21.11.23

En España tenemos un gravísimo problema con nuestro poder judicial... el ‘lawfare’... qué es y cómo (no) podemos evitarlo... se trata de aniquilar al adversario político no ya mediante la fuerza física, sino consiguiendo que un juez sentencie que ha cometido un delito, aunque para ello haya que cambiar o manipular las leyes en vigor... En el sistema democrático ideal, los jueces actúan como árbitros imparciales... Toda nuestra teoría democrática se basa en que los jueces sean neutrales y se sometan a la ley. Puesto que ellos mismos son los guardianes del imperio de la ley, no hay ningún mecanismo capaz de obligar a los propios jueces a obedecer y acatar las normas legales. De ese modo, si en un país los jueces pierden su neutralidad y deciden inaplicar o modificar las leyes conforme a su propia ideología, se convierten ellos en el poder supremo, sustituyendo al Parlamento... la voluntad máxima ya no sería la del pueblo expresada en las elecciones, sino la de esos funcionarios usurpadores. Por eso se habla de lawfare o de golpe de Estado blando... Nuestra cúpula judicial está formada por los jueces más espabilados y que mejor se mueven en un mundo de intercambio de favores y sumisión a intereses inconfesables... los abogados perciben que los jueces están cada día más desapegados de la letra de la ley y se sienten más libres para aplicar sus propias ideas... No le tienen el mínimo respeto a la apariencia de imparcialidad y nos hemos acostumbrado a ver a jueces en ejercicio en las redes sociales y las televisiones hablando de política y atacando al Gobierno progresista, sin pensar en cómo pueda afectar eso a su imparcialidad objetiva (Joaquín Urías, ex-letrado del Tribunal Constitucional)

 "La palabra de moda de esta semana es un palabro anglosajón inventado uniendo las palabras guerra y ley. Lawfare. Aparece por primera vez en los años setenta en un estudio australiano sobre la forma en la que en los países democráticos se producen auténticos golpes de Estado que resultan más aceptables para la población porque no se plasman en pronunciamientos militares sino en decisiones de los tribunales. Se populariza gracias a la obra del estratega y general estadounidense Charles Dunlap, que aconsejaba a su país acudir a la guerra jurídica como un mecanismo de defensa más práctico y menos llamativo que el militar. En definitiva, se trata de aniquilar al adversario político no ya mediante la fuerza física, sino consiguiendo que un juez sentencie que ha cometido un delito, aunque para ello haya que cambiar o manipular las leyes en vigor.  

El palabro es nuevo, pero el concepto no. Desde la antigüedad, los poderosos han utilizado las leyes para silenciar y encarcelar a los disidentes. La innovación es utilizar esta técnica en un sistema democrático, ya sea adoptando leyes que desprecian los derechos fundamentales de quien se quiere combatir, ya amparándose en que la separación de poderes se sustenta en la buena voluntad y la integridad de los jueces.

En efecto, nuestra democracia se basa en el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular. Sin embargo, la posibilidad misma de vivir en un sistema en el que la ley aprobada por los representantes del pueblo sea la norma superior, sometida sólo a la Constitución, descansa en última instancia en una asunción delicada: que tenemos unos funcionarios probos y responsables capaces de actuar con neutralidad y encargados de imponer a todos el respeto de la ley.

En el sistema democrático ideal, los jueces actúan como árbitros imparciales, que –en cuanto poder– no tienen ideología propia. Se limitan a aplicar con objetividad los mandatos de las leyes, permitiendo que todos –ciudadanos y poderes públicos– se sometan a la voluntad del parlamento.

Toda nuestra teoría democrática se basa en que los jueces sean neutrales y se sometan a la ley. Puesto que ellos mismos son los guardianes del imperio de la ley no hay ningún mecanismo capaz de obligar a los propios jueces a obedecer y acatar las normas legales. De ese modo, si en un país los jueces pierden su neutralidad y deciden inaplicar o modificar las leyes conforme a su propia ideología, se convierten ellos en el poder supremo, sustituyendo al Parlamento. Si eso sucede, toda la democracia se desmorona materialmente, por más que puedan mantenerse las formas: el sistema parecería formalmente inalterado. Todo funcionaría externamente como siempre. Pero la voluntad máxima ya no sería la del pueblo expresada en las elecciones, sino la de esos funcionarios usurpadores. Por eso se habla de lawfare o de golpe de Estado blando.

En España estamos en una situación delicada y tenemos un gravísimo problema con nuestro poder judicial. El sistema de acceso a la judicatura es transparente y objetivo, basado esencialmente en méritos memorísticos. Pero hay unos filtros sociales en el mecanismo de acceso que fomentan tremendamente el corporativismo. Esos filtros han permitido transmitir de una generación a otra de jueces valores anclados en el régimen político anterior, en el que la judicatura se veía a sí misma como defensora de un modelo tradicional de sociedad. Nuestros jueces son, en su mayoría, extremadamente conservadores. Eso no sería un problema si supieran mantener su ideología en el ámbito de lo privado y no utilizaran sus sentencias para imponerla. Pero no es así.

Entre los jueces españoles hay un sentimiento de impunidad y camaradería que los anima a imponer en sus decisiones no ya la ley, sino su interpretación ideológica de la misma. A eso no ayuda que todos los magistrados del Tribunal Supremo son elegidos a dedo por un órgano político. Nuestra cúpula judicial no está compuesta de jueces que acceden a ella por méritos, sino de los jueces más espabilados y que mejor se mueven en un mundo de intercambio de favores y sumisión a intereses inconfesables. Con ese ejemplo, no es de extrañar algo que la mayoría de nuestros abogados percibe: nuestros jueces están cada día más desapegados de la letra de la ley y se sienten más libres para aplicar sus propias ideas. No le tienen el mínimo respeto a la apariencia de imparcialidad y nos hemos acostumbrado a ver a jueces en ejercicio en las redes sociales y las televisiones hablando de política y atacando al Gobierno progresista, sin pensar en cómo pueda afectar eso a su imparcialidad objetiva. (...)

El colmo de este desprecio judicial por las leyes democráticas llegó cuando decidió directamente no aplicar la reforma legal del delito de malversación, porque esa decisión del Parlamento le venía mal a su intención de perseguir a los líderes independentistas. Evidentemente, frente al independentismo los jueces no han actuado sometidos a la ley. Ha sido un caso evidente de lawfare o como se quiera llamar: guerra judicial, justicia política o lo que sea.

Esta utilización espúrea de los tribunales sigue sucediendo y no se limita al caso catalán. Los casos judiciales inventados contra Podemos y otras fuerzas de izquierda han quedado documentados en conversaciones grabadas, sin que ningún juez jamás haya respondido por ello. Estos días, el juez García Castellón se ha inventado una película, sin ningún fundamento fáctico, para acusar a Puigdemont de ser un terrorista porque escribió un tuit apoyando a manifestantes que luego entraron en un aeropuerto, y, ese día, a un señor le dio un infarto. Nada diferente a los autos de la jueza Alaya que, durante años en Andalucía, llegaban justo con cada campaña electoral, como el turrón en navidad. Los casos son muchos y sería tedioso enumerarlos todos aquí. A esa feria se suma últimamente el CGPJ, que debería ser el órgano de gobierno de los jueces y no es más que una institución caducada y manejada por el Partido Popular con interés exclusivamente partidista. En estos momentos, que el Consejo reivindique la independencia judicial es, en España, un chiste. (...)

Hasta ahora el Gobierno progresista ha abordado el problema del lawfare de la única manera posible. Es evidente que, con un Tribunal Supremo elegido políticamente, no hay mecanismos judiciales capaces de frenar los casos de sentencias motivadas políticamente. El tribunal que condenó a los líderes políticos y sociales del procés en una sentencia falaz, dictada en única instancia y sin posibilidad de recurso, no es garantía de sometimiento a la ley.  La solución debe ser externa, pero no puede venir por ningún tipo de imposición política a los jueces, que no haría sino ahondar en el problema de la falta de neutralidad de sus decisiones.

Frente a los actos ilegítimos del poder judicial, la única solución que no revienta el sistema es la que se ha adoptado. De una parte, seguir haciendo como que creemos que la justicia es imparcial. Al fin y al cabo, llevamos años haciendo como que creemos que los Reyes Magos no son los padres, así que no podemos despreciar el valor de una ficción bienintencionada. De otra parte, una ley de amnistía que remedie los excesos judiciales, que sea de obligado cumplimiento para los jueces y que devuelva al Parlamento al papel central que nunca debió perder.

Solo la democracia lleva a la concordia y, en el caso catalán, eso significa sacar de los tribunales decisiones que no deben tomar los jueces, sino los políticos. Así, el Estado de derecho demostrará que es más fuerte y más democrático que cualquier juez parcial, si es que lo hubiera, guiño, guiño."                  (Joaquín Urías   , CTXT, 10/11/2023)

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