, ratificaron su inserción como aliados incondicionales de Washington. Sin embargo, con la elección de Andrés Manuel López Obrador en México se puso en marcha un giro regional que luego se ratificaría, en Argentina, con la elección de Alberto Fernández y, más tarde, en Bolivia, con la de Luis Arce, previo golpe de Estado pergeñado para invalidar la legítima victoria de Evo Morales en las elecciones presidenciales de octubre del 2019. No obstante, en Uruguay, en las postrimerías del mandato de Trump, la rueda de la fortuna giraría en sentido inverso y un gobierno conservador vendría a desalojar al Frente Amplio luego de quince años de gobierno.
A pesar de ello, hay razones para pensar que este penoso legado de Trump en nuestros países está dando claras señales de agotamiento. (...)
A lo anterior es preciso sumar un dato para nada menor: el estrepitoso fracaso del proyecto de impulsar un “cambio de régimen” en Cuba, Venezuela y Nicaragua. La intensificación de las sanciones económicas contra estos países, la renovada agresividad del criminal bloqueo en tiempos de pandemia en contra de Cuba y Venezuela, los ataques apelando a toda la artillería de las Guerras de Cuarta Generación en contra del Gobierno bolivariano no lograron conmover los cimientos de los países agredidos, sumando un nuevo revés para una política sostenida con singular saña y crueldad por la Casa Blanca por más de sesenta años en algunos casos como el cubano.
Tal como lo demuestra de modo contundente este libro, la herencia del trumpismo es sin duda alguna negativa, muy negativa, profundizando las “fracturas internas” que desgarran a la sociedad y a la política de Estados Unidos. Trump precipitó aún más la ruptura del entramado social de lo que en la sociología norteamericana de los años sesenta era exaltado como el modelo más acabado de una sociedad perfectamente integrada, en donde el consenso en torno a normas y valores fundamentales había puesto fin a la lucha de clases. Toda la obra de Talcott Parsons y sus discípulos, dentro y fuera de Estados Unidos, se asentaba sobre esa premisa a partir de la cual se derivaría la teoría de la modernización de las sociedades periféricas, torpemente pautada según el irrepetible modelo estadounidense. Pero al acentuar la distancia entre los “haves” y los “have-nots” y al concentrar escandalosamente la riqueza en el 1 % más rico de la población, Trump terminó de liquidar el consenso parsoniano, contribuyendo a la veloz evaporación del “American dream”, fogoneando la lucha de clases (discretamente caracterizada como una anodina “puja redistributiva” entre multimillonarios y la gente del común) e infligiendo graves lesiones a la legitimidad del capitalismo estadounidense.
En el terreno de la política, su administración, tanto por su contenido como por lo que el profesor mexicano Daniel Cosío Villegas llamaba “el estilo personal de gobernar”, fomentó hasta extremos poquísimas veces visto en la historia de Estados Unidos (a excepción de la Guerra Civil y los primeros años del New Deal de Franklin D. Roosevelt) la polarización y el encono entre las dos fuerzas políticas tradicionales, tornando cada vez más difícil alcanzar el tan necesario “consenso bipartidario”. Un legado adicional de su gestión aún más preocupante en el plano de la política doméstica de Estados Unidos es la alarmante reconstrucción que, en clave fascistizante, Trump hizo del partido Republicano. Aquí hay dos dimensiones a examinar: una, la radicalización de sus posturas de derecha y, dos, la dotación del partido de una base plebeya que nunca había tenido sino en magnitudes muy reducidas. Antes de Trump, el Republicano era un partido más bien elitista, refractario a los sindicatos y las organizaciones populares y con inocultables veleidades aristocráticas. Apelaba más bien al voto de las, por entonces, prósperas capas medias y, ocasionalmente, captaba alguna fracción pequeña de los elementos más conservadores entre los “blancos pobres”, los afroamericanos y los latinos. Pero aquellas sufrieron un progresivo empobrecimiento en los últimos cuarenta años, desde los dorados años ochenta del neoconservadurismo de Ronald Reagan, y sus lealtades políticas fueron lentamente mudando. Dotado de inadvertidas cualidades de demagogo, Trump cambió ciertos componentes del discurso de los republicanos y, con ello, la composición social del electorado y de parte de su militancia. Lo convirtió en un partido de derecha populista y en ese proceso barrió a todos sus oponentes dentro de esa fuerza política. Al día de hoy, mediados del 2021, Trump es la única figura nacional presidenciable de los republicanos. Una reciente encuesta de Reuters/IPSOS, por ejemplo, señala que el 63 % de los republicanos entrevistados cree que Joe Biden les robó la última elección y cerca de un 70 % opina que debería ser candidato en 2024.[4] Además, hay que recordar que Trump obtuvo la friolera cifra de 74.222.958 votos, o el 46,8 % de los votos emitidos. Eso es más de lo que cualquier otro candidato presidencial haya ganado en la historia de Estados Unidos, con la excepción de Biden. (...)
No menos importante para el futuro de la democracia en Estados Unidos son los acontecimientos que tuvieron lugar el 6 de enero del 2021, cuando el Congreso debía proclamar a Joe Biden como el 46.º presidente de Estados Unidos. Para la ocasión, Trump llamó a sus seguidores a protestar en las afueras del Capitolio para expresar su repudio a lo que, según él, había sido un fenomenal “robo electoral” y evitar con su presencia que los congresistas legalizaran ese presunto atraco. El resultado fue una multitudinaria manifestación en la cual tanto quienes votaron por Trump como quienes jamás votaron en elección alguna (pero que ahora se sentían representados por el liderazgo mesiánico de Trump) apelaron a la violencia. Muy bien pertrechados con armas y dispositivos de comunicación, arrollaron a su paso a los cordones policiales dispuestos en la zona e ingresaron al Capitolio cometiendo toda clase de desmanes y poniendo en riesgo la vida de algunos de los congresistas más demonizados por esos fanáticos que solo pudieron salvarse gracias a una rápida evacuación del Senado y la Cámara de Representantes. (...)
Nunca antes había existido en Estados Unidos un fenómeno sociopolítico y cultural de este tipo, tanto por su calidad como por su número. Además, porque no solo hay votos, millones de votos, sino que también hay muchas armas, realiza entrenamientos militares y, en no pocos casos, cuenta con la aquiescencia de las autoridades locales. (...)
No exageran un ápice quienes aseguran, dentro y fuera de Estados Unidos,
que su etérea y frágil democracia y su institucionalidad republicana
están en grave peligro." (Atilio Borón , JACOBIN América Latina, 19/11/21)
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