"(...) En años pasados, los holandeses nos reconocíamos con cierto agrado en nuestra fama mundial de gente práctica e ingeniosa, políglota y progresista, tolerante pero directa. (Que se nos considere descorteses nos da igual, dado que nos cuesta distinguir la cortesía de la hipocresía). Esta autoimagen positiva, ya muy erosionada en décadas recientes, recibió su última estocada con la victoria electoral de Geert Wilders, el líder desde hace casi 20 años del ultraderechista Partido por la Libertad (PVV, por sus siglas en holandés), que arrasó en las elecciones parlamentarias del 22 de noviembre. (...)
El éxito de Wilders y Omtzigt no solo confirma la derechización de Países Bajos. También refleja que gran parte del electorado concuerda con el análisis que ambos presentan, cada uno a su modo: que el statu quo es insostenible. Los holandeses han perdido la confianza en la capacidad del Estado –y de la clase política que lo administra– de resolver los grandes problemas del país.
Los cuatro gobiernos de coalición liderados por el liberal Mark Rutte, primer ministro desde octubre de 2010, se han mostrado incapaces de reconocer –y mucho menos hacer frente a– los desafíos que afectan a la vida diaria de la población. De hecho, en plenas guerras de Gaza y Ucrania, la campaña se centró casi exclusivamente en un puñado de problemas domésticos que llevan años en estado de crisis: la escasez de vivienda asequible, la incapacidad del Estado de gestionar la llegada de refugiados y solicitantes de asilo de forma justa y eficaz, el daño medioambiental causado por la agricultura intensiva (cuyas emisiones de nitrógeno transgreden las normas europeas) o el desamparo que sienten muchos ciudadanos no solo porque les cuesta llegar a fin de mes, sino también por la dificultad generalizada de acceder a unos recursos públicos sobrecargados, desde la educación hasta la sanidad y el transporte, lastrados por una apremiante escasez de mano de obra.
Para la derecha, ha sido fácil achacar esta presión sobre el sistema, falsamente, a los inmigrantes y, en particular, a los solicitantes de asilo, sugiriendo además que estos reciben vivienda y servicios con prioridad sobre la población autóctona. Gracias en gran parte al influjo de refugiados ucranianos, en 2022 la inmigración hizo que la población del país creciera en casi 224.000 personas, de las que menos de 50.000 solicitaban asilo. Es verdad que el aparato burocrático encargado de regular la situación de estas personas está sobrecargado; pero se debe, ante todo, a los recortes de los últimos años.
Mientras tanto, el supuesto talento holandés para resolver problemas prácticos parece haberse esfumado. La agencia tributaria, encargada de administrar un sistema de impuestos tan complicado que nadie lo entiende, lleva años al borde del precipicio porque sus anticuados sistemas informáticos están a punto de colapsar, a pesar de los millones que se han gastado en su actualización.
La legendaria Rijkswaterstaat (pronunciado reiksváterstat) –el departamento hidrológico nacional responsable de los diques y de las bombas que aseguran la supervivencia de un país con grandes territorios por debajo del nivel del mar– tuvo que admitir el año pasado que cometió errores garrafales en la planificación de la renovación del mayor dique del país, una estructura de 32 kilómetros de longitud.
Los habitantes de la provincia norteña de Groningen, cuyas casas fueron dañadas por terremotos causados por la extracción de gas natural, aún esperan las reparaciones económicas que el Estado les prometió hace años, como también siguen esperando los damnificados por el mayor escándalo político de las últimas décadas: entre 2005 y 2019, la agencia tributaria, usando un sistema de perfilación étnica, acusó falsamente a decenas de miles de familias, en su mayoría inmigrantes, de haber cometido fraude con los subsidios familiares, castigándolos con multas astronómicas que les arruinaron la vida.
En el sistema de educación pública, unas 3.400 plazas están sin ocupar: son demasiado pocas las personas preparadas que eligen una carrera como docente de primaria o secundaria, mientras los alumnos holandeses tienen cada vez menos destrezas básicas. Y a pesar de que Países Bajos está entre los siete países más ricos de la Unión Europea, casi 400.000 de sus 17,5 de millones de habitantes viven en la pobreza.
Según el historiador Maarten van Rossem, la mayor parte de estos problemas son el legado de la “marquetización” de los servicios públicos –educación, sanidad, energía, transportes–, asumida con descomunal entusiasmo en los años noventa por el partido liberal (VVD) y un partido laborista (PvdA) en tiempos de la tercera vía. Así, por ejemplo, el departamento hidrológico acabó por despedir de su planta permanente a un gran número de ingenieros, pasando a un sistema de asesores externos.
Aunque las raíces de los problemas se remontan a los años noventa, lo cierto es que la mayoría de las crisis actuales surgieron o se intensificaron durante los trece años de liderazgo de Rutte. A pesar de ello, consiguió llevar a su partido liberal, el VVD, a cuatro victorias electorales seguidas. Hábil, camaleónico y sumamente pragmático en el día a día político, como líder del país, Rutte ha sido un hombre sin atributos: no parece tener convicciones profundas; no se le conoce pareja, pasatiempos o vicios (salvo el de mentir); si el tiempo lo permite, le gusta llegar al trabajo en bicicleta con una manzana en la mano; y cada vez que es confrontado con sus propios subterfugios se escamotea, alegando ignorancia o amnesia. (Gracias a él, la frase “de eso no tengo recuerdo activo” se ha convertido en un cliché). (...)"
(Sebastiaan Faber , Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. CTXT, 27/11/23)
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