10.12.25

Se suponía que los centristas salvarían Europa. Pero la están condenando al horror... En las principales economías europeas, los gobiernos centristas están fracasando de manera estrepitosa... El escenario está preparado para que arrase la extrema derecha... eso no es así ni en España ni en Dinamarca... Pedro Sánchez es el político de centro-izquierda con más éxito de Europa ¿Cómo? Tomando partido. Durante la pandemia, el gobierno limitó los precios de la energía, reconoció a los repartidores por aplicación como trabajadores con derechos y restableció ciertas protecciones laborales. A continuación, aumentó drásticamente el salario mínimo y gravó las grandes fortunas. Y lo hizo al tiempo que aplicaba una política migratoria ampliamente acogedora... dió a sus bases razones para seguir con él... su Partido Socialista Obrero Español obtiene alrededor del 30 por ciento de los votos. No ha sido un camino de rosas... la danesa Mette Frederiksen planificó enormes inversiones en energías renovables, insistió en que la reconversión a los empleos verdes no era el fin de la prosperidad danesa, sino el medio necesario para alcanzarla, y respaldó esta afirmación con financiación... Hoy, las mayores preocupaciones de los daneses son el cambio climático y la salud pública, no la migración... Aunque estos líderes estén más asediados que antes, su historial demuestra el valor de la audacia política... A menos que los gobiernos centristas del continente cambien de rumbo, la extrema derecha puede hacer suya Europa. Después de eso, se acabaron las apuestas (David Broder , The New York Times)

 "Hace aproximadamente una década, una ola de populismo llegó a Europa. Conmocionados por la crisis financiera, los votantes coquetearon con arriesgadas alternativas a los partidos dominantes, lo que amenazó con agitar la política del continente que se caracterizaba por su estabilidad. Fue un momento inquietante para los líderes europeos. Pero los expertos les aseguraron que el riesgo de una toma del poder por la extrema derecha era exagerado. Creían que la solidez de los sistemas electorales, los recuerdos no tan lejanos de las dictaduras y el escaso apoyo de los votantes más ricos limitaban mucho el respaldo hacia los insurgentes.

Hoy está claro que su confianza era errónea. Los partidos de extrema derecha han seguido acumulando votos, se han establecido en las instituciones europeas, han invertido principios clave de la transición verde y han impuesto políticas fronterizas más duras. Gobiernan en Hungría e Italia y pronto lo harán en la República Checa; incluso en Finlandia y Suecia, históricamente socialdemócratas, los líderes conservadores cuentan con su apoyo. Tienen un animador en el Despacho Oval y otro en lo alto de la red social X.

Es posible que suceda algo peor. En las principales economías europeas, los gobiernos centristas están fracasando de manera estrepitosa. En Francia, el gobierno del presidente Emmanuel Macron está en caída libre, mientras que Agrupación Nacional de Marine Le Pen domina las encuestas. En Alemania, el canciller Friedrich Merz parece incapaz de alejar a los votantes del partido nativista Alternativa para Alemania, a pesar de que el servicio de inteligencia del país lo ha calificado como una amenaza extremista. En el Reino Unido, el primer ministro Keir Starmer se hunde casi tan rápido como crece el partido antinmigración Reform UK. El escenario está preparado para que arrase la extrema derecha.

Pero no tiene por qué ser así. En otros lugares de Europa, los gobiernos pluralistas de la corriente dominante han demostrado que es posible hacer retroceder a la extrema derecha, no solo denunciando el peligro populista, sino también convenciendo a los votantes de un proyecto claro de futuro. La extrema derecha apela a los alienados; prospera cuando sus oponentes naturales pierden la esperanza y dejan de acudir a las urnas. Para derrotarla, los gobiernos deben crear consenso en torno a una democracia más fuerte, más verde y más segura, capaz de inspirar a sus propios simpatizantes y de recuperar a los desilusionados.

Afortunadamente, esto sigue siendo posible. Los líderes centristas de París, Berlín y Londres insisten en que el ascenso de la extrema derecha no es inevitable. De hecho, a menudo afirman que detenerlo es una de sus principales misiones. El problema es que están fracasando.

“Haré todo lo posible para que nunca más tengan motivos para votar por los extremos”.

Era mayo de 2017 y Francia acababa de elegir presidente a Macron por primera vez. Hablando ante el Louvre, les hizo una promesa a los votantes de Le Pen, insistiendo en que podía responder a sus inseguridades. En los meses siguientes, a menudo alardeó de su plan para restar apoyo a Agrupación Nacional. Estaba enfocado en un reinicio económico, que convertiría a Francia en lo que él llamaba una dinámica “nación de empresas emergentes”.

Desde el principio, se trataba de una misión desde arriba. Como un presidente “jupiteriano”, por encima de la política ordinaria, Macron les prometió a los franceses dolor ahora para obtener beneficios mañana. Muchos podrían poner reparos a sus políticas, desde los recortes fiscales para los más ricos hasta el aumento de la edad de jubilación. Puede que incluso se escandalicen por la mano dura con la que actúa la policía en las protestas. Pero con el tiempo, parecía creer Macron, recogerían los frutos económicos y se lo agradecerían.

No lo hicieron. En 2022, los votantes le quitaron la mayoría. Macron respondió eludiendo al Parlamento para impulsar su cambio en las pensiones y, en 2024, convocó elecciones parlamentarias anticipadas. En lugar de darle un mandato, los franceses le reprendieron produciendo una legislatura paralizada incapaz de un gobierno estable. Francia ha pasado ya por cinco primeros ministros en dos años. Puede que Macron llegue cojeando hasta el final de su mandato en 2027, pero Le Pen y Agrupación Nacional están esperando entre bastidores.

Si Macron es demasiado enérgico desde una posición de debilidad, Starmer es demasiado cauto desde una posición de fuerza. A pesar de que su Partido Laborista obtuvo una aplastante mayoría parlamentaria el año pasado, ha gobernado con una sorprendente timidez. Su mantra para una astuta administración económica —controlar el gasto hoy y esperar el crecimiento mañana— no ha inspirado a los votantes y su aura inicial de prudencia en la gestión se ha evaporado. Los recortes en el gasto para los pensionistas y los discapacitados resultaron tan impopulares que tuvieron que abandonarse, lo que dejó al gobierno en el caos.

No ayuda que Starmer haya combinado esta falta de propósito con una vena represiva. Tras disciplinar duramente a los legisladores laboristas por sus votos a favor de la asistencia social, reprimió las manifestaciones propalestinas, y designó extravagantemente a la organización activista Palestine Action como grupo terrorista. Las repetidas y multitudinarias protestas contra la prohibición, con imágenes de abuelas de modales suaves a las que la policía sacaba cargando, han hecho de la libertad de expresión una herida abierta para él.

Esto contrasta notablemente con la incapacidad del gobierno para enfrentarse al desafío planteado por Reform UK y su fervoroso líder, Nigel Farage. Starmer ha oscilado erráticamente entre rumiar los peligros que la migración representa para la cohesión nacional —usando un lenguaje del que luego dijo que se arrepentía— y calificar de racistas las políticas del partido. En todo momento, ha fracasado a la hora de combatir la narrativa reformista o de tomar la iniciativa política en otros ámbitos. No es de extrañar que el apoyo a los laboristas se haya desplomado a solo el 18 por ciento, frente al 30 por ciento de los reformistas.

En Alemania, Merz —el líder más reciente de los tres— ha sido más directo. Puede presumir de una gran innovación desde que ganó las elecciones en febrero: flexibilizar los límites del endeudamiento público para invertir en el ejército. Es demasiado pronto para juzgar los resultados, pero hay mucho en juego. Los democristianos de Merz y sus socios de coalición, los socialdemócratas, han apostado el futuro de Alemania a la remilitarización, no solo para defenderse de Rusia, sino también como una estrategia muy necesaria para la reactivación industrial.

Hasta ahora, la estrategia no muestra signos de desestabilizar a la ascendente Alternativa para Alemania. Aunque el partido se ha resistido a la flexibilización de los límites de endeudamiento, también aboga por una enorme expansión de la industria militar y el ejército, aunque bajo dirección alemana y no europea. Lamenta los planes de la UE para la reindustrialización ecológica, pero está más abierto a la creación de empleo en la industria armamentística.

Merz insiste en que un gobierno exitoso contrarrestará el atractivo de Alternativa para Alemania. Pero el partido va viento en popa: actúa como la principal oposición y encabeza regularmente las encuestas nacionales. Parte de su apoyo se debe a su llamamiento a cortar el apoyo militar alemán a Ucrania. Sin embargo, la capacidad del partido para captar el programa estrella del canciller, en el que la militarización es el medio para hacer grande a Alemania de nuevo, debería hacerlo reflexionar.

Estos gobiernos son diferentes, por supuesto. Pero todos han adoptado la antipatía de sus oponentes hacia la migración. En Francia, Macron —que denuncia el “proceso de descivilización” provocado por los recién llegados— se ha apoyado en los legisladores de Agrupación Nacional para limitar los derechos sociales de los inmigrantes. En el Reino Unido, Starmer se ha disculpado por el “daño incalculable” causado por la migración masiva y ha introducido cambios draconianos en las normas de asilo. En Alemania, Merz ha aumentado las deportaciones, se ha comprometido a “llevarlas a cabo a gran escala” y ha presentado a los migrantes como un peligro para las mujeres.

Si esto pretende ganarse a los votantes descontentos con la migración, no ha funcionado. En lugar de premiar a los descoloridos imitadores de centro, los votantes están volteando a ver, cada vez más, a la fuente original.

Al parecer, eso no es así en Dinamarca.

En las elecciones europeas de 2014, el nacionalista Partido Popular Danés obtuvo casi el 27 por ciento de los votos, un avance que auguraba un gran futuro. Sin embargo, en las elecciones equivalentes de 2024, solo obtuvo el 6 por ciento. En una década en la que la extrema derecha creció en toda Europa, retrocedió en Dinamarca. ¿Qué ocurrió?

Para algunos, la respuesta parece clara: el gobierno de centro-izquierda, dirigido por la primera ministra Mette Frederiksen, tomó medidas enérgicas contra la migración. Es cierto que ella, en el cargo desde 2019, ha adoptado un enfoque severo hacia la cuestión. Tratando a los recién llegados como residentes temporales y no permanentes que deben integrarse, ha presionado a los sirios para que abandonen Dinamarca, ha recortado las viviendas sociales en zonas con grandes poblaciones minoritarias y ha firmado un acuerdo con Ruanda para procesar a los migrantes en suelo africano. Este enfoque, dicen sus admiradores, rindió frutos con su reelección en 2022.

Esta narrativa es unidimensional en el mejor de los casos y, en el peor, un mito. El primer mandato de Frederiksen, que contó con el apoyo de los izquierdistas y de un partido liberal, destacó no solo por su estricta actitud hacia la migración, sino también por su ambicioso programa de reindustrialización verde. Planificó enormes inversiones en energías renovables, fijó objetivos internacionalmente avanzados de reducción de emisiones y —de manera singular entre los grandes productores de petróleo— estableció una fecha legalmente vinculante para detener las perforaciones.

El gobierno insistió en que la reconversión a los empleos verdes no era el fin de la prosperidad danesa, sino el medio necesario para alcanzarla, y respaldó esta afirmación con financiación. El intervencionismo económico, unido a una historia convincente sobre cómo enfrentarse a un reto que definía una época, trajo consigo el éxito electoral. Hoy, las mayores preocupaciones de los daneses son el cambio climático y la salud pública, no la migración.

España es mucho más grande, está más dividida internamente y es mucho menos rica que Dinamarca. Pero, en todo caso, sus lecciones para mantener a raya a la extrema derecha son más generalizables. Como presidente del gobierno desde 2018, Pedro Sánchez es el político de centro-izquierda con más éxito de Europa y uno de los jefes de gobierno de la Unión Europea que más tiempo lleva en el cargo. Tras casi seis años en coalición con partidos situados a su izquierda, su Partido Socialista Obrero Español obtiene alrededor del 30 por ciento de los votos.

¿Cómo? Tomando partido. Durante la pandemia, el gobierno limitó los precios de la energía, reconoció a los repartidores por aplicación como trabajadores con derechos y restableció ciertas protecciones laborales. A continuación, aumentó drásticamente el salario mínimo y gravó las grandes fortunas. Al dar a sus bases razones para seguir con él, el partido de Sánchez contrarrestó la tendencia a alejarse de los votantes con menos ingresos y formación. Y lo hizo al tiempo que aplicaba una política migratoria ampliamente acogedora.

No ha sido un camino de rosas. Sánchez se ha enfrentado a tensiones dentro de su coalición, a un poder judicial muy politizado y a conflictos sobre el separatismo catalán. Muchos esperaban que perdiera las elecciones de 2023 frente a una coalición de derechas que incluía al partido ultranacionalista Vox. Sin embargo, Sánchez frustró el ascenso de la coalición aumentando la participación, no solo advirtiendo sobre la amenaza de la extrema derecha, sino también reuniendo a los votantes en torno a los logros de su gobierno. Les contó a los españoles una historia sobre su prosperidad futura y los peligros a los que esta se enfrenta. Y funcionó.

Tanto la primera ministra como el presidente tienen problemas. Tras la reelección de Frederiksen, ella se volvió hacia aliados más centristas y empezó a perder apoyos. Los principales beneficiarios han sido los partidos de izquierda con los que antes se aliaba, pero también están surgiendo pequeños grupos antiinmigración. Frederiksen, cuyos socialdemócratas obtuvieron malos resultados en las elecciones locales del mes pasado, ya no es la fuerza electoral que fue. Sin embargo, el entusiasmo de los votantes por otras opciones progresistas demuestra que el resentimiento nacionalista no es la única alternativa.

Sánchez también ha tenido problemas. Sin mayoría desde 2023, no ha podido aprobar un presupuesto. A falta de nuevas medidas redistributivas, el apoyo popular a sus aliados de izquierda se ha desmoronado, y los escándalos en su partido han generado furiosas peticiones de dimisión. Vox ha subido en las encuestas y se ha formado una extrema derecha más extraña, más joven y más conspiracionista. Lleva el ominoso nombre de Se Acabó la Fiesta.

Aunque estos líderes estén más asediados que antes, su historial demuestra el valor de la audacia política. Cambiaron las agendas nacionales politizando cuestiones de justicia económica y fiscal y mostrando a los votantes obreros que los partidos mayoritarios están de su parte. Otros líderes europeos deberían aprender la lección y aún pueden hacerlo.

En Francia, eso podría implicar un impuesto sobre el patrimonio, lo que estabilizaría al gobierno y recaudaría unos ingresos muy necesarios. En el Reino Unido, el gobierno podría elevar el nivel de vida frenando el aumento de las facturas del gas, gravando a los gigantes de la energía y reactivando los planes de inversión ecológica. En Alemania, el gobierno podría relajar los límites a la inversión para renovar las infraestructuras, desde el ferrocarril a la vivienda, y proporcionar un tipo diferente de estímulo económico.

Todo esto es políticamente factible: los números están ahí en el Parlamento, y todos tienen tiempo antes de las próximas elecciones. Aunque los partidos de extrema derecha se presenten como la voz de la gente común y corriente, la mayoría de los votantes no han sido ganados para su causa y anhelan razones para volver a tener esperanza. No les costaría mucho a estos gobiernos darles alguna.

¿Y si no lo logran? Algunos se conforman con el consuelo de que, cuando los partidos de extrema derecha alcanzan el poder, pronto se les acaba el fuelle.

Podrían señalar las recientes elecciones neerlandesas, en las que el nacionalista Partido por la Libertad de Geert Wilders —la mayor fuerza del gobierno saliente— perdió terreno frente a los liberales Demócratas 66. La breve e infructuosa etapa del Partido por la Libertad en el gobierno es una historia tranquilizadora de la incompetencia inveterada de los populistas. Sin embargo, esta feliz conclusión no refleja del todo el resultado de las elecciones. Aunque Wilders se hundió, sus exsimpatizantes se decantaron principalmente por partidos similares y el voto general de extrema derecha se mantuvo firme. Puede que su marcha se haya detenido, pero la extrema derecha sigue ganando fuerza.

Para 2030, es muy probable que no estemos hablando de votantes que coquetean con el populismo, sino de partidos de extrema derecha al frente de los principales países europeos. Figuras como Farage, Le Pen y Wilders podrían tener influencia en toda Europa. Si lo hacen, heredarán Estados con poderes nuevos y peligrosos. El aumento de las fuerzas armadas continentales, a medida que los países aumentan el gasto militar y vuelven a movilizar a jóvenes uniformados, es un ejemplo de ello. También lo son las medidas represivas que han adoptado los gobiernos para sofocar la disidencia y la protesta, especialmente en cuestiones de guerra y paz.

Aunque los efímeros gobiernos franceses tienen cierto aire a la República de Weimar, no se trata de un retorno al fascismo histórico. Es más probable que los partidos de extrema derecha de hoy convoquen airados ataques en internet que protestas callejeras masivas. Sus intereses nacionales suelen diferir, al igual que sus ideas: algunos son más asistencialistas, otros tecnoliberales o conspiracionistas. Pero a pesar de sus diferencias, es evidente que pueden llegar a acuerdos con los conservadores proempresariales de la corriente dominante. Están preparados para promover un nuevo credo de europeísmo asediado, no abandonando la Unión Europea, sino transformándola desde dentro.

¿Cómo sería una Unión Europea de extrema derecha? Para empezar, la agenda del Pacto Verde Europeo desaparecería. En su lugar, la inversión europea se destinaría probablemente a reconstruir los ejércitos nacionales, ampliar el aparato de deportaciones masivas y endurecer las fronteras exteriores de Europa. La privatización progresiva, especialmente de la atención a la salud, podría combinarse con la vigilancia policial basada en la inteligencia artificial para disciplinar a los pobres y a los precarios.

Los refugiados ucranianos, como parte de un giro más amplio contra Ucrania, serían tratados con recelo, y los musulmanes y otras minorías serían objeto de repatriaciones forzosas en un cruel programa de la llamada “remigración”. Si el continente se sumiera en una guerra total —una amenaza real a medida que se derrumba el orden internacional—, la detención de “indeseables” y el reclutamiento masivo del resto no tardarían en llegar.

Incluso un 2030 tan sombrío diferiría en aspectos importantes de la década de 1930. Todavía no la medianoche del siglo. Pero una Europa entregada a los ideólogos de extrema derecha y en deuda con el nativismo de Estados Unidos podría tener sus propios horrores. A menos que los gobiernos centristas del continente cambien de rumbo, la extrema derecha puede hacer suya Europa. Después de eso, se acabaron las apuestas."

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