"Robar, qué duda cabe, es inexcusable y está muy feo. Pero llevarte por delante la vida de millones de personas para robar a manos llenas es jugar en otra liga de codicia y crueldad.
No sé en qué año datar la crisis de 2008. Sé que es una afirmación extraña. Entiéndanme. No sé en qué año datar el momento en el que me volví aguda, dolorosamente consciente, de lo en serio que iba la crisis de 2008. De las consecuencias que iba a tener sobre nuestro futuro. Sobre toda nuestra vida adulta. Muchos de nosotros, millennials y no tan millennials, seguimos hoy, en 2025, sin haber logrado desembarazarnos por completo de la alargada sombra de aquella época horrenda. 17 años no son nada en términos históricos. Dentro de un siglo, solo los historiadores más expertos sabrán diferenciar la crisis de 2008 de la crisis del covid de 2020. Se considerará el típico ejercicio de los de ir a pillar en las pruebas de Selectividad. Ya saben. Enumere las consecuencias sociales y económicas en el Estado español de la primera crisis del siglo XXI. Jolines, profe. Yo qué sé. ¿Esa fue en la que emigró todo el mundo, o eso ocurrió en la segunda? No, José Miguel, acuérdate del truco nemotécnico que vimos: en la segunda crisis no te dejaban salir de casa, así que migrar tampoco.
17 años, en términos de una vida humana, son muchísimos. Hay condenas por homicidio que han durado menos. 17 años abarcan toda mi juventud, toda la juventud de la gente de mi generación. Dos años antes del inicio de la crisis, en 2006, tuvo lugar mi graduación del bachillerato. El profesor a cargo de dar el discurso durante la entrega de diplomas, a la sazón director de mi instituto, pronunció unas palabras que todavía están atornilladas en algún lugar de mi hipocampo: dijo que todo el mundo recuerda la época de la veintena como una de las más felices. Dijo que siempre pensaríamos en los años que estaban por venir como los mejores de nuestras vidas. Dijo que teníamos que aprovechar y exprimirle todo el jugo a nuestra efervescente juventud.
Lo que vino después difícilmente puede ser recordado como una buena época para la mayoría de nosotros. Se fue instalando de manera gradual, insidiosa, la idea perversa de que la gente común había cometido un pecado o un crimen que debía pagar muy caro. Habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, ese era el mantra que se repetía una y otra vez, en alusión esencialmente a los curritos que cometieron la osadía de meterse en hipotecas salvajes para tener un lugar donde vivir en mitad de una burbuja inmobiliaria terrorífica. Los medios de comunicación, siempre serviles con el poder, se sumaron encantados a aquella fiesta. Recuerdo asqueada que algunos de los programas más populares del prime time iban sobre disciplinar a los ninis: el nombre que recibieron los jóvenes que ni estudiaban ni trabajaban, es decir, una gran parte de los veinteañeros de España en aquel momento. En lugar de explicar aquella crisis como un problema estructural, relacionado con decisiones políticas de muy difícil justificación, se resolvió convertirlo en una cuestión de alcance estrictamente individual. Sálvese quien pueda. Tonto el último. Entre 2008 y 2011, Cuatro emitió un programa llamado Ajuste de cuentas, en el que cada semana una familia en bancarrota recibía los consejos de un vendehumos experto. Por si no lo recuerdan y tienen curiosidad, las soluciones para superar su delicada situación siempre consistían en trabajar más y gastar menos, no había más ciencia. Junto con la criminalización de una generación entera y la autoayuda, la caridad más repulsiva encontró también su espacio, y nada menos que en la televisión pública: entre 2013 y 2014 se estuvo emitiendo cada tarde el programa Entre todos, en el que se mendigaba dinero de la audiencia para ayudar a personas en quiebra a montar negocios humildes, en su mayoría destinados al fracaso.
Lo que veíamos por la tele tenía consecuencias en nuestra manera de interpretar la realidad. A principios de 2010 me encontré por la calle con un antiguo compañero del instituto, un tipo majete que hasta entonces siempre me había caído bien. Nos pusimos hablar de tonterías, y de pronto le brotó de las entrañas un discurso furibundo en el que me aseguró que no se creía que una persona que dedicara ocho horas diarias a encontrar trabajo pudiera seguir en paro. La tasa de desempleo para los menores de 25 cerró aquel año en un flamante 43,4%, mientras que la tasa total era del 20,33%, el dato más alto desde 1997. Y ese no fue el récord.
En 2011 se produjo el cambio de Gobierno. Zapatero adelantó las elecciones al 20 de noviembre, elecciones que el PP ganó con 186 escaños, diez más de los que se necesitan para tener la mayoría absoluta en el Congreso. Ellos, eficaces gestores y totalmente libres para actuar, nos sacarían de aquel entuerto en un periquete, se nos dijo.
El Gobierno de Mariano Rajoy se puso a trabajar de inmediato con la seriedad y la eficacia que caracterizan al Partido Popular.
El 11 de enero de 2012, el PP aprobó, según los titulares de la época, el mayor ajuste presupuestario y fiscal de la democracia. Se anunció la subida del IRPF y del IBI durante dos años, la congelación de los sueldos de los funcionarios y un recorte de gasto de 8.900 millones. Podemos leer en la pieza enlazada que el ministro Montoro las calificó de “medidas ponderadas en términos económicos y sociales”, y aseguró que “no afectaban ni recaían sobre los sectores más débiles de la sociedad”. También añadió que se trataba de “decisiones neutrales”, necesarias para recuperar la credibilidad de España.
Un par de semanas después, el 27 de enero, el Consejo de Ministros aprobaba el establecimiento de techos de gasto para todas las administraciones. El anteproyecto de ley recogía la posibilidad, anunció el ministro Montoro, de multar con el 0,2% de su PIB nominal a las comunidades autónomas que no corrigieran sus déficits en seis meses.
El 10 de febrero de 2012, la ministra de Trabajo Fátima Báñez presentó el decreto-ley de una reforma laboral (“extremadamente agresiva”, en palabras de Luis de Guindos, ministro de Economía) por la que se abarataba y facilitaba –todavía más– el despido.
El 7 de marzo, el ministro de Economía, Luis de Guindos, anunció que la inversión pública en 2012 se reduciría un 40% debido a la necesidad de compensar la “falta de responsabilidad” de sus antecesores socialistas.
El 30 de marzo de 2012, Cristóbal Montoro presentó el proyecto de Presupuestos Generales del Estado, que establecía un recorte de gasto público de 13.400 millones de euros. Se incluyó también una amnistía fiscal, no encontraron un momento más adecuado para ello.
Algo más de una semana después, el 9 de abril, el Gobierno anunciaba un recorte adicional de 10.000 millones, a repartir entre Educación (3.000 millones) y Sanidad (7.000).
El listado de recortes y despropósitos se mantuvo durante los meses siguientes: se implantó el copago farmacéutico, se eliminó el derecho a la asistencia sanitaria a casi un millón de personas migrantes, subió el IVA…
El 11 de julio de 2012, con el país ya en shock, Mariano Rajoy compareció en el Congreso para comunicar que se iba a proceder a una revisión de la prestación por desempleo “para garantizar que las prestaciones no generasen efectos desincentivadores en la búsqueda de trabajo”. Andrea Fabra, diputada del PP por la provincia de Castellón, exclamó desde su bancada “¡Que se jodan!”.
En diciembre de 2012, el desempleo alcanzó al 26% de la población, y al 55% de los jóvenes. 1.833.700 hogares tenían a todos sus miembros en paro. Pero tener la suerte de trabajar a jornada completa tampoco era garantía de poder pagar comida, alquileres o facturas: en esa misma fecha, el salario mínimo interprofesional se fijó en 645,30 euros al mes. Emergió un fenómeno nuevo: familias enteras vivían de la exigua pensión de un abuelo o abuela jubilados.
Si es duro leer los titulares de aquella época, mucho peor es pensar en la traducción que tuvieron en nuestras vidas aquellos Consejos de Ministros.
Pienso, en primer lugar, en la gente que ni siquiera está aquí para contarlo. En los cuatro mil enfermos de hepatitis que fueron condenados a muerte porque se decidió que sus vidas no valían el dinero que costaba el medicamento que podía curarlos. En las cifras de suicidios por desahucios, una de las expresiones más violentas en las que se encarna la ideología neoliberal, y una lacra de la que seguimos sin librarnos.
Pero los que salimos con vida de aquello lo hicimos muy tocados. A mucha gente de mi generación se nos pone un nudo en el pecho al pensar en los años en blanco en el currículum y en el informe de vida laboral de la Seguridad Social, en la experiencia perdida dando tumbos por trabajos precarios espantosos, en los años de cotización esfumados de los que nos vamos a acordar cuando lleguemos a la edad de jubilación dentro de tres décadas.
Pienso en los estudios inacabados, en los títulos universitarios que no llevan nuestro nombre porque llegó un punto en el que rendirse era la única opción a la que te podías acoger.
Pienso en el proyecto vital que se volvió irrealizable –emparejarse, formar una familia, mudarse a otra ciudad, vivir como un adulto– porque la única solución habitacional con la que contábamos era un cuarto en casa de nuestros padres, cuarto al que mucha gente tuvo que regresar de manera forzada en aquella época. Cuarto del que muchos no pudieron salir durante años.
Pienso en la gente que no pudo comprar un piso en aquella época, o perdió el que tenía. Ahora que se está produciendo una nueva burbuja inmobiliaria, tal vez todavía más atroz que la anterior, pienso en cómo la crisis de 2008 los mantiene atrapados en 2025 en un bucle de alquileres inasumibles, pisos compartidos y la incertidumbre ante nuevas subidas y terminaciones unilaterales de contrato.
Pienso en la experiencia migratoria, tristemente familiar para muchos de nosotros. En la desazón inefable que se siente cuando una despliega ante sí un mapa de Europa, u otro lugar aún más lejano, y empieza a hacer cábalas con toda la frialdad de la que se es capaz en una situación así. Aquí el sueldo es más alto, pero ese idioma es complicado de aprender. Aquí parecen más tolerantes con los españoles, pero dicen que el clima es horrible. Aquí no nos quieren mucho y los salarios son reguleros, lo dejo como última opción, aunque nunca se sabe.
Que un alto cargo público, nos da igual de qué partido político o ideología, utilice su posición privilegiada para robar, malversar o desfalcar dinero público es, por supuesto, inadmisible. No me detendré en ahondar en esa obviedad.
Pero, sin restarle importancia a ese tipo de corruptelas, lo que parece haber hecho Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda durante los dos mandatos de Mariano Rajoy, así como en la segunda legislatura de Aznar, va mucho más allá de una mera mordida, un contratito público colocado a dedo o un reparto de dinero de dudosa procedencia.
Según la investigación llevada a cabo durante los últimos siete años por un juez de Tarragona, en aquellos años horribles en los que muchos pasábamos noches enteras comiendo techo presas de la ansiedad, el exministro, junto con una trama que por el momento alcanza a casi una treintena de personas físicas y jurídicas, se dedicó a emplear los poderes del Estado para hundir en la miseria a un país entero a través de una legislación creada ah hoc con el propósito de favorecer a los clientes de su empresa de consultoría. Todavía están por conocerse todos los detalles de este caso, y es muy probable que durante las próximas semanas se sucedan toda clase de revelaciones escandalosas, pero todo parece indicar que numerosos miembros del Gobierno de Rajoy utilizaron todo el aparato estatal a su alcance para hacer y deshacer a su antojo, como si los ministerios de turno fueran su cortijo particular. No solo robaron: institucionalizaron el robo a través de marcos normativos expresamente ideados para ello mientras el país atravesaba una situación extraordinariamente delicada.
Decir que muchos estamos tristes y asqueados es quedarse muy corta. La mayoría de nosotros hemos aprendido a leer o escuchar las noticias tomando distancia con respecto a los hechos noticiables. Pensamos con indiferencia vaya, otro al que han cogido con las manos en la masa, ya no te puedes fiar de nadie, apuramos el café y bajamos a la calle a tomar el autobús que nos lleva al trabajo. Para cuando conseguimos pillar un asiento en el transporte público, nuestra mente ya está sobrevolando otros temas desde hace rato. Pero este asunto, para mí, para muchas personas de mi edad, en general para todos los que sufrimos en su día y seguimos sufriendo hoy las consecuencias de la crisis, es diferente. Lo he vivido como un agravio, como un escupitajo en la cara. El caso Montoro es un asunto personal. Robar, qué duda cabe, es inexcusable y está muy feo. Pero llevarte por delante la vida de millones de personas para robar a manos llenas es jugar en otra liga de codicia y crueldad.
No existe castigo o expiación que les redima por esto, no tienen manera de devolvernos lo que nos han quitado, no hay justicia o reparación posibles. Porque, para eso, para poder devolvernos lo que nos han quitado, tendrían que arreglárselas para traer de vuelta aquellos que iban a ser los mejores años de nuestras vidas."
( Adriana T. , CTXT, 20/07/2025)
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