"Algunas hipótesis sobre el ascenso ultraderechista en Chile y su reverso inevitable: el fracaso de un gobierno más liberal que progresista.
“Las masas no se repliegan hacia el vacío, sino al terreno malo, pero conocido”. La frase fue escrita hace más de 50 años, en un contexto muy diferente, por el periodista y militante revolucionario argentino Rodolfo Walsh.
Y sin embargo mantiene hoy una vigencia inusitada, y nos da una primera clave de acceso a la desconcertante paradoja chilena: ¿cómo pudo el Chile del estallido social, del “no son 30 pesos, son 30 años”, de las juventudes amotinadas, la bronca atávica contra los “pacos” y la reivindicación orgullosa de la bandera mapuche, girar en redondo en un sexenio y colocar en La Moneda al representante más conspicuo del pinochetismo, a una de las figuras más reaccionarias del bestiario derechista local, a todo aquello que, en suma, el estallido vino a impugnar?
Primera hipótesis: las masas que se insubordinaron en octubre de 2019 lo hicieron con un vago pero decidido afán refundacional, que no casualmente encontró en la propuesta constituyente su primera palabra articulada, el punto focal donde podían converger las demandas de todas las víctimas del modelo educativo, sanitario, securitario o pensional, en un país donde hasta los cursos de agua fueron privatizados por las radicalizadas reformas de ajuste estructural.
Las protestas, que se prolongaron a lo largo de varios meses, fueron la manifestación más visible y revulsiva del agotamiento del modelo neoliberal allí donde una dictadura lo impuso a sangre y fuego con Augusto Pinochet, el concurso de la CIA y los Estados Unidos y el célebre “mamotreto” (el recetario del ajuste ortodoxo) que escribieron los Chicago Boys.
Fue en Chile donde la santa trinidad del general autoritario, el economista neoliberal y el agente de inteligencia hicieron escuela. Quienes estuvimos por el Chile de aquellos estertores a comienzos del año 2020 podemos dar fe hoy, con la perspectiva que otorga la distancia, de que se trató de un movimiento radical, pero también sumamente contradictorio.
Como no podía ser de otra manera, las reivindicaciones antineoliberales se expresaron en manifestaciones políticas, societales y en subjetividades totalmente atravesadas por el neoliberalismo; la apatía, la rabia ciega, el espontaneísmo, la desconfianza, el individualismo, el rechazo a todas las formas de la política, el anti-poder, el ensimismamiento corporativo, etcétera.
¿Su gran emblema? Los personajes, disfrazados de Spiderman o de Pikachu, que solían entonces acaudillar las protestas en la “Plaza de la Dignidad”. Una especie de teatro bufo que decía y dice mucho de los niveles de desafección política al que 50 años de neoliberalismo llevaron a la sociedad chilena, que supo ser una de las más brillantes y organizadas de toda América Latina.
Fenómenos parecidos tuvimos en el ciclo de revueltas neoliberales de fines del siglo XX y comienzos del XXI, y también en toda la saga insurreccional del 2018-2019, que sacudió el mapa regional hasta ser frenada en seco por la pandemia y los regímenes de aislamiento.
Sin embargo, el estallido de 2019 no fue un rayo en cielo sereno.
Las frustraciones se venían acumulando desde hacía años y se expresaron en las demandas de las postergadas poblaciones indígenas, en las revueltas estudiantiles (de la que de hecho emergió la nueva generación progresista de la que proviene Boric), en el movimiento contra las aseguradoras privadas de fondos de pensión, o en algunos conflictos sindicales más focalizados.
Esto nos lleva a la segunda hipótesis: la tragedia chilena es el resultado del fatal divorcio entre una izquierda estatal sumamente institucionalista, heredera ideológica de la nunca concluida transición postpinochetista encabezada por los partidos de la Concertación (izquierda institucional de la que hizo parte el propio Partido Comunista, cogobernante con la antigua centroizquierda en los tiempos de Michel Bachelet y la “Nueva Mayoría”), y una izquierda social más dispersa, antiestatista, e incluso con fuertes tendencias autonomistas y anarquizantes.
Como el agua y el aceite, las dos fases del compuesto fueron revueltas por el estallido y sus postrimerías, pero nunca llegaron a sintetizarse.
La izquierda social y los sujetos movilizados de forma espontánea fueron incapaces de alumbrar un proyecto estatal y plurinacional para las grandes mayorías (y sobre todo hacerse eco de las reivindicaciones económicas más sentidas), lo que quedó en evidencia en los tropiezos de la Convención Constituyente y en el rápido ascenso, balcanización y caída de la heteróclita Lista del Pueblo, que en la elección de convencionales constituyentes de 2021 conquistó casi un millón de votos para después desintegrarse por completo.
Por el contrario, la izquierda institucional (por lo general urbana, clasemediera y santiaguina), con sus atávicos reflejos de élite, vio el estallido con más temor que esperanza, incapaz de interpretarlo y traducirlo, y mucho menos de encauzarlo y capitalizarlo.
El gran síntoma de ese hiato, y que podemos asegurar en retrospectiva que fue el acontecimiento que selló el destino del estallido, fue el rápido salvataje que Boric, contra la voluntad de su propio partido y sus bases, corrió a otorgar a Sebastián Piñera, evitando su caída, negociando una transición constituyente tutelada, y cerrando de esta manera la caja de Pandora abierta en octubre.
El resto es historia conocida: el inicio del proceso constituyente, aprobado por un 78 % de la población en 2020, derivó en un texto que fue rechazado en el “plebiscito de salida” de 2022 por el 61 por ciento de la ciudadanía.
Luego, la vendetta conservadora, encabezada por la propia tentativa constitucional de Kast y su Partido Republicano, también fue impugnada en 2023, volviendo todo a fojas cero, garantizando la continuidad de una de las cartas magnas más retrógradas de toda la región latinoamericana y caribeña.
Escribimos después de la primera vuelta electoral que Gabriel Boric Font es el gran mariscal de la derrota chilena, y lo reafirmamos. Pero debajo del mariscal siempre hay militares de menor rango, y sobre todo tendencias estructurales de larga duración que definen el teatro de operaciones.
Sin embargo, la estructura no impugna la agencia, ni mucho menos absuelve a los liderazgos. Esto nos lleva a una tercera hipótesis que surge de una pregunta nodal: ¿lo que vimos fue una derrota o más bien un fracaso? Ésta es la gran pregunta que todo analista debe hacerse frente a un retroceso de estas magnitudes.
En la derrota el enemigo impone su abrumadora superioridad económica, social, mediática, geopolítica o militar. En el fracaso, en cambio, priman los componentes internos, las contradicciones propias, las aporías, los errores no forzados, las inconsistencias ideológicas, la falta de conducción, estrategia y perspectiva.
He aquí entonces la tercera hipótesis: lo que vimos no fue una derrota, sino que estamos en presencia de un nuevo fracaso de una izquierda institucionalista y elitista, más liberal que progresista, que tras el revés constituyente y la derrota de la propuesta de reforma fiscal, decidió arrear todas las banderas reformistas y cogobernar con los mismos sectores del establishment que fueron repudiados en 2019 (ese centro, ayer en extinción, hoy vuelve a respirar).
El liberal-progresismo chileno fracasó, y no es la primera vez que lo hace desde la nunca terminada transición postpinochetista; como “el conde” de la película de Pablo Larraín, el viejo general sigue sobrevolando el país con su capa prusiana, más vivo que muerto.
Por otro lado, es evidente que el principal pasivo de la candidata Jeanette Jara en estos comicios fue representar al gobierno en el que se desempeñó, de forma correcta, como Ministra de Trabajo.
De hecho, el exiguo historial de “conquistas” que el gobierno pudo exhibir se relacionan en buena medida a su gestión ministerial: la reducción de la semana laboral, la reforma al sistema de pensiones y el aumento del salario mínimo. Puede sonar a poco, pero en realidad fue mucho menos.
En primer lugar si tomamos el punto de partida inevitable, fincado en las expectativas sociales desatadas en octubre y en el propio programa de gobierno de la coalición entre el Frente Amplio y el PC, que proponía una reforma fiscal de avanzada, centralizar la negociación colectiva de los sindicatos pulverizada por el régimen neoliberal, un sistema de salud de carácter público y universal, condonar las millonarias deudas de los estudiantes y las familias sobre-endeudadas, promover el empleo registrado y de calidad, e incluso nacionalizar el sistema de pensiones y aumentar drásticamente el monto de las jubilaciones.
El gobierno de Boric arrió las demandas “particulares” (hoy quizás demasiado fustigadas por los desencantados de aquella gesta, como si las reivindicaciones del movimiento feminista y el pueblo mapuche fueran periféricas y subsidiarias), pero tampoco fue capaz de apuntalar las “generales” (que no eran ni son lógicamente contradictorias con las primeras).
La desigualdad apenas se redujo respecto a la presidencia de un neoliberal a ultranza como lo fue el antecesor Piñera. El empleo precario y no registrado se mantuvo en niveles altísimos. La negociación colectiva y centralizada nunca se implementó.
La reforma fiscal que debía gravar a las compañías mineras y a los sectores de ingresos altos y patrimonios holgados, durmió el sueño de los justos, por impericia legislativa y por falta de vocación a la hora de apuntalar la organización y movilización popular. La educación y la salud continuan siendo privativas y excluyentes.
Eso es lo que no se hizo. Pero para colmo de males, el exasperante gradualismo produjo conquistas en un plano legal que no se implementarán materialmente hasta los próximos años, como la reducción de la semana laboral, que sólo alcanza a la minoría de trabajadores formales, que entrará en vigor recién en 2028, o el nuevo sistema previsionial, que deja intocadas a las odiadas AFP y que comenzará a andar en 2027, con un sistema focalizado que redundará en que muchos de los pensionados tengan un aumento neto de apenas de 25 dólares.
Nadie, es evidente, vota a un gobierno por sus conquistas futuras. Pero ahora, con una coalición de gobierno ultraderechista bajo el arbitraje de Kast, lo más probable es que estos moderados avances sean barridos incluso antes de llegar a efectivizarse.
Por si quedan dudas, no se trata de demandar con el diario del lunes una radicalización abstracta y ahistórica, ni de comparar al gobierno de Boric con el de la Cuba de los años 60 o la Venezuela y la Bolivia de principios de este siglo, sino de hacerlo con sus homólogos de hoy, que como Claudia Sheinbaum o Gustavo Petro hacen parte de las mismas limitaciones de origen y de idénticas vicisitudes históricas.
En ese sentido, si lo comparamos las transferencias directas de ingresos con fines redistributivos o con las reformas estructurales impulsadas por cada gobierno, las de Boric palidecen por lo timoratas, inconsistentes y postergadas.
Ni que hablar si hacemos alusión a una política exterior que en asuntos clave como el genocidio de los palestinos en Gaza o la amenazante militarización del Gran Caribe, estuvo más cercana al extremo centro e incluso a las derechas de la región, que a la posición de las izquierdas y de otros progresismos.
Claro que a las tendencias socioeconómicas presentes en la sociedad chilena en tiempos del estallido y a los desaciertos de gobierno, debemos sumar la consideración de las grandes tendencias globales.
Como en otros países (particularmente sus vecinos), con viento de cola, una derecha “sin complejos” arriba a La Moneda, en un proceso de ramificación en donde conviven, no sin conflicto, pinochetistas de hueso colorado, paleolibertarios, tradicionalistas evangélicos y católicos, conservadores de toda ralea, derechas institucionalistas, punitivitas, xenófobos, cripto-optimistas y varios agentes del caos.
Chile tuvo lo que pocos países del mundo pudieron ostentar: un portentoso y radical proceso de movilización popular capaz de galvanizar al país y de dotar a la población de los anticuerpos necesarios para resistir el embate extremista.
Pero la oportunidad fue fatalmente desperdiciada y el país que hace seis años era una prometedora excepción, hoy expresa una de las cristalizaciones más reaccionarias de las tendencias globales en curso, con una primera vuelta electoral en donde los diferentes rostros de las derechas en ascenso cosecharon el 70 por ciento de las preferencias electorales.
La cuarta hipótesis busca explicar por qué fue la agenda de la derecha y la extrema derecha la que sin atenuantes dio la tónica del debate social y electoral: la economía y la seguridad.
Primero cabría preguntarse si una izquierda que es incapaz de hablar de economía pertenece todavía a la loable tradición iniciada por los socialistas utópicos, los anarquistas y los marxistas europeos.
En segundo lugar, decir que la frustración del estallido y la Constituyente dejó intocada la repulsa a los partidos tradicionales, y que los reflejos “anti-casta” terminaron premiando no casualmente a una figura que como Kast, pese a ser un político “tradicional”, supo romper a tiempo con la “derecha acomplejada” de la UDI y fundar su propio espacio.
Pero también a alguien que como Johannes Kaiser supo expresar lo más desbocado de la imaginería paleo-libertaria y tocar las fibras más expuestas de la frustración y el resentimiento, o a un sujeto que como Franco Parisi supo construir desde la nada un importante ecosistema mediático y territorial, en una derecha aparentemente “postideológica” que se reivindica con éxito como “ni facha ni comunacha” y seduce a sectores populares y medios emergentes.
Como decíamos al comienzo con Walsh, las masas no repliegan al vacío, sino a lo malo, pero conocido. Por eso las demandas mínimas (la economía y la seguridad) fueron las aglutinantes en esta coyuntura.
Por eso la vieja Constitución de Pinochet sobrevivió a los asedios que sufrió por derecha y por izquierda. En este escenario de desconcierto, de frustración del estallido, con una izquierda sin reflejos antagonistas, sin épica, grandes reformas ni adversarios, los chivos expiatorios resultaron sumamente convincentes: allí donde las izquierdas no tienen el valor de enfrentar (ni la capacidad pedagógica de explicar) a los enemigos verdaderos, los falsos enemigos son inmolados en su lugar: sean “comunistas”, mapuches, feministas o migrantes.
Otra vez, un progresismo liberal, descafeinado y timorato, vuelve a abrir las puertas a la reacción, en un déjà vu que nos retrotrae al gobierno de Alberto Fernández en Argentina, y que podría ser una constante en otros procesos político-electorales.
Todo esto nos lleva a la última hipótesis.
Una izquierda que ha perdido las conexiones orgánicas con las clases trabajadoras (Kast y Parisi tuvieron un mejor desempeño que el Frente Amplio y el PC en las comunas de bajos ingresos, en las periferias urbanas o en las regiones postergadas del norte minero), que dilapidó las oportunidades de ampliación democrática que ofrecía el voto obligatorio, que desconfía visceralmente de la movilización espontánea (y que corre con el resto de las élites a clausurar su ciclo), es una izquierda que eligió temer más a su pueblo que al legado del tirano y sus reencarnaciones contemporáneas.
Una izquierda que es “democrática”, “republicana” y “liberal” en lo que concierne a Venezuela y Cuba, pero profundamente autoritaria y antidemocrática en lo que hace a las comunidades mapuches militarizadas o a los jóvenes desclasados de las periferias reprimidos una y otra vez por los Carabineros.
Una izquierda que ha comprado una concepción vacía, formalista, leguleya y sin sustancia de la democracia que excluye sus fundamentos sociales y económicos, exactamente aquella concepción que establecieron los partidos de la Concertación.
Una izquierda que celebra y se regodea en el “gesto republicano” de la ritual llamada de felicitaciones entre el presidente en funciones y el presidente electo, pero que no repara en un hecho siniestro y tanto más significativo: que quien llegó al poder reivindicando a Salvador Allende y su legado, le entregará la banda presidencial a sus mismos asesinos.
“Chile, la alegría ya viene”, era el popular, pegadizo y banal estribillo que acompañó la campaña del “No” contra Pinochet en el año 1988. La alegría tardará todavía un poco más en llegar. Pero llegará." (Lautaro Rivara, Other News, 16/12/25)
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