"El
día del gran apagón yo me encontraba en Barajas a punto de volar hacia
la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Primero, dejaron de
funcionar las cintas que recogían los equipajes; minutos más tarde,
entendí que se trataba de un problema a gran escala y no de un fallo del
aeropuerto; cuando pude, le mandé un mensaje al vecino encargado de
regarme las plantas durante mi estancia en Colombia: “dale una vuelta a
la casa y, si se descongela la comida, coméosla toda”.
Esa misiva no llegó de inmediato, pero, de alguna manera, yo estaba relajada, sabiendo que dejaba mi hogar en las mismas manos diligentes siempre dispuestas a sacarnos de un aprieto cuando es preciso, las manos de una tranquilidad impagable con dinero. Al volver de mi viaje, llamé inmediatamente a su puerta y, a diferencia de otras voces que había escuchado –irascibles o conspiradoras–, la de él transmitía la serenidad de quien no anda buscando un enemigo; al contrario, si acaso persigue suavizar la mínima arista que indique conflicto. Narró la anécdota más preocupado por mi vuelo que por la jornada falta de electricidad y, al final, exclamó: “¿Sabes? Ese día hablamos más con los niños, disfrutamos del tiempo juntos, y me acordé de las velas mariposa que ponía mi madre”.
Las velas mariposa –tuvo que explicármelo–, eran, en realidad, mechas sostenidas sobre unas láminas de cartón o corcho, parecidas a las alas del insecto, dentro de un jaro lleno de aceite. El método, tan rudimentario como barato, permitía a las personas humildes iluminar los cuartos pero, especialmente, simbolizaba el enclave familiar aún no subyugado a la tiranía de la pantalla, el lar donde se frecuentaba la cháchara cuando el trabajo lo permitía y el tiempo fluía lentamente, casi al mismo ritmo al que el pábilo ardía impregnado en la pringue.
Un
día sin enchufes operativos había bastado para convocar una nostalgia de
minutos rezagados y voces que confluyen dialógicamente, alimentándose
unas a otras en el sencillo acto de la convivencia; la época en que
“compartir” no significaba difundir contenido en redes (a menudo
auto-promocional) sino dividir algo entre varios: el pan, el espacio.
Sin desmerecer los momentos de angustia que sufrió la ciudadanía encerrada en trenes, y reconociendo la necesidad de una energía eléctrica puesta al servicio del bien común, me parece que las reflexiones de mi vecino transmiten una ética de la humildad, que no debe confundirse con la pobreza. Y esa ética se halla poblada de lecciones dignas de mención.
Por poner varios ejemplos: la desconexión trajo consigo el tejido de las comunidades que chismorrean y se ayudan mutuamente; ralentizó las biografías privadas momentáneamente de su adicción digital; y puso de manifiesto cuán sólidos o rotos se encuentran los vínculos barriales si en el piso de al lado, en vez de a una familia constante cuyos nombres conoces, tienes a un turista que ni siquiera habla tu idioma.
En definitiva, el gran apagón sirvió para desenmascarar, de forma espontánea y en la gente no consumida por el ansia de fake news, algunos males del capitalismo; entre otros, también, la codicia extrema de las compañías eléctricas, que fallaron estrepitosamente a la hora de prevenir el descalabro, como indicó el científico Antonio Turiel.
Si fuésemos una especie inteligente, aprenderíamos de estos momentos de vulnerabilidad para pedir una nacionalización de los servicios eléctricos, mayor control ciudadano y, quizá, en plena lógica decrecentista, la reducción del consumo según las exigencias de la crisis climática.
De hecho, en la ética de la humildad habita una mejora del Estado del bienestar y nuestras condiciones de vida, que podrían alcanzar altísimas cotas de plenitud con mucho menos derroche. Lamentablemente, como el fin de la inteligencia no permite semejante actuaciones, quizá volvamos a repetir el esquema ensayado durante la pandemia: no reforzar, a largo plazo, la atención sanitaria; no reducir la contaminación ni fomentar la biodiversidad; no respetar el valor de la vida, sino, más bien, apuntalar la necropolítica de cada día; es decir, priorizar las exigencias de la perpetuación del interés corporativo frente a las de las personas.
Esa extraña incapacidad para el aprendizaje que va de la experiencia pequeña al BOE, y adquiere dimensiones monstruosas entre el marco jurídico de los estados y el derecho internacional, sin embargo, quedó desbaratada un ratito en la piel de mis vecinos.
Desde
entonces, he pensado que voy a comprar velas mariposa y prenderlas con
aceite usado; a falta de santos, quizá se las ponga a quienes hacen de
nuestros días refugios sencillos y atentos. Al regresar, por cierto, mis
plantas, regadas primorosamente, tenían muchas más flores que antes de
mi partida."
(Azahara Palomeque , Público, 11/05/25)
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