"Aceptémoslo y reconozcámoslo de una vez: Silvio Berlusconi ha ganado. Por goleada. La santificación exprés tras su muerte es la prueba fehaciente de su inapelable victoria. No extraña, obviamente, que los medios de derechas del país transalpino hayan convertido inmediatamente en santo al fundador de Forza Italia. Que, dicho de paso, era también, en muchos casos, su propietario. Ya lo hacían cuando estaba vivo, imagínense ahora. La cuestión es que también los medios progresistas y buena parte de la izquierda, o lo que queda de ella, están haciendo lo mismo. Sí, Berlusconi quiso transformar Italia a su imagen y semejanza. Y lo ha conseguido. Su muerte certifica su triunfo.
Como explicó Giovanni Orsina, en tiempos de la denostada y añorada Primera República, la política tenía una función educativa. Más allá de lo que hiciesen bien o mal, los políticos y los partidos se proponían mejorar al pueblo. Berlusconi le dio la vuelta a la tortilla. Le dijo a los italianos que no tenían que cambiar: debían sentirse orgullosos de cómo eran. Como él estaba orgulloso de sí mismo. Y los italianos compraron el relato, sin dudarlo demasiado: quisieron ser como Berlusconi. Lo mostró muy bien Paolo Sorrentino en esa espeluznante fotografía de la Italia de los años diez en forma de película, Ellos. En definitiva, basta ya de sesudos discursos de intelectuales de izquierdas. Basta ya de incomprensibles expresiones del politichese, como se denominó de forma despreciativa al lenguaje de los políticos. La cultura es un lastre y es aburrida. La política no es un servicio público para la comunidad, sino sólo una manera para ganar dinero. Gocemos. Enriquezcámonos. Pasémoslo bien. Como decía una canción de los 883 de principios de los noventa, “aparentas ser como Berlusconi, lleno de chicas y de millones”. Este ha sido el sueño húmedo de muchos italianos. Y lo sigue siendo.
Lo bueno que Italia construyó tras el fin del fascismo fue destruido poco a poco por el inefable Caimano. Obviamente, Berlusconi no fue el único. Tuvo un sinfín de aliados y compinches que se aprovecharon de las prebendas que el emperador de Arcore elegía con esmero y bonhomía. Y se benefició del silencio, la incapacidad o la falta de ideas de los demás. Berlusconi no sólo moldeó la mente de los italianos gracias a su imperio televisivo –construyendo un imaginario consumista, posmoderno y neoliberal–, sino que convirtió la política en un vodevil cutre y esperpéntico. Lo que debía avergonzar se convirtió en un mérito que resaltar en la primera página del currículum. La ignorancia y el insulto eran las nuevas virtudes de moda.
El legado del berlusconismo no es solo esto. Al Cavaliere le debemos más cosas. En primer lugar, la normalización de la extrema derecha. Recordemos que fue él quien legitimó como fuerzas de gobierno a los neofascistas del Movimiento Social Italiano de Gianfranco Fini y a la Liga Norte de Umberto Bossi allá por 1994. Cuando eso pasa, no hay vuelta atrás. Bossi, Fini y sus acólitos, los del saludo romano y los de la Padania céltica libre de terroni e inmigrantes, fueron socios de gobierno durante una década larga, y acabaron, ellos también, convertidos en supuestos estadistas, celebrados y alabados por todo el mundo. Ahora recogemos los frutos podridos de todo aquello. No es casualidad que en Roma gobierne Giorgia Meloni. La líder de Hermanos de Italia sería incomprensible sin los treinta años de berlusconismo.
En segundo lugar, a Berlusconi le debemos la definitiva demolición del paradigma antifascista que había marcado la historia republicana de la segunda mitad del Novecento. La narrativa antiantifascista o directamente neofascista pasó a ser dominante. Los partisanos fueron unos criminales que mataron a millares de inocentes con el objetivo de instaurar una macrocárcel estalinista. Mussolini hizo también cosas buenas y el fascismo fue una dictadura benigna que no solo construyó vivienda social y recuperó territorios pantanosos, dando trabajo a pobres campesinos, sino que enviaba de vacaciones a los opositores a islas paradisíacas del Mediterráneo. Lo que se ha leído en superventas y lo que se ha oído en tertulias televisivas durante años y años ha sido la banalización constante del fascismo y la criminalización de la Resistencia. ¿Puede extrañar ahora que los nietos de Giorgio Almirante, jefe de gabinete en la República de Saló y fundador del Movimiento Social Italiano, se sientan tan panchos en el Consejo de Ministros?
El Caimano fue un genio en lo suyo. ¿Por qué negarlo? Consiguió todo lo que quiso, excepto ser elegido presidente de la República. Y ser inmortal. Fuese amado u odiado, tuvo un país a sus pies durante al menos dos décadas. La agenda la marcaba siempre él, también cuando estaba en la oposición. Creó escuela con su forma de comunicar. Ahora bien, ¿la suya es una victoria pírrica? Si miramos a su partido, posiblemente sí. Morirá con él. Sin embargo, al Cavaliere le interesaba solo su persona y su patrimonio. Lo demás era accesorio. (...)
Tras el funeral, los que quedaban en Forza Italia buscarán reubicarse. Cada uno por su cuenta, porque lo único que les unía era la devoción al capo. Muchos acabarán, tarde o temprano, con Meloni. Algunos, quizás, irán con Matteo Renzi, heredero política y psicológicamente del berlusconismo.
Lo demás de su legado queda. Y quedará durante mucho tiempo. Italia es un país mucho peor que hace treinta años, cuando Berlusconi entró en política. Duele decirlo, pero es un país en declive cultural, social y político. Se tardará años en limpiar las escorias del berlusconismo. Siempre que se consiga. Tocará picar piedra, arremangarse, dar la batalla cultural. Porque en la Italia de hoy, esto debería ser evidente, la batalla cultural la ha ganado el berlusconismo. La hegemonía la tienen ellos. Este es su triunfo. " (Steven Forti , CTXT, 13/06/2023)
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