"La clase media siempre ha sido la columna vertebral de la estabilidad democrática: motor de crecimiento económico, puntal de la legitimidad institucional y transmisora de valores cívicos. Pero en las últimas décadas ha atravesado un proceso de desintegración en todo Occidente. Muchos ciudadanos creen que el esfuerzo ya no recompensa, que la movilidad social es una quimera y que las «élites» gobernantes están desconectadas de las necesidades de la gente común.
En Francia, el Reino Unido o el «cinturón oxidado» (Rust Belt) estadounidense, los síntomas son los mismos: regiones despojadas de las industrias que otrora las sostenían, economías trastocadas por el cambio tecnológico y familias que trabajan más por menos. En Francia, uno de cada cinco hogares de ingresos medios hoy gasta más de lo que gana. En Estados Unidos, el poder adquisitivo del salario medio en 2018 fue aproximadamente igual al de cuatro décadas antes.
Pero los datos económicos son sólo una parte de la historia. Detrás de las cifras que muestran el estancamiento de los salarios o el vaciamiento de la clase media hay hogares reales, en comunidades reales de todo el mundo industrializado. En Francia, la riqueza, la educación y las oportunidades están concentradas en unas pocas grandes ciudades; el resto del país (áreas rurales y municipios pequeños, incluidos antiguos centros industriales) se caracteriza cada vez más por el deterioro del nivel de vida y el malestar político.
La situación es similar en Estados Unidos. Aunque algunas iniciativas de renovación urbana lograron revivir ciudades del Rust Belt como Pittsburgh y Detroit, hay un sinnúmero de pueblos sin una oferta de empleo digno que siguen decayendo mientras se derrumba la confianza social y cívica.
Estas dislocaciones no son un efecto secundario inevitable del progreso, sino síntomas de una desatención prolongada. Cuando las élites se retiran a enclaves globalizados y abandonan la responsabilidad con el entorno local, rompen el contrato social, y a nadie debería sorprender que se produzca una reacción popular.
¿Pero qué clase de reacción? Los jóvenes que crecen en pueblos olvidados, con padres frustrados y un futuro incierto, a menudo no tenderán a la revolución, sino más bien a la resignación y la desesperación. Y que las élites urbanas tomen nota: cuando esta deriva melancólica (desgarradoramente retratada en las novelas de Nicolas Mathieu) provoca una ruptura del tejido social en cualquier lugar, tarde o temprano se extenderá a todas partes.
Ahora existe el riesgo de que la inteligencia artificial acelere este proceso. Estudios recientes señalan que la automatización basada en IA puede sustituir puestos de trabajo de cualificación media (sobre todo en administración, logística y atención al cliente) y llevar a una concentración de ganancias en los profesionales altamente cualificados (por ejemplo, los que tienen competencias digitales de alto nivel y acceso a redes internacionales). En vez de una marea que levante todos los barcos, la IA puede ser un maremoto que hunda a muchos y perdone a pocos.
Pero no es un destino inevitable. La IA tiene potencial para subir los salarios y mejorar la productividad en los servicios públicos, la educación, la sanidad y las pequeñas empresas, pero sólo si se la desarrolla y emplea con la guía de políticas audaces e inclusivas. Aquí no se necesita adaptación o ajuste, sino ambición, en la forma de una estrategia económica y social transformadora: un Plan Marshall para el empleo, la formación y la justicia.
Esto implica, ante todo, una inversión masiva en educación y capacitación. Hay que dar a todos los trabajadores afectados por la automatización acceso a programas de recualificación financiados. Los gobiernos deben actualizar la educación técnica, extender el uso del contrato de aprendizaje y crear una nueva infraestructura de enseñanza público‑privada para ofrecer formación permanente (no cursos aislados).
Para sostener empleos de clase media también se necesitan ecosistemas de innovación regionales. El expresidente estadounidense Joe Biden trató de promover este objetivo con la Ley de CHIPS y Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación. Donald Trump puso fin a esa política, pero Europa debería adoptar un enfoque de innovación tecnológica regionalizado y crear clústeres de fabricación ecológica, centros de innovación en IA y nodos de producción de bienes estratégicos en áreas post‑industriales (no sólo en los centros urbanos).
El último pilar de este Plan Marshall es un nuevo contrato social. De la vivienda y la sanidad a la política tributaria y la movilidad, hay que rediseñarlo todo para ponerlo al servicio de todos los ciudadanos, incluidos quienes hoy se sienten ignorados. Esto incluye restaurar los servicios públicos en áreas periféricas y poner la dignidad (en vez de la eficiencia) como indicador clave del éxito.
En tiempos de presión para los presupuestos públicos europeos, financiar esta estrategia demandará ideas nuevas. Por eso proponemos una nueva generación de bonos soberanos europeos, según el modelo del fondo de recuperación para pandemias NextGenerationEU, pero a más largo plazo y con un uso más estratégico. Ya que el endeudamiento en la eurozona ronda el 90% del PIB (menos que en Estados Unidos) y las necesidades de inversión en infraestructura crecen a toda marcha, estos bonos son a la vez factibles y oportunos.
La emisión de los bonos enviaría una fuerte señal geopolítica: que Europa puede trazar su propio rumbo económico y al mismo tiempo ofrecer a los inversores de todo el mundo una alternativa segura a los bonos del Tesoro estadounidense y a los activos chinos. Y sobre todo, sería un beneficio directo para la clase media, ya que permitiría a la Unión Europea financiar las escuelas, el transporte, la vivienda y las redes digitales que hacen posible la movilidad ascendente. Esto es esencial no sólo para sostener el crecimiento económico y el dinamismo a largo plazo, sino también para revitalizar y fortalecer la democracia europea.
Aunque la clase media es el núcleo de las sociedades y el andamiaje que mantiene las democracias en pie, se la suele tratar como daño colateral de un progreso inevitable. Pero Europa todavía puede elegir su futuro: uno que esté en manos de unos pocos o uno que lo construyan todos. Las herramientas para actuar las tiene, sólo necesita voluntad para usarlas."
( vista de prensa, 18/07/25, fuente
, Re
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