"(...) 3- Las energías renovables
Las energías renovables representan la alternativa, pero no están exentas de condicionamientos.
En primer lugar, el sistema de red eléctrico centralizado se adapta mal a las energías renovables.
La eólica es limpia. La solar fotovoltaica también lo es, y además es modular, fácil de instalar. Ambas acarrean bajos costes de operación. Pero ambas son intermitentes, más difíciles de gestionar, requieren de amplia superficie disponible, y no generan inercia con el modelo tecnológico actual. Para que aumentase su compatibilidad, en un entorno estable, con el sistema actual requieren de soluciones de acumulación o respaldo, hoy por hoy insuficientes. En países con alta disponibilidad de agua, como en los países escandinavos, las centrales hidroeléctricas funcionan bien, pero en otros con sequía recurrente, como el nuestro, la alternativa son las baterías. Estas también son costosas, en términos económicos y de materiales críticos (litio, cobalto, níquel) –con su consiguiente huella ecológica-, en tanto que el hidrógeno es poco eficiente como acumulador y sus usos serán limitados.
Cuantas más energías renovables intermitentes se integran, mayor complejidad técnica adquiere la red eléctrica. Por eso, junto a la generación renovable, resulta imprescindible fomentar un modelo descentralizado y distribuido, en el que prime el autoconsumo en comunidades energéticas, que reducen la presión sobre la red central, y aplicar políticas de gestión de la demanda, incentivando el consumo en horas con más producción. A este respecto, ya se pueden hacer algunas cosas. En tanto que el sistema de red eléctrico requiere una sincronización entre generación y consumo, ¿qué sentido tiene tener en primavera y verano que la franja de consumo de precio más caro sea en horas con mucha luz? De lo que se trata es de poner más barato el consumo en las horas más soleadas del día en dichos meses.
¿Qué está fallando en la expansión actual de las renovables?
Lejos de configurarse como una alternativa integral al sistema fósil, el despliegue actual de las renovables está guiado por criterios de mercado, no por las necesidades sociales ni ecológicas. Las empresas privadas invierten de forma desordenada, priorizando zonas donde la conexión a la red eléctrica resulta más accesible y rentable o donde existe mayor capacidad de consumo, sin considerar los impactos sobre el territorio y la colisión con las necesidades de las comunidades del medio rural, que suelen localizarse también cerca de esos mismos puntos de conexión.
Esta lógica de “renovables extractivas” no reduce necesariamente el uso de fuentes no renovables: en muchos casos, simplemente se agrega a ellas, manteniendo activos los sistemas fósiles y nucleares mientras sigan generando beneficios. Además, la centralización del sistema —replicando el modelo fósil— con megainstalaciones solares y eólicas, y una red eléctrica centralizada que requiere un alto porcentaje de energías sucias para ser estable, suele entrar en conflicto con poblaciones rurales, usos agrícolas tradicionales y la biodiversidad.
En lugar de avanzar hacia una reducción del consumo y una reorganización del modelo energético, se reproduce un modelo productivista que choca frontalmente con los límites ecológicos del planeta.
Hacia un modelo energético justo y sostenible
La energía es un bien común esencial y, como tal, debe gestionarse con planificación pública, y participación democrática comunitaria, no como un nicho de negocio. Es imprescindible que los poderes públicos recuperen la iniciativa en el diseño del sistema energético, avanzando hacia un modelo que combine:
- Renovables como fuente principal, reduciendo y sustituyendo progresivamente las fósiles y nucleares.
- Distribución descentralizada y comunitaria, con sistemas de autoconsumo, redes locales y acumulación energética adaptada a cada territorio.
- Colaboración con las comunidades rurales y urbanas, integrando criterios sociales, ambientales y paisajísticos en la elección de ubicaciones y modelos de gestión.
- Participación democrática en las decisiones energéticas, reconociendo la energía como derecho y no como mercancía.
Este modelo requiere una inversión pública sostenida, no solo en infraestructuras de producción, sino también en redes de distribución inteligentes, almacenamiento, eficiencia energética y educación técnica y ciudadana. Una inversión pública que no puede conformarse con hacerlo en infraestructuras de las que finalmente saquen un magro provecho las empresas privadas sino el conjunto de la sociedad. Por ejemplo, la compra masiva de baterías y sistemas de acumulación, aunque puede contribuir a estabilizar el sistema de red eléctrica, supone también abaratar un coste a empresas privadas que debieran haber asumido tal inversión. Si el sector público compra baterías a gran escala, lo suyo sería también que el conjunto del sistema fuera público, socializando este sector estratégico. El coste, sin duda, aunque alto, sería un 5% menos que lo comportará el gasto en defensa de aquí a 2030. Sería una mucha mejor opción, sin duda.
Ahora, este ejercicio de socialización no resulta suficiente. Debe contar con una planificación para un redespliegue de infraestructuras y tecnologíaen otros términos. Fundamentada en las energías renovables, y solo de manera minoritaria e instrumental con el gas para situaciones de emergencia, debe sustituir otras tecnologías y fuentes, desplegar un modelo distribuido y descentralizado, y adaptar las fuentes a emplear en función del territorio, acordando democráticamente con cada comunidad la localización de las instalaciones. Asimismo, parece imprescindible que la reorganización y redespliegue de infraestructuras se haga en una transición que, con la ayuda en la investigación, desarrollo e innovaciones para que las infraestructuras se apoyen crecientemente en tecnologías low tech, que algunos llaman modestas y otros ligeras, no dependientes de la industria fósil, y capaz de minimizar el uso de materiales, energía y ampliando la lógica de una economía en espiral, que permita reintegrar los materiales en el ciclo de la naturaleza en la medida de lo posible –a sabiendas de lo tozuda que es la termodinámica al respecto, como suele apuntar el maestro José Manuel Naredo-, al mismo tiempo que se proporciona un servicio suficiente a toda la población.
Soberanía energética y territorio
En un mundo cada vez más tensionado por el control de recursos, la autosuficiencia energética se convierte en un elemento clave de soberanía. La Península Ibérica, y especialmente en el Sur, tienen un potencial enorme para cubrir buena parte de su demanda con renovables. Pero eso exige un cambio de modelo: no basta con cambiar las fuentes si no se transforman las relaciones de poder que estructuran el sistema.
Una verdadera soberanía energética implica decidir de forma colectiva qué energía se produce, cómo, dónde, para quién y con qué impactos. Requiere reconocer que la energía no es neutra, que su acceso desigual condiciona todos los aspectos de la vida y que cualquier transformación debe acompañarse de justicia territorial y social, empezando con incluir en la agenda la erradicación de la pobreza energética, garantizando la provisión básica a toda la población, y atendiendo a los límites de nuestra biosfera.
Esta justicia también supone, como hemos indicado, pactar la localización de instalaciones con criterios que no desplace las capacidades y necesidades de la producción agrícola, las necesidades de los municipios rurales, y que incluya adaptación técnica de las infraestructuras que se requieren. Por ejemplo, desarrollar aerogeneradores sin aspas, que trasladen la energía a través de la vibración inducida por vórtices –pues las aves siguen como zona de paso el mismo camino que el viento que estos aprovechan-, o situar las granjas de paneles solares en aparcamientos, techos de edificios, industrias y zonas rurales con impacto menor en poblaciones, agricultura y biodiversidad.
Pensemos también que tenemos que duplicar estas infraestructuras basadas en renovables, pero no para agregarlas a las tecnologías fósiles y nucleares sino para reemplazarlas en su inmensa mayor parte.
Los límites biofísicos: la cara olvidada de la transición
No se puede hablar de transición energética sin reconocer los límites materiales del planeta. La electrificación de la economía —necesaria en muchos aspectos— no puede plantearse como un crecimiento ilimitado la generación renovable. Parece necesario duplicar todavía la capacidad instalada actual, siempre que no sea desordenada y con criterios de mercado, sino atendiendo a necesidades y condiciones sociales, medioambientales y técnicas. Pero tenemos que ser conscientes que esto implica contar con ingentes materiales como el cobre, litio y tierras raras, cuya disponibilidad es limitada y cuyo ciclo de vida plantea imponentes desafíos ecológicos. También supondrá continuar con la investigación científica y desarrollar infraestructuras que puedan emplear otros materiales abundantes, como el aluminio, que aunque peor conductor que el cobre, podría dar un servicio adecuado en determinadas actividades.
Las infraestructuras renovables actuales dependen indirectamente de energías fósiles: en su extracción, fabricación, transporte o mantenimiento. Su vida útil es limitada, no más de 30 años, hay que volverlas a fabricar y también causan residuos. Por tanto, no basta con cambiar las fuentes de energía: es imprescindible transformar el modelo económico hacia una economía sobria y justa que seleccione la demanda de energía a atender, evitando consumos ostentosos y superfluos, en lugar de intentar sostener el mismo nivel de consumo.
Esto implica:
- Promover modos de vida y consumo austeros, eficientes y compartidos, que no por ello deban renunciar a satisfacer necesidades ligadas al bienestar y un modo de vida digno.
- Apostar por la movilidad pública, colectiva y electrificada, priorizando el transporte por ferrocarril y tranvía, también autobús o metro, y emplear coches eléctricos en ámbitos urbanos para servicios esenciales (taxi, ambulancia, bomberos) y desarrollar sistemas de transporte de alquiler compartido municipal para poder llegar al medio rural sin otra cobertura.
- Priorizar el uso energético para cubrir necesidades básicas y actividades de alto valor social.
¿Qué política económica para qué modelo energético?
Una transición energética sostenible exige una política económica al servicio del bien común. No se trata solo de cambiar la matriz energética, sino de construir otro modelo de desarrollo. Un modelo que no busque el crecimiento ilimitado, sino el equilibrio con los límites naturales y la equidad social.
Esto requiere:
- Planificación pública de largo plazo, con criterios técnicos, sociales y ecológicos.
- Negociación y participación democrática de las comunidades en las decisiones estratégicas.
- Reconversión del empleo y la formación profesional hacia sectores sostenibles.
- Descentralización de sistemas de generación y distribución, sosteniendo una coordinación entre sistemas para que la diversificación se constituya en una virtud que no renuncie a las posibles sinergias entre las diferentes formulas encontradas.
Frente a este horizonte, las élites económicas y políticas globales parecen haber optado por otro camino: una transición autoritaria y antisocial, basada en el control de recursos estratégicos, en el extractivismo, el uso creciente de la fuerza, la desigualdad y la exclusión. Es un modelo donde los combustibles fósiles, la energía nuclear y las grandes renovables centralizadas conviven en un sistema cada vez más inestable, extractivo y militarizado. Un modelo que se blinda ante la protesta, recorta derechos y consolida los privilegios de unos pocos.
Este rumbo no solo es socialmente injusto, sino también ecológicamente inviable y políticamente insostenible. Choca con los intereses de la mayoría social, especialmente de las clases trabajadoras y los pueblos del Sur global, y bloquea cualquier posibilidad de transición real hacia un futuro vivible.
El modelo energético no es un mero asunto técnico: es profundamente político. Determina qué vida es posible y para quién. Por eso, la lucha por un nuevo sistema energético es también una lucha por la democracia, la justicia y la vida digna. A su vez, el sistema eléctrico no es solo un entramado técnico: es también un campo de decisiones políticas, sociales y ecológicas. Cada tecnología tiene sus condiciones, ventajas y limitaciones, y ninguna —ni siquiera las renovables— está libre de impactos. Por eso, una transición energética justa requiere no solo más renovables, sino una planificación democrática consciente, desde lo público y lo comunitario, donde se prioricen los usos socialmente necesarios, se minimicen los impactos y se distribuya el poder energético de forma más democrática.
Evitar los apagones del futuro no depende solo de instalar más placas o más molinos, sino de repensar a fondo nuestra forma de vivir, producir y organizarnos. Necesitamos un modelo público, democrático, suficiente, sostenible y justo. Y lo necesitamos desarrollar desde ya, habida cuenta de que el actual es cada vez más inseguro y peligroso."
(Daniel Albarracín, Universidad de Sevilla. Rebelión, 07/06/25)
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