12.1.25

Deuda y austeridad: el legado de violencia estructural del FMI en el Sur Global... El dominio de la austeridad sobre el Sur Global no es sólo una cuestión política, sino un síntoma de violencia sistémica con orígenes en el colonialismo... las campañas mundiales para acabar con la austeridad están desafiando el statu quo e impulsando sistemas financieros que den prioridad a la equidad y la sostenibilidad, ya que la cuestión no es solo cómo desmantelar la deuda y los ciclos de austeridad, sino cómo construir un futuro más justo en su lugar... sistemas de pago multilaterales basados en el Sur y de monedas alternativas para reducir la dependencia de la infraestructura financiera dominada por el Norte... reformas como las reservas de estabilización de productos básicos, los clubes de compras y la coordinación de la cadena de valor en todo el Sur podrían reforzar las economías regionales, estabilizar los mercados y fomentar la cooperación Sur-Sur, creando resistencia frente a la volatilidad y la explotación inherentes al sistema actual... Los ciclos de deuda y austeridad no son inevitables; son producto de políticas deliberadas que dan prioridad a los intereses extranjeros sobre las comunidades locales. Para romper con estos ciclos, las naciones del Sur deben reclamar su soberanía económica y construir sistemas resilientes que sirvan a sus pueblos, y convertir esta visión en realidad requerirá una solidaridad mundial inquebrantable, movimientos de base y una reinvención de lo que significa la justicia política y económica. En el fondo, la lucha contra la austeridad es una lucha por la dignidad y la libertad, que exige desmantelar el legado colonial y construir un nuevo orden en el que la prosperidad sea compartida... mientras, las políticas del FMI desestabilizan Argentina & Kenia…otra vez (Rea Maci)

"A la luz de las protestas masivas contra la austeridad en Kenia y Argentina en 2024, Rea Maci ofrece un análisis histórico de la relación neocolonial entre el Fondo Monetario Internacional (FMI) y estos dos países. Expone el ciclo de deuda, austeridad, pobreza y negligencia gubernamental impuesto por esta institución del imperialismo occidental a las naciones del Sur Global. Maci denuncia las políticas del FMI como una forma de violencia estructural implacable infligida a las poblaciones más vulnerables. Pide una solidaridad mundial renovada para desmantelar las instituciones que perpetúan las estructuras coloniales de poder y la dependencia económica.

Introducción

A la sombra de las instituciones mundiales, las medidas de austeridad impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) en todo el Sur Global son una manifestación descarnada de neocolonialismo, que producen violencia estructural y desmantelan las economías locales. Estas políticas, lejos de fomentar la estabilidad, exacerban la pobreza extrema, profundizan la dependencia económica, privatizan los recursos naturales y alimentan el malestar político en comunidades ya de por sí vulnerables.[1] A lo largo de los años, tres oleadas distintas de protestas antiglobalización han surgido en todo el mundo en respuesta a las políticas del FMI: primero en 1976, a finales de la década de 1990 y tras la crisis financiera de 2008.

El pasado verano, con sólo unas semanas de diferencia, el mundo volvió a ser testigo de las consecuencias de la gobernanza impulsada por la austeridad. En Kenia, las protestas lideradas por jóvenes contra las medidas económicas respaldadas por el FMI se tornaron violentas, con el resultado de al menos 39 muertos, cientos de heridos, 32 casos de desapariciones forzadas y 627 detenciones. Del mismo modo, la dura represión estatal en Buenos Aires se enfrentó a oleadas de manifestantes que desafiaban los recortes presupuestarios de Javier Milei mientras se celebraban debates en el edificio del Congreso.

Para muchos en el Sur Global, estos acontecimientos forman parte de un ciclo familiar de austeridad, pobreza y negligencia gubernamental. Tanto Kenia como Argentina han experimentado repetidos levantamientos contra las políticas que priorizan el pago de la deuda sobre el bienestar público. La austeridad en el Sur Global no es nada nuevo, pero sus efectos siguen siendo igual de violentos y devastadores, lo que suscita serias dudas sobre el papel que sigue desempeñando el FMI en los países prestatarios.

A pesar de los amplios estudios que documentan cómo las condiciones de los préstamos del FMI conducen a un empeoramiento de la pobreza, explotan los recursos y la mano de obra locales para los mercados globales con poco o ningún beneficio para la economía local, y afianzan el malestar social, la austeridad en el Sur Global rara vez se considera violencia estructural. Además, a menudo se pasa por alto su conexión con la historia más amplia de la explotación colonial y la dinámica de poder neocolonial. En su lugar, la austeridad se presenta como una reforma económica necesaria causada únicamente por la corrupción y la mala gestión financiera de los gobiernos del Sur Global, ocultando el contexto más amplio de la explotación por parte de las potencias coloniales.

Este artículo analiza las historias de Kenia y Argentina para ilustrar una relación neocolonial más amplia entre el FMI y los países prestatarios del Sur Global, trazando cómo la austeridad del FMI conduce a una violencia estructural que perjudica desproporcionadamente a las poblaciones vulnerables. Aunque Kenia y Argentina ponen de relieve las consecuencias más recientes de los ciclos de ajuste estructural y deuda, estos casos representan una tendencia más amplia de inestabilidad y represión estatal inducida por la austeridad que se extiende por todo el Sur Global. Al replantear la austeridad como una forma de violencia con múltiples capas, el artículo hace hincapié en el daño causado por el FMI y en la lucha compartida de los países del Sur bajo un régimen de austeridad. Hace un llamamiento a la rendición de cuentas y a políticas alternativas que den prioridad al crecimiento económico soberano, a la autodeterminación y a futuros independientes para el Sur Global. El «Programa para la Construcción de un Nuevo Orden Económico Internacional» de la Internacional Progresista ofrece una vía concreta para que las naciones resistan colectivamente la hegemonía del FMI y reclamen autonomía económica, subrayando la urgente necesidad de solidaridad mundial para desmantelar las instituciones que perpetúan las estructuras de poder coloniales.

Neocolonialismo y deuda

Raíces históricas de las intervenciones del FMI

Mientras que el colonialismo tradicional se basaba en el poder militar y la ocupación directa, el neocolonialismo ejerce una influencia más sutil a través del control económico. Utiliza como arma la deuda, los préstamos y la retención de la ayuda para mantener la influencia geopolítica sobre el Sur Global. En este marco, los ajustes estructurales del FMI reflejan las mismas estructuras coloniales impuestas anteriormente mediante la ocupación directa. Thomas Sankara comprendió bien la relación entre deuda, explotación y control, señalando que «el imperialismo es un sistema de explotación que se da no sólo en la forma brutal de quienes vienen con armas a conquistar un territorio. El imperialismo se da a menudo en formas más sutiles, un préstamo, ayuda alimentaria, chantaje». Sus observaciones siguen siendo tan pertinentes hoy como durante su presidencia en Burkina Faso, al poner de relieve cómo las políticas del FMI se convirtieron en herramientas para mantener las desigualdades mundiales.

Recientemente, el Instituto Tricontinental de Investigación Social publicó un dossier titulado Vida o deuda, en el que examina los orígenes de la crisis de la deuda en el Sur Global y el papel del FMI en el empeoramiento de la crisis. Cuando se creó el FMI en la Conferencia de Bretton Woods de 1944, su objetivo declarado era estabilizar la economía mundial. Sin embargo, durante su creación, la ausencia de una participación significativa de las naciones entonces colonizadas presagiaba su marginación en la gobernanza mundial.

La misión inicial del FMI, esbozada en su Convenio Constitutivo, era promover «la expansión y el crecimiento equilibrado del comercio internacional» y contribuir a elevar los niveles de empleo e ingresos. El FMI debía proporcionar apoyo financiero a corto plazo a los países que experimentaban crisis de balanza de pagos, evitando así que los problemas temporales se convirtieran en crisis a largo plazo. A pesar del mandato original del FMI de promover el comercio mundial y evitar que las crisis financieras a corto plazo se convirtieran en desastres sistémicos, su estructura y sus procesos de toma de decisiones siguieron estando dominados principalmente por Estados Unidos y el Reino Unido.

A medida que las guerras de independencia establecían nuevos Estados-nación independientes en todo el Sur Global, muchas naciones anteriormente colonizadas se convirtieron en miembros del FMI. En sus primeros años, el FMI desempeñó un papel limitado en estas regiones, proporcionando principalmente modestos préstamos a corto plazo a través del Servicio de Financiamiento Compensatorio (1963) y el Servicio de Financiamiento de Reservas (1969). Sin embargo, esta situación cambió tras el impago de México en 1982, que marcó el inicio de la crisis de la deuda del Tercer Mundo. En respuesta, el FMI experimentó una transformación, que su director gerente Michel Camdessus denominó «revolución silenciosa», que alteró fundamentalmente su enfoque de la concesión de préstamos.[2]

El FMI empezó a exigir que los países prestatarios emprendieran importantes reformas económicas internas como condición para recibir ayuda financiera. Estas reformas cristalizaron en los Programas de Ajuste Estructural (PAE), aplicados primero a través del Servicio de Ajuste Estructural (1986) y más tarde del Servicio Reforzado de Ajuste Estructural (1987). El núcleo de estos programas exigía que los países prestatarios privatizaran sus sectores estatales, mercantilizaran bienes públicos como la educación y la sanidad, eliminaran la financiación del déficit público y suprimieran las barreras al capital extranjero y al comercio.

Vida o deuda subraya cómo las políticas del FMI en la década de 1980 y posteriores se centraron desproporcionadamente en países de África, Asia y América Latina, regiones que ya luchaban contra los efectos del colonialismo y la explotación capitalista. Al imponer reformas, el FMI atrapó de hecho a estas localidades en un ciclo de dependencia, en el que se veían obligadas a depender de préstamos externos para satisfacer sus necesidades financieras básicas, lo que se traducía en repetidos préstamos, una deuda cada vez mayor y una menor autonomía económica. A menudo, esto provocaba espirales de deuda, en las que los países se veían obligados a recortar el gasto social, priorizar el pago de la deuda sobre su desarrollo soberano y depender de las exportaciones de materias primas, lo que desencadenaba una carrera a la baja de los precios mundiales de los productos básicos.

Además, en su libro The Meddlers: Sovereignty, Empire, and the Birth of Global Governance, James Martin sostiene que los poderes intervencionistas del FMI no se originaron a finales del siglo XX. Por el contrario, se remontan a las instituciones internacionales posteriores a la Primera Guerra Mundial, como la Sociedad de Naciones y el Banco de Pagos Internacionales. Estas instituciones otorgaron a «banqueros, autoridades coloniales y funcionarios de Europa y Estados Unidos el extraordinario poder de imponer la austeridad, regular los precios de los productos básicos y supervisar los programas de desarrollo en Estados soberanos.» [3] Estas primeras políticas económicas tenían sus raíces en el imperialismo financiero, donde los actores europeos y estadounidenses interferían en las economías de las naciones prestatarias, especialmente en el Sur Global, bajo el pretexto del desarrollo o el alivio de la deuda.

Los posteriores programas de ajuste estructural del FMI se hicieron eco de estas prácticas anteriores. Martin sostiene que estas políticas no son únicamente un subproducto de la revolución neoliberal de los años ochenta, sino que tienen raíces coloniales más profundas. Los poderes que el FMI ejerció en la década de 1980 eran una extensión de las anteriores estructuras imperiales de gobernanza económica que pretendían mantener el control sobre las economías de los Estados más débiles, envueltas en una retórica paternalista o civilizadora.

En la época de la crisis de la deuda del Tercer Mundo y de las crisis financieras posteriores, la exigencia de austeridad y reformas del mercado a cambio de préstamos por parte del FMI revivió muchas de estas antiguas prácticas. Las políticas del FMI reforzaron un sistema económico mundial que favorecía a los países poderosos del Norte mientras afianzaba la desigualdad y la dependencia en el Sur Global. El análisis de Martin cuestiona la opinión de que estas políticas fueran únicamente el producto de un cambio neoliberal en la década de 1970, demostrando que las raíces de esta gobernanza mundial intervencionista siempre han estado enraizadas en el colonialismo.

Dadas las raíces coloniales de la arquitectura del FMI, las protestas de este verano en Argentina y Kenia en respuesta a las políticas del FMI no son ni sorprendentes ni incidentes aislados. Más bien, forman parte de una tendencia más amplia y continua en la que las políticas de austeridad dejan sistemáticamente a comunidades de todo el Sur Global en una perpetua inestabilidad y precariedad socioeconómica.

Tendencias de austeridad en el Sur Global

Además de fabricar ciclos de pobreza e inestabilidad socioeconómica, estas políticas aseguran los intereses financieros de las naciones acreedoras, los bancos y las corporaciones multinacionales ubicadas principalmente en el Norte. La observación de Esteban Almiron de que «la práctica actual de atrapar a las antiguas colonias en deudas impagables es el resultado de estrategias financieras, diplomáticas, políticas y legales bien diseñadas» refuerza la naturaleza estructural e intencionada de la austeridad al utilizar el atrapamiento estratégico de la deuda para mantener el legado de la explotación colonial.

El alcance mundial de esta nueva ola de austeridad, destacado en el artículo «Bienvenidos a la nueva era de la austeridad», muestra que el Sur global está experimentando de forma desproporcionada duras medidas fiscales impuestas por acreedores externos. Nigeria, Pakistán, Kenia, Sri Lanka y Argentina, por nombrar algunos países, están devaluando sus monedas y reduciendo el gasto público, lo que está creando una situación de penuria generalizada para los ciudadanos.[4]

El reembolso de la deuda a los acreedores extranjeros suele preceder a las inversiones locales en desarrollo, sanidad o educación. Como la mayoría de las naciones prestatarias son antiguas colonias cuyos sistemas políticos y económicos fueron desestabilizados por siglos de dominio colonial, las políticas de austeridad perpetúan la misma dinámica colonial, aunque ahora se logre mediante políticas económicas en lugar de la ocupación militar.

En esta era de austeridad, los recortes fiscales se han convertido en la norma, dejando a los gobiernos sin apenas otra opción que cumplir las exigencias del FMI. Las naciones se han visto obligadas a tomar medidas drásticas -bajar el valor de su moneda y recortar subsidios esenciales-, lo que ha provocado protestas masivas contra políticas en las que la deuda come primero y el pueblo muere de hambre. Como señaló Binaifer Nowrojee, presidente de Open Society Foundations, «más de 3.000 millones de personas en todo el mundo viven en países que gastan más en el servicio de su deuda que en gasto público en educación o sanidad». Este patrón sigue una tendencia global en todo el Sur, donde las instituciones mundiales obligan a los gobiernos a priorizar los intereses de los acreedores a expensas de sus poblaciones, la autodeterminación, la soberanía de los recursos y el medio ambiente.

Además, las implicaciones más amplias de la austeridad no se limitan a equilibrar los presupuestos, sino que refuerzan una estructura de poder mundial que beneficia al Norte global. Clara Mattei, autora de El orden del capital, subraya que la austeridad es más que un cálculo económico: es una herramienta para desplazar recursos de los trabajadores a las manos de la élite rica. Haciéndose eco de este sentimiento, Eduardo Belliboni, líder del grupo izquierdista argentino Polo Obrero, señaló que «la austeridad es para los trabajadores, no para los millonarios», haciendo hincapié en cómo estas políticas están diseñadas para salvaguardar los intereses de los ricos, dejando a millones de personas a cargo de las consecuencias.

Un informe de 2023 de Development Finance International revela que el Sur global se enfrenta ahora a «la peor crisis de deuda desde que hay registros mundiales». Por término medio, más de un tercio de los ingresos públicos (38%) en el Sur se destina al servicio de la deuda, y en África esa cifra se eleva a más de la mitad (54%). Esto significa que los gobiernos africanos destinan más recursos al pago de la deuda que a sectores críticos como la educación, la sanidad y el gasto social. Mientras tanto, los tipos de interés -que han subido en todo el mundo en un esfuerzo por controlar la inflación- se han mantenido altos y se espera que sigan así en un futuro próximo. Esta proyección incrementa aún más el coste de los préstamos para el Sur Global, al tiempo que infla sus obligaciones de reembolso de la deuda, haciendo aún más inalcanzable la recuperación económica. El informe también destaca una asombrosa comparación: hace dos años, los países de renta baja gastaban cinco veces más en el pago de la deuda externa que en hacer frente al cambio climático; hoy, esa proporción se ha disparado hasta 12 veces.[5].

Como explica Luiz Vieira, coordinador del Proyecto Bretton Woods, «la mayor parte del Norte global ya está experimentando la recuperación en diferentes grados, con Estados Unidos haciéndolo bastante bien y absorbiendo todo el capital que había afluido al Sur global durante el periodo de bajos tipos de interés». Esta dinámica agrava una tendencia ya de por sí cruda: la riqueza y los recursos se extraen del Sur Global hacia los mercados financieros del Norte, intensificando la desigualdad entre ambos.

Un estudio de Isabel Ortiz y Matthew Cummins revela además que la mayoría de los gobiernos empezaron a reducir el gasto público en 2021, una tendencia que se espera que persista al menos hasta 2025. Esto ha obligado a más del 85% de la población mundial a adoptar alguna forma de austeridad. Para el Sur Global, que ya está lidiando con los impactos del colonialismo, la pesada carga de la deuda y la limitada inversión pública, estas políticas agravan aún más las ya graves condiciones socioeconómicas, contribuyendo al ciclo de dependencia económica y extracción continua.

En lugar de abordar los déficits fiscales mediante una tributación justa de los ricos, los programas de austeridad trasladan la carga a los pobres, garantizando que los acreedores internacionales y las empresas multinacionales sigan beneficiándose a costa de los trabajadores pobres.

Convocatoria de protesta contra el FMI el 11 de diciembre de 2021 en primera página de Prensa Obrera, semanario del Partido Obrero (PO) Argentina.

Las políticas del FMI desestabilizan Argentina & Kenia…otra vez

Como mayor acreedor del país, la larga y problemática historia de Argentina con el FMI muestra la realidad de las trampas de la deuda. Los problemas financieros del país se remontan a su primer préstamo exterior en 1824, empañado por la corrupción y vinculado a los intereses británicos. Este préstamo inicial sentó las bases para casi dos siglos de dependencia financiera y control neocolonial. La deuda externa de la nación (deuda), denominada en gran parte en divisas extranjeras como el dólar estadounidense, impide a Argentina imprimir su propio dinero para pagar las deudas, lo que obliga al país a pedir más préstamos o aumentar las exportaciones.[6].

Un ejemplo clave de la experiencia argentina con la deuda neocolonial se produjo en 2001, cuando el país dejó de pagar 95.000 millones de dólares en préstamos, el mayor impago de la historia. Impulsada por los insostenibles reembolsos de la deuda, la crisis se vio exacerbada por las medidas de austeridad del FMI, que exigían severos recortes en los servicios públicos, los salarios y la protección del empleo. El malestar social desembocó en el Argentinazo de diciembre de 2001, con disturbios mortales en Buenos Aires y otras ciudades en los que murieron 39 personas después de que el gobierno impusiera la política del «Corralito», que restringía la retirada de efectivo. La negativa del FMI a refinanciar la deuda argentina aceleró el colapso. Más del 25% de los depósitos bancarios fueron retirados, lo que provocó una crisis financiera en toda regla. El Presidente Fernando de la Rúa declaró el estado de emergencia, pero las protestas se intensificaron y acabaron forzando su dimisión. La decisión del FMI de retener más apoyo financiero aumentó la dependencia de Argentina de los acreedores externos, hundiendo a la nación en la inestabilidad política y el colapso económico.

El ciclo se repitió en 2018, cuando Argentina solicitó un préstamo de 57.000 millones de dólares al FMI, sumiendo al país en otro periodo de austeridad y endeudamiento. Estos préstamos priorizaron sistemáticamente el reembolso a los acreedores sobre el bienestar público, empeorando la desigualdad social y ahogando el crecimiento económico. Las políticas neoliberales, impulsadas por figuras como Domingo Cavallo, devaluaron los salarios, alimentaron la inflación y sumieron a millones de personas en la pobreza. Para complicar aún más las cosas, la oleada de privatizaciones y desregulaciones del Presidente Mauricio Macri, en particular la eliminación de los controles de divisas, provocó una importante fuga de capitales, desestabilizando el sistema financiero argentino. Estas políticas, a menudo intensificadas durante periodos de dictaduras militares y gobiernos conservadores, han contribuido a la desindustrialización de Argentina, al aumento del desempleo y al empeoramiento de las disparidades de riqueza.

En este contexto, la reciente aprobación del Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) bajo el gobierno del presidente Javier Milei representa un capítulo más del continuo sometimiento de Argentina a las presiones económicas externas Aunque no ha sido impuesto directamente por el FMI, el RIGI refleja el mismo modelo económico neoliberal que instituciones internacionales como el FMI han promovido durante mucho tiempo. Al dar prioridad a los intereses de las empresas multinacionales, el RIGI sigue el mismo marco de austeridad y desregulación que ha caracterizado la política económica de Argentina en el marco de los acuerdos con el FMI. El RIGI permite a las empresas extranjeras retener el 100% de los beneficios de las exportaciones al extranjero, legalizando de hecho la expatriación total de los beneficios. Esta disposición, rara vez vista fuera de países como Angola y Nigeria, personifica la naturaleza explotadora de las actuales políticas económicas en Argentina.

Críticos como Emmanuel Álvarez Agis han denunciado que el RIGI otorga a las multinacionales más concesiones de las solicitadas, lo que indica que el gobierno da prioridad a los intereses de las empresas extranjeras. El RIGI reduce los impuestos a las empresas y les permite impugnar las leyes locales a través de organismos de arbitraje como el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) del Banco Mundial, lo que les permite demandar a los gobiernos por lucro cesante. Esto otorga a las corporaciones externas un mayor control sobre los recursos nacionales. Como describió acertadamente el senador Oscar Parrilli, el RIGI encarna el «anarcocolonialismo», permitiendo que las industrias extractivas drenen riqueza del país sin contribuir a la economía argentina.[7]

Kenia y los PAE

Del mismo modo, Kenia se enfrenta a una grave crisis financiera moldeada por décadas de mala gestión económica y políticas estructurales del FMI. El proyecto de ley de finanzas de Kenia para 2024 pretendía aumentar los ingresos públicos mediante el aumento de los impuestos, cumpliendo así una condición del préstamo del FMI. Sin embargo, la ley provocó protestas masivas en ciudades como Nairobi, Mombasa y Kisumu, ya que los kenianos, que ya estaban luchando contra la inflación, condenaron la carga financiera adicional. Los manifestantes irrumpieron en el Parlamento, incendiaron parte del edificio y se enfrentaron a la policía.

La ley de finanzas se hace eco de la historia de Kenia de programas de ajuste estructural (PAE) en los años 80 y 90, cuando el país se vio obligado a adoptar políticas neoliberales que daban prioridad a los mercados de exportación y recortaban drásticamente el gasto social en servicios públicos. A medida que la deuda de Kenia crecía en el periodo posterior a la independencia, instituciones como el FMI y el Banco Mundial impusieron los PAE como condición para recibir más ayuda financiera. Estos programas, arraigados en principios económicos neoliberales, exigían que Kenia adoptara reformas orientadas al mercado que reestructuraban drásticamente la economía.

Los PAE obligaron al gobierno a recortar el gasto en servicios esenciales y a aplicar políticas de reparto de costes, lo que se tradujo en una reducción del gasto en sanidad y educación, con el consiguiente aumento de las tasas de abandono escolar y la reducción del acceso a la atención médica, sobre todo para las poblaciones pobres y rurales. También se exigió al gobierno keniano que privatizara las empresas estatales, desregulara la economía y abriera sus mercados a la competencia extranjera.

Los resultados de los PAE fueron catastróficos. Se produjo un desempleo generalizado al reducirse drásticamente los puestos de trabajo en el sector público, y los servicios esenciales se volvieron inaccesibles para muchos debido a la supresión de las subvenciones y al aumento de las tarifas para los usuarios. El desempleo afectó especialmente a los jóvenes y a las mujeres, y muchos de los empleos creados en el sector informal eran precarios y mal pagados. Las tasas de pobreza se dispararon a medida que aumentaba la desigualdad de ingresos, y a finales de la década de 1990, más de la mitad de la población de Kenia vivía por debajo del umbral de la pobreza, frente a sólo el 35% a principios de la década de 1980. Los precios de los alimentos se dispararon y el PIB cayó en picado, dejando a más de la mitad de la población de Kenia en la pobreza y consolidando al país como una de las sociedades más desiguales del mundo. La brecha entre ricos y pobres aumentó: el 20% más pobre de la población recibía sólo el 3,5% de la renta nacional, mientras que el 10% más rico controlaba casi la mitad.[8]

Los PAE también reorientaron la economía de Kenia hacia un crecimiento orientado a la exportación, con el país dependiendo en gran medida de exportaciones agrícolas como el té, el café y las flores. Este cambio dejó a Kenia vulnerable a las fluctuaciones de los precios mundiales de los productos básicos, desestabilizando aún más su economía. Además, la reducción de aranceles y otras barreras comerciales permitió que las importaciones inundaran el mercado nacional, socavando las industrias locales y provocando más pérdidas de empleo.[9]

La situación actual de Kenia no puede separarse de su historia colonial, en la que la dominación británica afianzó sistemas de amiguismo y clientelismo, estableciendo una cultura política que se basaba en gran medida en el favoritismo, el nepotismo y la concesión de ventajas económicas a las élites locales leales a la administración colonial. Estos sistemas, heredados y perpetuados por los gobiernos posteriores a la independencia, no hicieron sino exacerbarse con las reformas neoliberales del FMI. En la actualidad, a medida que aumenta la carga de la deuda y se introducen nuevas medidas de austeridad, el legado del colonialismo y del ajuste estructural sigue configurando el panorama socioeconómico de Kenia.

La austeridad como violencia estructural

En su libro La violencia de la austeridad, Vicky Cooper y David Whyte destacan cómo las políticas de austeridad infligen lo que ellos describen como «violencia lenta», una forma de daño que se desarrolla gradualmente y se incrusta dentro de los sistemas burocráticos. Este tipo de violencia agrava la pobreza, la falta de vivienda y la inestabilidad social, al tiempo que permanece en gran medida invisible porque está mediada por procesos gubernamentales e institucionales en lugar de por la fuerza física manifiesta. Cooper y Whyte sostienen que los efectos de la austeridad se normalizan y justifican como reforma económica, convirtiendo el daño resultante en un subproducto desafortunado pero inevitable y necesario de la disciplina fiscal. Esta normalización oculta el daño infligido a las personas vulnerables a medida que la austeridad despoja de recursos esenciales para el bienestar y la supervivencia.

Aunque el análisis de Cooper y Whyte se centra principalmente en el Reino Unido y Estados Unidos, la austeridad en el Sur Global conlleva una dimensión adicional de violencia neocolonial. El daño infligido por estas políticas es una extensión directa de la historia colonial, perpetuando la explotación y el control que caracterizaron el dominio colonial. Para comprender plenamente el impacto de la austeridad en el Sur Global, debe entenderse como una forma de violencia de múltiples capas, que combina el daño lento y burocrático con el legado innato de la explotación colonial y, por extensión, capitalista. Esta perspectiva más amplia revela cómo estas políticas sostienen desigualdades globales justificadas a través de narrativas de reforma económica.

Las intervenciones del FMI, arraigadas en estructuras de poder coloniales, siguen configurando el panorama socioeconómico y político del Sur Global. Más allá de los cambios macroeconómicos, la austeridad genera violencia estructural al arraigar la injusticia y la desigualdad en sistemas, políticas e instituciones que refuerzan la opresión y restringen el acceso a recursos esenciales, lo que provoca muertes, enfermedades y sufrimiento evitables. La violencia estructural opera a través de marcos económicos y políticos que marginan a las poblaciones vulnerables, limitando sus capacidades, su capacidad de acción y su dignidad. Esta violencia no se experimenta de forma aislada, sino que se dirige a clases enteras de personas, arraigando el sufrimiento social a medida que sus realidades vividas son moldeadas por estos sistemas opresivos. Además, la violencia estructural se centra específicamente en la maquinaria social y a menudo global de la explotación y la opresión y en cómo «la pobreza y la desigualdad épicas, con sus profundas historias, se encarnan y se experimentan como violencia».[10] Al normalizar la desigualdad mediante instituciones estables, la violencia estructural perpetúa los ciclos de privación y explotación, haciéndose eco del control de la época colonial.

En países como Argentina y Kenia, la austeridad impuesta por el FMI desmantela visiblemente los servicios públicos y agrava la precariedad, ilustrando cómo opera la violencia estructural. Los préstamos del FMI se desembolsan a plazos, supeditados a medidas de austeridad como el recorte de empleos y salarios en el sector público, la desregulación de las industrias nacionales y la reducción del gasto social en sanidad, educación y bienestar. Estas medidas se presentan como esenciales para la recuperación económica, con el fin de garantizar el crecimiento y proteger los recursos del FMI. Sin embargo, el coste humano es asombroso.

Cuando los gobiernos desmantelan las redes de seguridad social y las infraestructuras públicas para satisfacer las condiciones de los préstamos del FMI, las comunidades más pobres se llevan la peor parte. Privadas de atención sanitaria, educación, pensiones, empleo estable y servicios esenciales que sustenten sus medios de vida, estas comunidades se ven sumidas en una precariedad aún mayor. En Argentina, se han creado tres millones de nuevos pobres en menos de un año, y gran parte de la población ya no puede permitirse cubrir necesidades como la alimentación debido a subidas de precios de más del 50%. Como resultado, muchos se ven obligados a depender de comedores sociales, que luchan por permanecer abiertos y mantener el ritmo de las crecientes demandas y las largas colas en medio de una creciente crisis de hambre. Al mismo tiempo, se han suprimido 21 de las 43 políticas nacionales de asistencia, que benefician principalmente a mujeres, niños y ancianos. El desmantelamiento de sistemas sociales críticos y la creación de grandes franjas de pobreza es nada menos que un acto de violencia. A pesar de los devastadores costes sociales, las declaraciones del FMI afirman que «las autoridades han realizado importantes esfuerzos para aumentar el apoyo social a las madres jóvenes y los niños vulnerables y proteger el poder adquisitivo de las pensiones», ignorando en gran medida la realidad de estas políticas.[11].

Del mismo modo, el verano pasado el gobierno de Ruto en Kenia, bajo las directrices del FMI, intentó eliminar las subvenciones a productos básicos como el maíz, la harina y el combustible, además de promulgar un impuesto especial del 25% sobre el aceite vegetal, que podría haber elevado el precio del jabón en un 80%. En Kibera, el barrio marginal más grande de Nairobi, los residentes se enfrentan a diario a unos costes de vida cada vez mayores, agravados por una fiscalidad regresiva que afecta desproporcionadamente a los pobres. Un artículo de Human Rights Watch cuenta la historia de Alfredo Akeyo, reparador de electrónica en Mathare, otra barriada de Nairobi, cuyos ingresos se han reducido a la mitad, de 12.000 chelines kenianos (unos 80 dólares) a menos de la mitad, debido al aumento de los costes del combustible y la electricidad, combinado con el incremento de los impuestos sobre el combustible en el marco del programa del FMI de Kenia. Esto le obliga a él y a su familia a sobrevivir con una sola comida al día.

A pesar de que el FMI afirma en un comunicado de prensa que «la carga del ajuste no debe recaer desproporcionadamente en las familias trabajadoras», la realidad es que lo hace de forma abrumadora. Human Rights Watch descubrió que más de la mitad de los programas del FMI aprobados en todo el mundo desde la pandemia del COVID-19, incluido el de Kenia, se centran en aumentar los ingresos a través de impuestos regresivos como el impuesto sobre el valor añadido (IVA), que gravan desproporcionadamente a los pobres. Además, muchos de estos programas suprimen las subvenciones a productos esenciales como el combustible y la electricidad, provocando fuertes subidas de precios que presionan aún más a los hogares con bajos ingresos. En Kenia, esto ha provocado que personas como Alfredo pasen días enteros sin electricidad porque no pueden permitírsela, y que sus hijos se queden en casa sin ir a la escuela debido a la duplicación de los costes del transporte público. La supresión de las subvenciones, unida a un gasto social insuficiente para contrarrestar estos efectos, pone de manifiesto una vez más la violencia estructural de la austeridad impuesta a quienes menos pueden resistir los embates económicos.

Los efectos agravados de las políticas de austeridad a lo largo del tiempo llevan inevitablemente a la gente a protestar en las calles, donde se enfrentan a la violencia autorizada por el Estado: gases lacrimógenos, balas y la militarización de los espacios públicos. La transición de la violencia «lenta» a la «rápida» utilizada por el Estado muestra cómo las mismas políticas que exacerban silenciosamente la desigualdad provocan medidas represivas inmediatas y contundentes. El uso de la fuerza por parte del Estado se convierte en una extensión de la violencia estructural que ya está en juego, reforzando el control sistémico impuesto por la austeridad. Mientras la austeridad erosiona de forma invisible el bienestar de las comunidades, la represión violenta de las protestas mantiene este sistema subyacente de explotación, castigando la resistencia y disuadiendo la disidencia. De este modo, la violencia estructural y la sancionada por el Estado son mecanismos de control interconectados, que demuestran cómo la austeridad perjudica no solo a través de la privación socioeconómica, sino también mediante la imposición de su cumplimiento, empujando a las comunidades marginadas aún más a los márgenes de la supervivencia.

Hacia un futuro de autodeterminación

El dominio de la austeridad sobre el Sur Global no es sólo una cuestión política, sino un síntoma de violencia sistémica con orígenes en el colonialismo. Este artículo ha examinado cómo la deuda y la austeridad erosionan las redes de seguridad social, intensifican la pobreza e impulsan el malestar social. Reconoce que el camino para acabar con la austeridad puede parecer desalentador, ya que las instituciones que imponen estas condiciones parecen a la vez inflexibles y en constante adaptación. Aun así, las campañas mundiales para acabar con la austeridad están desafiando el statu quo e impulsando sistemas financieros que den prioridad a la equidad y la sostenibilidad, ya que la cuestión no es solo cómo desmantelar la deuda y los ciclos de austeridad, sino cómo construir un futuro más justo en su lugar.

Más recientemente, la Internacional Progresista publicó un «Programa sobre la construcción de un nuevo orden económico internacional», que pretende poner fin a la austeridad y promover un sistema basado en la equidad y la soberanía. Hace un llamamiento a la reestructuración de los sistemas monetarios y financieros internacionales para dar prioridad a la soberanía monetaria, la insubordinación financiera y la interdependencia desarmada, alejando el poder del Norte global y permitiendo a las economías del Sur prosperar en sus propios términos. Al abogar por la redefinición de la deuda, la justicia fiscal y la abundancia de programas sociales, el plan ofrece una vía para aflojar las garras de los ajustes estructurales al tiempo que se fomenta una cooperación económica mundial basada en la justicia. Esta visión exige nada menos que una reordenación integral del sistema económico mundial, que valore el bienestar humano por encima de los intereses financieros y garantice la autodeterminación de las naciones del Sur.

Como subraya el programa, el dominio permanente de los sistemas financieros controlados por el Norte sigue hundiendo a las economías del Sur en la deuda y la desigualdad. El programa reclama medidas concretas, como el desarrollo de sistemas de pago multilaterales basados en el Sur y de monedas alternativas para reducir la dependencia de la infraestructura financiera dominada por el Norte. Además, las agencias de calificación crediticia independientes dirigidas por el Sur desafiarían el dominio de las actuales agencias basadas en el Norte, garantizando que las naciones del Sur tengan un mayor control sobre sus evaluaciones de solvencia y condiciones de financiación. Por otra parte, reformas como las reservas de estabilización de productos básicos, los clubes de compras y la coordinación de la cadena de valor en todo el Sur podrían reforzar las economías regionales, estabilizar los mercados y fomentar la cooperación Sur-Sur, creando resistencia frente a la volatilidad y la explotación inherentes al sistema actual.

Hacer frente a la austeridad exige un cambio fundamental en el funcionamiento de los sistemas económicos mundiales. Los ciclos de deuda y austeridad no son inevitables; son producto de políticas deliberadas que dan prioridad a los intereses extranjeros sobre las comunidades locales. Para romper con estos ciclos, las naciones del Sur deben reclamar su soberanía económica y construir sistemas resilientes que sirvan a sus pueblos, y convertir esta visión en realidad requerirá una solidaridad mundial inquebrantable, movimientos de base y una reinvención de lo que significa la justicia política y económica. En el fondo, la lucha contra la austeridad es una lucha por la dignidad y la libertad, que exige desmantelar el legado colonial y construir un nuevo orden en el que la prosperidad sea compartida."

( Rea Maci , Review of African Political Economy, 08/01/25, traducción DEEPL, notas y enlaces en el original)

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