"En comparación con otras democracias occidentales, Estados Unidos todavía es un país profundamente religioso. Alrededor del 24% de los estadounidenses se identifican como cristianos evangélicos. Cinco jueces de la Corte Suprema son católicos conservadores (el otro conservador del tribunal, Neil Gorsuch, se crió y educó en el catolicismo, pero ahora es episcopal). Y los presidentes estadounidenses se declaran religiosos cualesquiera sean sus verdaderas creencias.
Incluso existe un aura cuasirreligiosa en torno a la constitución del país, a la que muchos estadounidenses (incluidos liberales laicos) siempre han considerado una especie de texto sagrado escrito por los padres fundadores. Tras su visita a principios de la década de 1830, el aristócrata francés Alexis de Tocqueville vio en la ética cristiana un ingrediente esencial de la democracia estadounidense: creaba una especie de «religión cívica» para equilibrar el duro materialismo de la vida americana. La creencia en un sistema político que garantizara la libertad individual sobre la base del Estado de Derecho sirvió de tejido conectivo para un país de inmigrantes.
Es verdad que la religión cívica de Estados Unidos no ha estado libre de cuestionamientos y profundos defectos. Excluyó formalmente a los estadounidenses negros hasta los años sesenta. El supremacismo blanco fue, y sigue siendo, una fuerza importante en la política estadounidense, y esto no cambió por la derrota de los estados sureños en la Guerra Civil. Los fanáticos religiosos nunca aceptaron la separación entre la Iglesia y el Estado. Y para los muchos pobres que no pueden pagar un buen abogado, el Estado de Derecho sólo tiene existencia teórica.
Sin embargo, la democracia estadounidense ha sido un credo secular persistente, que ha tomado mucho prestado del cristianismo. Basta pensar en la creencia de que los valores estadounidenses son universales y que por tanto, deben extenderse al resto del mundo. La única otra democracia occidental con pretensiones de universalidad similares (por las que se embarcó en la «misión civilizadora» de promover sus principios en el extranjero) es Francia. Puede tener algo que ver con el hecho de que tanto la democracia francesa como la estadounidense surgieron de revoluciones, basadas a su vez en los ideales de la Ilustración.
Sea cual sea el resultado de la segunda presidencia de Donald Trump, es indudable que pondrá a prueba (y acaso destruirá) la fe en la democracia estadounidense y sus pretensiones universalistas. Algunos dicen que Trump es un fascista, pero eso implica una coherencia ideológica inexistente. Pocos o ninguno de los miembros de su séquito de fanáticos, oportunistas y promotores de teorías conspirativas creen en el Estado corporativo que propugnaban Mussolini y otros dictadores fascistas. Al contrario, desean desmantelar gran parte del Estado.
Trump no es ni mucho menos el primer político estadounidense que explota los miedos paranoicos y la rabia vengativa contra las élites liberales, los inmigrantes de países pobres y los negros. Lo que es inusual es su desprecio abierto por las instituciones democráticas estadounidenses: prensa libre, poder judicial independiente, elecciones libres y justas, Estado de Derecho. En la primera semana tras su regreso al cargo, despidió a funcionarios públicos, congeló sin autorización del Congreso el gasto federal y amenazó con poner fin a la ciudadanía por nacimiento. Fue, como dijo el constitucionalista y profesor emérito de la Facultad de Derecho de Harvard Laurence Tribe, «una guerra relámpago contra la ley y la constitución».
En otras palabras, Trump está destruyendo deliberadamente la confianza en el sistema de gobierno que ha mantenido unido a un país vasto y diverso. El derribo de esa religión cívica (no exenta de defectos) sienta las bases para otra creencia cuasirreligiosa: la lealtad incondicional a un gobernante autocrático, o lo que los alemanes llamaron en su día el Führerprinzip. Algunos de los seguidores de Trump creen que Dios lo ha elegido para gobernar. Nunca antes se había infiltrado en la Casa Blanca este tipo de idolatría, más común en las peores dictaduras del mundo.
Durante la implementación del New Deal en los años treinta, Franklin D. Roosevelt extremó los poderes presidenciales, enfureciendo al hacerlo a sus opositores. El influyente columnista Walter Lippmann, hablando en nombre de los muchos admiradores de Roosevelt, sostuvo: «una especie de dictadura blanda nos ayudará a superar los peores tramos del duro camino que tenemos por delante». Pero Roosevelt no ignoraba la ley. No desató una guerra contra la constitución ni alentó una insurrección. Y no convirtió al Partido Demócrata en una secta cuasirreligiosa.
Que es precisamente lo que ha hecho Trump con el Partido Republicano, mediante amenazas, coerciones y el anzuelo del poder irrestricto. Es difícil predecir el efecto que tendrá sobre el futuro de Estados Unidos y de los muchos países que dependen de su liderazgo.
Algunas sectas sobreviven a sus fundadores, pero es posible que el trumpismo no perdure. El narcisismo rabioso de Trump no tiene una base ideológica para dejar un legado político duradero. Es posible que muchos de sus seguidores, decepcionados por promesas que no se materializan o asqueados por el caos generado por políticas erráticas y funcionarios incompetentes, terminen dándole la espalda. Un derrumbe bursátil, un Partido Demócrata renacido y tribunales con principios tal vez frenen algunos de los impulsos más oscuros de Trump.
Pero incluso si el culto a Trump no perdura, puede provocar un daño irreparable a los cimientos de la democracia estadounidense. En ese caso, el legado de su administración (con sus desastrosas consecuencias para la gobernanza, las alianzas internacionales y la seguridad mundial) durará mucho más que los escándalos peculiares de un hombre que para empezar, nunca debió ser presidente."
(Ian Buruma, Revista de prensa, 07/02/25, fuente Project Syndicate )
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