17.9.25

“Estoy en Ciudad de Gaza, tengo la maleta hecha, pero me niego a abandonar mi hogar”... Barrios enteros han sido arrasados. Miles de personas han huido. Otras miles siguen atrapadas, inmovilizadas por los bombardeos y el zumbido constante de los drones sobre sus cabezas. Los cadáveres yacen en las calles, inaccesibles para los equipos de emergencia... Mientras escribo esto, puedo oír el estruendo de los tanques y excavadoras israelíes a solo unos kilómetros de mi casa... Cuando pienso en las docenas de amigos, familiares y vecinos que ya han muerto durante este genocidio, me pregunto a cuántos más perderé en los próximos días, a quiénes veré por última vez y si yo mismo llegaré al final. Veo a mis vecinos marcharse, sabiendo que puede ser la última vez que los vea. Quizás mueran en el camino. Quizás yo también... Por pura suerte, hasta ahora he logrado escapar de las lesiones y la muerte. He aprendido a adaptarme a lo que parece un estado de supervivencia permanente: me muevo rápidamente, me mantengo cerca de las paredes y camino bajo los árboles para evitar ser detectado por los cuadricópteros. Siempre mantengo las manos vacías para demostrar que no represento ninguna amenaza, aunque para muchas de las víctimas de Israel esto no fue suficiente. Nunca vuelvo por el mismo camino por el que he venido y, a menudo, camino en zigzag para que a los francotiradores les resulte más difícil apuntarme. Siempre estoy preparado para tirarme al suelo en cualquier momento... A pesar de todo esto, le dije a mi familia que no me iría. Al contrario de lo que afirma Israel, no hay ningún lugar seguro al que podamos ir... Si huimos, debemos dividirnos en grupos, los niños deben correr primero; si alguno de ellos resulta herido, los adultos pueden llevarlo y, pase lo que pase, debemos seguir corriendo... Israel afirma que hay una “zona segura” y ayuda humanitaria en el sur, pero lo único que nos espera allí es más humillación y destrucción. Al igual que en el norte, el objetivo es nuestra completa aniquilación (Ahmed Ahmed)

 "Ha pasado un mes desde que el gabinete de seguridad de Israel aprobó el plan del primer ministro, Benjamin Netanyahu, para tomar el control de Ciudad de Gaza, una campaña que el ministro de Defensa, Israel Katz, bautizó posteriormente como “Carros de Gedeón II”.

Aquellos de nosotros que aún vivimos en zonas de la ciudad que Israel todavía no ha arrasado por completo, al principio esperábamos que el anuncio fuera solo otro ejemplo de guerra psicológica diseñado para aterrorizarnos y obligarnos a marcharnos. Quizás, pensamos, Israel no invadiría de nuevo Ciudad de Gaza, habiendo ya reducido gran parte de ella a escombros. Quizás el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, intervendría, ya que los informes sugerían que Hamás había hecho importantes concesiones para alcanzar un alto el fuego y un acuerdo sobre los rehenes.

Esa esperanza se disipó cuando las fuerzas israelíes comenzaron a lanzar avisos de evacuación que ordenaban a la gente que huyera a las llamadas “zonas seguras” del sur de la Franja. La invasión terrestre se produjo casi inmediatamente, primero en mi barrio, Al-Sabra, donde nací y crecí, y luego en la cercana Zeitoun, donde viven muchos de mis familiares y amigos. Esta mañana [9 de septiembre], el ejército israelí intensificó sus amenazas a la población civil de la ciudad, exigiendo a todos los que quedamos que huyéramos.

Desde el 13 de agosto, las fuerzas israelíes han acometido una devastadora campaña de ataques aéreos, fuego de artillería y ataques con drones sobre mi ciudad, siendo Al-Sabra y Zeitoun las zonas más afectadas. Barrios enteros han sido arrasados. Miles de personas han huido. Otras miles siguen atrapadas, inmovilizadas por los bombardeos y el zumbido constante de los drones sobre sus cabezas. Los cadáveres yacen en las calles, inaccesibles para los equipos de emergencia.

Por la noche, los robots cargados de explosivos del ejército israelí recorren las calles, demoliendo alrededor de 300 viviendas cada día. Las detonaciones, que se producen en las primeras horas de la mañana, sacuden el suelo a mi alrededor. Si estoy dormido, me despierto sobresaltado por el terror y me duele la cabeza durante horas.

El bombardeo de torres residenciales de varios pisos –que Israel denomina “rascacielos terroristas”– ha añadido una nueva y aterradora dimensión a la última campaña de limpieza étnica de Israel. Uno de los primeros objetivos de esta operación fue la Torre Mushtaha, un edificio residencial de 12 pisos en el oeste de Ciudad de Gaza, rodeado de tiendas de campaña improvisadas. Los aviones de combate israelíes la bombardearon horas después de la orden de evacuación, alegando sin pruebas que Hamás la utilizaba con fines militares.

Desde entonces, varios rascacielos más han sido arrasados, incluida la Torre Soussi, un edificio emblemático de 15 pisos que podía ver desde mi ventana y por delante del cual solía pasar todos los días. A sus residentes se les dio apenas 20 minutos para recoger sus pertenencias antes de que sus hogares fueran destruidos.

El polvo y los escombros llenaron nuestro apartamento cuando la torre se derrumbó. Mi familia y yo tosíamos mientras llorábamos, lamentando la pérdida de nuestro querido barrio y de las docenas de familias que de repente se encontraron en la calle sin hogar, sin comida y sin futuro.

Mientras escribo esto, puedo oír el estruendo de los tanques y excavadoras israelíes a solo unos kilómetros de mi casa. Cientos de familias del barrio ya han huido por miedo, incluidas muchas que se negaron a hacerlo durante invasiones anteriores.

Cuando pienso en las docenas de amigos, familiares y vecinos que ya han muerto durante este genocidio, me pregunto a cuántos más perderé en los próximos días, a quiénes veré por última vez y si yo mismo llegaré al final. Veo a mis vecinos marcharse, sabiendo que puede ser la última vez que los vea. Quizás mueran en el camino. Quizás yo también.

Por pura suerte, hasta ahora he logrado escapar de las lesiones y la muerte. He aprendido a adaptarme a lo que parece un estado de supervivencia permanente: me muevo rápidamente, me mantengo cerca de las paredes y camino bajo los árboles para evitar ser detectado por los cuadricópteros. Siempre mantengo las manos vacías para demostrar que no represento ninguna amenaza, aunque para muchas de las víctimas de Israel esto no fue suficiente. Nunca vuelvo por el mismo camino por el que he venido y, a menudo, camino en zigzag para que a los francotiradores les resulte más difícil apuntarme. Siempre estoy preparado para tirarme al suelo en cualquier momento.

Mi mayor temor es que un misil me haga pedazos, dejándome irreconocible, o que resulte herido y nadie pueda llegar hasta mí, dejando mi cuerpo a merced de los animales callejeros. Me aterra salir de casa por miedo a pasar por delante de un edificio justo cuando lo bombardean. Sé que, aunque llegara al hospital, ya no queda ningún sistema sanitario operativo que pueda salvarme.

A pesar de todo esto, le dije a mi familia que no me iría. Al contrario de lo que afirma Israel, no hay ningún lugar seguro al que podamos ir: una vez que destruya toda Ciudad de Gaza, continuará hacia el sur, hacia la misma “zona humanitaria” a la que nos está dirigiendo actualmente.

Una conexión inquebrantable

Al-Sabra y Zeitoun son dos de los barrios más antiguos y densamente poblados de Ciudad de Gaza, comunidades muy unidas donde las familias vivían mucho antes de la Nakba de 1948. Muchos residentes heredaron sus casas y pequeños negocios de sus padres: panaderías de barrio, talleres de carpintería, sastrerías y oficios tradicionales como la elaboración de encurtidos y el prensado de aceitunas.

Antes de la guerra, solía caminar por sus estrechas callejuelas, siempre impresionado por los detalles: las casas tan juntas que parecían un solo bloque; los abuelos sentados en las puertas de sus casas por la tarde con una taza de té en la mano, ofreciendo oraciones y bendiciones a los transeúntes; las risas de los niños resonando entre las calles; y el aroma del musakhan y el maqluba que se escapaba por las ventanas de las cocinas. Conocidos por su hospitalidad, los habitantes de aquí solían recibir a los desconocidos con calidez, a veces incluso invitándolos a comer tras una breve conversación en la calle.

En noviembre de 2023, cuando Israel amenazó por primera vez con invadir mi barrio, mi familia se negó a marcharse. Nos preguntamos lo mismo que todas las demás familias de Gaza: ¿adónde iríamos? ¿Hay algún lugar seguro?

Pero cuando los tanques avanzaron hasta situarse a 100 metros de nuestra casa y comenzaron a bombardear indiscriminadamente a nuestro alrededor, tomamos la dolorosa decisión de separarnos en tres grupos y dispersarnos por Ciudad de Gaza para refugiarnos en casas de familiares, con la esperanza de que, si algunos de nosotros morían, otros pudieran sobrevivir. Yo fui con mi padre a casa de mi tía, situada a unos dos kilómetros de distancia, en Al-Sahaba, al este de la ciudad, donde permanecimos durante casi un mes.

Todos los días nos advertíamos unos a otros para que no se nos ocurriera correr el riesgo de volver a ver cómo estaba nuestra casa. Sin embargo, como tantos otros que habían sido desplazados a la fuerza, nos sentíamos atraídos por volver, acercándonos lo más posible a nuestro hogar antes de que los francotiradores israelíes o los cuadricópteros nos obligaran a alejarnos.

Cada vez que salía, sabía que quizá no volvería. Podían dispararme, matarme o dejarme sangrando en la calle sin nadie que pudiera ayudarme. Aun así, fui, solo por la posibilidad de pasar un momento fugaz dentro, tomar una taza de café, tocar los muebles familiares o tumbarme un momento en mi cama.

El camino de vuelta a casa se convirtió en un camino de dolor, y cada visita añadía una nueva cicatriz a mi memoria. Pasaba por edificios en ruinas que antes daban al barrio su carácter distintivo, y por callejuelas que antes estaban bordeadas de árboles y que ahora se habían convertido en escombros. Recorrí calles donde mis vecinos habían sido asesinados, con su sangre aún visible en el suelo. Las risas de los niños fueron sustituidas por el constante y angustioso zumbido de los drones y el ensordecedor estruendo de los proyectiles de artillería. Los rostros familiares, que antes eran fuente de calidez y consuelo, estaban pálidos por el pánico.

Un día, mientras iba en bicicleta cerca del barrio, de repente oí el sonido de las hélices de un cuadricóptero detrás de mí. Durante unos segundos, me quedé paralizado. ¿Debía tumbarme en el suelo? ¿Levantar las manos para demostrar que era un civil desarmado? Decidí salir corriendo de la zona inmediatamente; por muy poca amenaza que representara, nunca había garantía de que no me mataran.

Solo en la calle, pedaleé, esforzándome por ir más rápido mientras las balas del dron silbaban a mi alrededor. Me dije a mí mismo que nunca volvería a arriesgarme. Me puse enfermo y estuve dos días en cama después del incidente. Pero a la mañana del tercer día, volví. Cuando por fin pudimos regresar a casa sanos y salvos, después de que las tropas israelíes desalojaran nuestro barrio, fue como recuperar el aliento después de ahogarnos.

Para los palestinos, el vínculo con nuestros hogares no se limita a las paredes y las piedras, sino que tiene que ver con nuestra propia existencia. Mi abuela, Sharifa, me contaba a menudo cómo se vio obligada a huir de Jaffa durante la Nakba de 1948. Su padre llevaba la llave de la casa, convencido de que la familia volvería en unos días. Antes de morir, se la entregó a ella.

Nunca volvieron. La casa se perdió para siempre, aunque no se atrevían a aceptar esa realidad.

Hoy en día, en Gaza, muchos de nosotros sentimos que estamos viviendo otra Nakba, aún más devastadora que la de nuestros abuelos. Pero, a diferencia de 1948, los palestinos de hoy entendemos que lo que se nos presenta como un desplazamiento “temporal” casi siempre se convierte en permanente. Por eso muchos de nosotros nos negamos a marcharnos, incluso cuando nuestros hogares son atacados.

Cucharas, un vaso de plástico, un plato vacío

En abril de 2024, solo unas semanas antes de que Israel cerrara el paso fronterizo de Rafah, mi padre pudo llegar a Egipto con mi madre, cuya salud se había deteriorado debido a la desnutrición y a la falta de acceso a sus medicamentos esenciales. Desde entonces, ha estado siguiendo las noticias de Gaza las 24 horas del día, con una preocupación por nosotros que hace mella en su salud.

Intenta ocultar su miedo durante las videollamadas por WhatsApp que hacemos cuando la conexión lo permite, pero es evidente en el temblor de su voz cada vez que se asegura de que seguimos vivos, especialmente después de las noticias sobre los ataques aéreos en Al-Sabra. “He perdido siete kilos en las últimas dos semanas”, me dijo en una videollamada el fin de semana pasado.

Insistí en que no nos iríamos, pero él nos instó a estar preparados para huir en cualquier momento: llevar ropa holgada con la que pudiéramos correr, tener los zapatos junto a donde dormíamos y asegurarnos de que una persona se quedara despierta mientras los demás descansaban. Nos dijo que, en la medida de lo posible, alimentáramos a los niños –mis sobrinos y sobrinas– más de lo que pudieran comer, porque podría ser su última comida en días.

Si huimos, dijo, debemos dividirnos en grupos, mantener la distancia e incluso tomar caminos separados para maximizar nuestras posibilidades de supervivencia. Los niños deben correr primero; si alguno de ellos resulta herido, los adultos pueden llevarlo. Debemos llevar solo lo esencial y, pase lo que pase, debemos seguir corriendo.

Pero ambos sabemos que esta vez es diferente. La actual operación de Israel en la Ciudad de Gaza parece aún más violenta y destructiva que cualquier otra anterior. Ya no se trata de bombardear zonas concretas, sino de no dejar nada en pie, como hicieron en Rafah, Jabalia y Beit Hanoun.

Mis hermanas y yo preparamos pequeñas maletas con lo estrictamente necesario. Aunque todavía nos encontramos a finales de verano, incluimos ropa de invierno y mantas pequeñas; no sabemos a qué tendremos acceso en el futuro. Empaquetamos cucharas, un vaso de plástico, un plato vacío, objetos que se vuelven invaluables cuando se pierden. Y empaquetamos nuestros documentos de identidad, pasaportes y un pequeño trozo de papel con datos personales y números de teléfono por si nos matan o nos hieren.

Miro alrededor de la casa, mi biblioteca, llena de los libros que me han formado, como 1984 y Rebelión en la granja, de George Orwell; la ropa que he elegido cuidadosamente a lo largo de los años; el escritorio donde estudié y sigo escribiendo. Echo un vistazo a los colchones, las puertas, el suelo. Luego miro la pequeña bolsa que tengo en la mano. Ojalá pudiera meter toda mi vida, toda mi casa, en esa bolsa.

El desplazamiento no es solo mudarse de un lugar a otro. Es como una versión del infierno en la que te divides en dos, con tu cuerpo quedándose en un lugar mientras tu alma está atrapada en otro.

Conozco a muchas personas que se fueron al sur en busca de seguridad y se encontraron sin refugio, sin espacio para dormir y sin protección contra los ataques de Israel. Así que regresaron a sus hogares en el norte, incluso con el riesgo constante de ser asesinados. Para aquellos en el sur que logran encontrar un pequeño estudio para alquilar, los precios son inimaginablemente altos, a veces cientos de veces más de lo que pueden pagar.

El gobierno israelí afirma que hay una “zona segura” y ayuda humanitaria en el sur. Pero lo único que nos espera allí es más humillación, privaciones y destrucción. Al igual que en el norte, el objetivo parece ser nuestra completa aniquilación.

Mi abuela conservó la llave de su casa desde 1948 hasta su muerte. Yo no tengo ninguna llave que conservar, solo una bolsa. Y me pregunto: ¿llevarán mis hijos esta bolsa como ella llevó aquella llave?"

Ahmed Ahmed es el seudónimo de un periodista de Ciudad de Gaza que pidió permanecer en el anonimato por temor a represalias.

Este artículo se publicó originalmente en +972 Magazine.

 ( Ahmed Ahmed (+972 Magazine), CTXT, 12/09/25)

No hay comentarios: