"(...) En estos últimos años, al menos, los medios han tenido un papel mucho más activo que los poderes económicos. Y esto refleja unas cuantas cosas. La primera, que este Gobierno ha sido capaz de conjugar redistribución con beneficios. El Ibex y la CEOE han estado tranquilos y colaborativos, la mayor parte del tiempo, porque han sabido que para salir de las crisis pandémica e inflacionaria hacía falta intervención pública, estabilidad en el empleo y asumir una ligera carga fiscal. Les iba la supervivencia en ello. También la de todos. Cosas que se saben y se comentan en privado, cuando llega el café, pero que jamás reconocerán en público: estos rojos son gente seria cuando se ponen.
Por contra, la mayor batalla contra el Gobierno ha venido de la mano del sistema mediático e institucional. La democracia tiene un problema con aquellas zonas del Estado que se piensan herederas, aún, de la cruzada nacional. Despachos en maderas nobles donde el aire ha entrado poco y mal desde 1978. Cambiaron las caras, siguieron los apellidos. Creen que, pase lo que pase en unas elecciones, ellos son el baluarte para que España no se salga de los raíles del orden, su orden. Y tienen razón. El Estado es redistribución pero también continuidad reaccionaria. Para no llevarse sorpresas conviene leer a Keynes, pero también a Lenin. De saber solventar esta tensión, entre justicia social y regresismo institucional, depende en buena medida el progreso.
Si todo lo que encierra la Plaza de las Salesas ha pensado que podía ser un poder judicial con capacidades legislativas, todo lo que encierra el entramado mediático ha ido un paso más allá de ese viejo sueño, del periodista con delirios de grandeza, de quitar y poner ministros. No se ha tratado de influir en el debate público mediante la línea editorial, algo perfectamente legítimo, sino de alterar los equilibrios democráticos para, primero, derribar al Gobierno en el caos pandémico y después, mediante un zafio pero efectivo bombardeo de mentiras, construir una demonización paranoica sobre la figura de Pedro Sánchez. No hablamos de campañas de desprestigio, sino de algo más cercano al fanatismo religioso persiguiendo endemoniados en un acto inquisitorial. Antes, bien es cierto, ensayaron con Iglesias. A la mayoría le importó poco.
Además de esta persecución selectiva, se ha sembrado el miedo comprando a los ultras el catálogo completo de guiñoles. Por último se ha normalizado una agenda en la que caben la exclusión de ideologías políticas, minorías y el ataque a artículos enteros de la Constitución. Y esto no se ha hecho desde los informativos sino sobre todo desde los programas de entretenimiento, que son los principales encargados de transformar la política del susurro en sentido común. Los tipos que aún guardan la lüger del abuelo en la mesita de noche, disponen. Los líderes de audiencia lo llevan a cabo. Así se construyen los sentimientos y las emociones, una de las bases sobre las que se sustentan las tendencias de voto.
La mayoría de estas estrellas llevan décadas detrás de la pantalla y, hasta hace no tanto, no pasaban de simples bufones. Que hayan dado el salto al colaboracionismo se debe a algo más que la adicción al triunfo y el dinero. Una vez que el elemento ultra despertó socialmente, pongamos en 2017, los que hasta entonces eran votantes ocasionales del PP, quizá ni eso, dieron rienda suelta a algo profundo que creímos extinto, al menos desde que Tejero tuvo que salir del Congreso con el pitillo en la mano. Y esto le sucedió tanto a los de la tele como al vecino del tercero. De esto se infiere algo que tendremos que tener en cuenta: la derecha en España no tiene líneas rojas.
Si los medios controlan la agenda, determinada tensión social también condiciona esa agenda. No podemos olvidar tan rápido lo sucedido entre 2010 y 2014, cuando al sistema mediático no le quedó más remedio que verse influido por lo que pasaba en las protestas.
De este momento, cuando el interés por la política era masivo, proceden las tertulias y espacios que dieron a Podemos su empujón definitivo. A unos les hacía falta que les conocieran, a otros legitimarse ante un público que buscaba respuestas y nuevos rostros. Luego hubo divorcio, como tantos, mal avenido. Pero lo que nos interesa no es el después, sino el antes. Muchos necesitaban saber por qué el mundo que habíamos conocido se derrumbó como un castillo de naipes. Esa fue la clave que los medios, que también son negocio, no pudieron eludir. De entonces proceden también otros tantos proyectos mediáticos que han construido comunidades firmes de lectores y ganado influencia. Un sismo deja ruinas pero también espacio para construir.
La movilización social es imprescindible también en esto de los medios. Y en esta legislatura ha brillado por su ausencia. La izquierda poética, esa que declama pero nunca baja sus versos a tierra, allí donde lo prosaico manda sobre los juegos de rol, echa la culpa al progresismo parlamentario y los grandes sindicatos. Lo que no nos cuentan es por qué, con tales ausencias, no han aprovechado ellos para crecer en militancia y encabezar las manifestaciones. La calle no es para la mayoría una declaración de principios, sino una cuestión de dignidad y cartilla de ahorro. Por eso la década pasada, bien por el insulto de la corrupción, bien por el paro y los recortes, millones de ciudadanos tomaron un protagonismo directo. Por eso en esta, aun con problemas bien patentes, la movilización ha descendido y el protagonismo se ha delegado. Menos dramas.
El problema es que esa ausencia escenográfica de la izquierda, unida a
la revitalización del tercio reaccionario de nuestro país, ha
encanallado a los que antes se cuidaban de esconder la patita. A veces
importa que se te vea y que se te vea bien, mostrando
músculo, número, cohesión, aunque sea para evitar que a algunos el ardor
guerrero se les suba a la cabeza. Eso es algo que ha faltado. Algunos
piensan que una victoria de Feijóo aplacará los ánimos. Lo mismo están
en lo cierto. Lo mismo se equivocan." (Daniel Bernabé , InfoLibre, 13 de junio de 2023)
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