17.8.25

En Bolivia la guerra política interna de, por un lado, un mediocre economista que está por casualidad como presidente, y que creyó que podía desplazar al líder carismático indígena (Evo) proscribiéndolo electoralmente. Por otro, el líder que, en su ocaso, ya no puede ganar elecciones, pero sin cuyo apoyo tampoco se gana, y que se venga ayudando a destruir la economía, sin comprender que en esta hecatombe también se está demoliendo su propia obra... El resultado final de este miserable fratricidio es la derrota temporal de un proyecto histórico y, como siempre, el sufrimiento de los humildes, que nunca fueron tomados en cuenta por los dos hermanos embriagados de estrategias personales... la gran fuerza y legitimidad histórica del progresismo fue implementar políticas redistributivas de riqueza, y ampliación de derechos. Los resultados fueron inmediatos. Más de 70 millones de latinoamericanos salieron de la pobreza en una década, las instituciones reservadas para rancias aristocracias se democratizaron y, en el caso de Bolivia, hubo una recomposición de las clases sociales en el Estado al convertir a los indígena-campesinos en clases con poder estatal directo... completada esa obra redistributiva inicial, ella comenzó a mostrarse insuficiente a la hora de garantizar la continuidad en el tiempo de los derechos alcanzados... los países habían cambiado precisamente por obra del progresismo y que, por tanto, había que proponer a esta nueva sociedad que enfrente unas reformas económicas de segunda generación... y construir una base productiva expansiva de pequeña, mediana y gran escala, tanto en la industria como en la agricultura y los servicios; tanto en el sector privado, campesino y popular como estatal; tanto en el mercado interno como en la exportación, que garantice un amplio soporte industrioso y duradero a la redistribución de la riqueza (Alberto García Linera, ex Vicepresidente de Bolivia)

 "Las izquierdas y progresismos en gobierno no pierden elecciones por los trolls de las redes sociales. Tampoco porque las derechas son más violentas ni mucho menos porque el pueblo que fue beneficiado por políticas sociales es ingrato.

Las batallas políticas en las redes no crean de la nada ambientes político-culturales expansivos en las clases populares mayoritarias. Los radicalizan y los conducen por caminos histéricos. Pero su influencia requiere previamente la existencia social de un malestar generalizado, de una disponibilidad colectiva al desapego y rechazo a posiciones progresistas.

Igualmente, las extremas derechas, autoritarias, fascistoides y racistas, siempre han existido. Vegetan en espacios marginales de enfurecida militancia enclaustrada. Pero su prédica se expande a raíz del deterioro de las condiciones de vida de la población trabajadora, de la frustración colectiva que dejan progresismos timoratos, o de la pérdida de estatus de sectores medios. Y en cuanto a los que argumentan que la derrota se debe al “desagradecimiento” de aquellos sectores anteriormente beneficiados, olvidan que los derechos sociales nunca fueron una obra de beneficencia gubernamental. Fueron conquistas sociales ganadas en las calles y el voto.

Por todo ello, sin excusa alguna, un gobierno progresista o de izquierdas pierde en las elecciones por sus errores políticos.

Y estos errores pueden ser múltiples. Pero hay una falla que unifica a los demás. El error en la gestión económica al tomar decisiones que golpean los bolsillos de la gran mayoría de sus seguidores. En Brasil, el golpe de Estado parlamentario de 2016 contra Dilma Rousseff, impulsado por las fracciones más antidemocráticas del espectro brasilero, se montó sobre el malestar económico que ya se arrastraba varios años y que tuvo en el ajuste fiscal del 2015 una nueva vuelta de tuerca a la contracción de los ingresos populares.

En Argentina, el peronismo perdió las elecciones del 2023 por el aumento de la inflación durante la gestión de Alberto Fernández. Si bien la tendencia inflacionaria es una constante de la economía argentina desde hace décadas, hay una frontera histórica que, tras ser sobrepasada, da lugar a una licuefacción de lealtades políticas populares que los lanza a aferrarse a cualquier propuesta, por muy aterradora que sea, que resuelva esta asfixiante volatilidad del dinero. La anomalía política Milei es la manera retorcida de canalizar la frustración hacia el odio y la sanción.

En Bolivia, el instrumento político de los sindicatos y organizaciones comunales campesinas (MAS) ha de perder las elecciones por la desastrosa gestión económica de Luis Arce.

Con una inflación de alimentos básicos que bordea el 100%, la falta de combustible que obliga a realizar filas de días para obtenerlo y un dólar real que ha duplicado su precio frente a la moneda boliviana, no es extraño que el proceso de transformación democrática más profundo del continente pierda dos tercios de su votación popular a manos de vetustos vendepatrias que ofrecen botar a patadas a los indígenas del poder, regalar empresas públicas a extranjeros y enquistar, con la Biblia en la mano, a las cipayas oligarquías de la tierra en la dirección del Estado.

Si a todo ello sumamos el resentimiento de clases medias tradicionales desplazadas de sus privilegios por el ascenso social y empoderamiento político de las mayorías indígenas, está clara la arenga abiertamente revanchista y racializada que envuelve los discursos de las derechas bolivianas.

En todos los casos, también hay otros componentes políticos que apuntalan estos errores centrales que conducen a la derrota. En el caso de Brasil, las denuncias de corrupción, luego políticamente manipuladas. En Argentina, el hartazgo con el extendido encierro ante el coronavirus, que destruyó parte del tejido económico popular, etc.

En Bolivia, la guerra política interna. Por un lado, un mediocre economista que está por casualidad como presidente y que creyó que podía desplazar al líder carismático indígena (Evo) proscribiéndolo electoralmente. Por otro, el líder que, en su ocaso, ya no puede ganar elecciones, pero sin cuyo apoyo tampoco se gana, y que se venga ayudando a destruir la economía sin comprender que en esta hecatombe también se está demoliendo su propia obra. 

El resultado final de este miserable fratricidio es la derrota temporal de un proyecto histórico y, como siempre, el sufrimiento de los humildes, que nunca fueron tomados en cuenta por los dos hermanos embriagados de estrategias personales.

En suma, derrotas políticas conducen a derrotas electorales.

Ahora, la pregunta que uno se hace es cómo es que gobiernos progresistas y de izquierda pudieron fallar económicamente cuando, en sus inicios, esa fue la fuerza de legitimidad que les permitió ganar una y otra vez las elecciones. En el caso de Bolivia, con el 55%, 64%, 61% y 47% en primeras vueltas. Ciertamente, el progresismo latinoamericano del siglo XXI emergió de un fracaso de las gestiones neoliberales imperantes desde los años 80.

La mayoría implementó políticas redistributivas de riqueza, y ampliación de derechos. Los resultados fueron inmediatos. Más de 70 millones de latinoamericanos salieron de la pobreza en una década, las instituciones reservadas para rancias aristocracias se democratizaron y, en el caso de Bolivia, hubo una recomposición de las clases sociales en el Estado al convertir a los indígena-campesinos en clases con poder estatal directo.

Ahí radicó la gran fuerza y legitimidad histórica del progresismo. Pero también el inicio de sus límites, pues completada esa obra redistributiva inicial, ella comenzó a mostrarse insuficiente a la hora de garantizar la continuidad en el tiempo de los derechos alcanzados. Se trata de un límite por cumplimiento de metas que obligaba a comprender que los países habían cambiado precisamente por obra del progresismo y que, por tanto, había que proponer a esta nueva sociedad que enfrente unas reformas económicas de segunda generación capaces de consolidar lo logrado y de dar nuevos saltos de igualdad.

Y es que el progresismo y las izquierdas están condenadas a avanzar si quieren permanecer. Quedarse quietos es perder. La nueva generación de reformas pasa necesariamente por construir una base productiva expansiva de pequeña, mediana y gran escala, tanto en la industria como en la agricultura y los servicios; tanto en el sector privado, campesino y popular como estatal; tanto en el mercado interno como en la exportación, que garantice un amplio soporte industrioso y duradero a la redistribución de la riqueza.

Pero, hasta hoy, los progresismos en los gobiernos, especialmente los que ya están en segunda o tercera gestión, o los que quieren volver a gobernar, están anclados en los logros pasados, en su defensa melancólica y, a diferencia de cuando comenzaron con su primera gestión, por ahora carecen de una nueva propuesta de transformación capaz de volver a levantar las esperanzas colectivas en torno a un mundo que conquistar. 

Que las derechas se hayan apropiado del paradigma del ímpetu por el cambio no es una casualidad. Es un resultado del conservadurismo del actual progresismo. Y de sus derrotas electorales también.

Sin embargo, el espíritu del tiempo histórico aún no se ha decantado. Ni el continente ni el mundo que andan de tumbo en tumbo entre neoliberalismos recargados, proteccionismos soberanistas o capitalismos de Estado productivistas han definido aún la nueva fase larga de acumulación económica y legitimación política. Por un tiempo más, seguimos en el portal liminal en el que las derrotas y las victorias son cortas. Pero ello no durará para siempre. Si el progresismo quiere seguir siendo protagonista de esta disputa del destino, está obligado a abalanzarse sobre un porvenir reinventado audazmente con más igualdad y democracia económica." 

( ALBERTO GARCIA LINERA, ex Vicepresidente de Bolivia, Observatorio de la crisis, 17/08/25)

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