"Los últimos indicadores de actividad económica, denominados índices de gestores de compras (PMI), confirman que las principales economías siguen avanzando lentamente, sin caer en recesión ni acelerar el ritmo. El PMI mundial se situó en 52,4 en septiembre (cualquier puntuación superior a 50,0 significa expansión, mientras que cualquier puntuación inferior significa contracción).
En efecto, las principales economías siguen inmersas en lo que yo denomino una larga depresión, que comenzó tras la Gran Recesión de 2008-2009. En los últimos 17 años, la expansión económica (medida por el PIB real, la inversión y el crecimiento de la productividad) ha estado muy por debajo de la tasa anterior a 2008, sin que haya señales de ningún cambio significativo. De hecho, tras la recesión provocada por la pandemia en 2020, la tasa de crecimiento de todos estos indicadores se ha ralentizado aún más. Mientras que el crecimiento medio anual del PIB real mundial era del 4,4 % antes de la Gran Recesión de 2008-2009, en la década de 2010 solo alcanzó el 3 % y, desde la recesión provocada por la pandemia en 2020, el crecimiento medio anual se ha ralentizado hasta el 2,7 % anual. Y hay que recordar que esta tasa incluye las economías de China y la India, de un crecimiento superior. Además, en algunos países clave (Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido), hasta hace poco, ha sido la inmigración neta la que ha impulsado la mano de obra que ha sostenido el crecimiento del PIB real; el crecimiento del PIB per cápita ha sido mucho menor.
Por encima de todo, la rentabilidad del capital en las principales economías sigue estando cerca de su mínimo histórico y muy por debajo del nivel anterior a la Gran Recesión.
En sus últimas previsiones económicas publicadas la semana pasada, el FMI mejoró ligeramente sus previsiones de crecimiento mundial, pero siguió pronosticando una desaceleración. “Ahora prevemos un crecimiento mundial del 3,2 % este año y del 3,1 % el año que viene, lo que supone una revisión a la baja de 0,2 puntos porcentuales desde nuestras previsiones del año anterior”. Los economistas del FMI calculan que el PIB real de EE UU solo aumentará un 2,0 % este año, frente al 2,8 % en 2024, y que el año que viene solo aumentará un 2,1 %. Y ese es el mejor resultado que se espera en las principales economías capitalistas del G7, ya que, probablemente, Alemania, Francia, Italia y Japón registrarán un aumento inferior al 1 % este año y el próximo. Canadá también se ralentizará hasta situarse muy por debajo del 2 %; solo el Reino Unido mejorará (hasta un modesto 1,3 % este año y el próximo). Pero incluso estas previsiones son dudosas, ya que las perspectivas “siguen siendo frágiles y los riesgos siguen inclinándose hacia el lado negativo”. El FMI está preocupado por: 1) el estallido de la burbuja de la inteligencia artificial; 2) la ralentización de la productividad en China; y 3) el aumento de la deuda pública y el servicio de la misma.
Los economistas de la OCDE son igual de pesimistas. En su informe provisional de septiembre sobre la economía mundial, la OCDE prevé que el crecimiento económico mundial se ralentice hasta el 3,2 % en 2025 y el 2,9 % en 2026, frente al 3,3 % en 2024. De hecho, los economistas de la OCDE calculan que el crecimiento del PIB real de EE UU será el más lento desde la pandemia, al igual que el de China. Y la zona del euro, Japón y el Reino Unido crecerán solo un 1 % o menos. Se espera que el crecimiento en EE UU sea del 1,8 % en 2025 y del 1,5 % en 2026. Se prevé que el crecimiento de China se modere hasta el 4,9 % en 2025 y el 4,4 % en 2026, aunque esa tasa sigue siendo casi tres veces superior a la de Estados Unidos y cuatro veces superior a la de la zona del euro, que se prevé que crezca un 1,2 % en 2025 y un 1,1 % en 2026. A diferencia del FMI, la OCDE prevé que el Reino Unido se ralentice solo hasta el 1 % anual en 2026, mientras que Japón crecerá un 1,1 % y un 0,5 % durante el mismo periodo.
La agencia de comercio y desarrollo de la ONU (UNCTAD) también ha publicado un avance de su Informe sobre el Comercio y el Desarrollo 2025. Se trata de una lectura sobria sobre las perspectivas de crecimiento y comercio mundiales. Los economistas de la UNCTAD ven “un crecimiento mundial vacilante que no muestra signos de repunte a corto plazo. El crecimiento de la producción mundial sigue por debajo de las tendencias previas a la pandemia. El impulso sigue siendo frágil y se ve empañado por la incertidumbre. La ansiedad de los inversores ha impulsado los mercados financieros, pero no la inversión productiva”.
Sin embargo, las principales economías no han caído en una nueva recesión como la experimentada en 2008-2009 y en la recesión pandémica de 2020. En cambio, se ha reanudado un avance lento. Pero el capitalismo tampoco muestra signos de dar un salto adelante: las principales economías están cada vez más atrapadas en un período de estanflación, es decir, un crecimiento estancado junto con una inflación creciente.
¿Por qué? Según la teoría marxista de las crisis, un auge prolongado solo sería posible si se produjera una destrucción significativa del valor del capital, ya sea físicamente o mediante la devaluación de los precios, o ambas cosas. Joseph Schumpeter, economista austriaco de la década de 1920, siguiendo el ejemplo de Marx, denominó a este fenómeno “destrucción creativa”. Al limpiar el proceso de acumulación de tecnología obsoleta y capital fallido y poco rentable, las nuevas empresas innovadoras prosperarían, impulsando la productividad del trabajo y aportando más valor. Schumpeter veía este proceso como la ruptura de los monopolios estancados y su sustitución por empresas innovadoras más pequeñas. Por el contrario, Marx veía la destrucción creativa como un aumento de la tasa de rentabilidad, ya que los pequeños y débiles eran devorados por los grandes y fuertes.
Para Marx, la “destrucción creativa” tenía dos partes. Por un lado, estaba la destrucción del capital real “en la medida en que se detiene el proceso de reproducción, se limita o incluso se detiene por completo el proceso de trabajo y se destruye el capital real”, porque “las condiciones de producción existentes (...) no se ponen en práctica”, es decir, las empresas cierran sus plantas y equipos, despiden a sus trabajadores y/o quiebran. El valor del capital se amortiza porque la mano de obra y los equipos, entre otros, ya no se utilizan.
En el segundo caso, es el valor del capital lo que se destruye. En este caso, “no se destruye ningún valor de uso”, sino que “una gran parte del capital nominal de la sociedad, es decir, del valor de cambio del capital existente, se destruye por completo”. Y se produce una caída del valor de los bonos del Estado y otras formas de “capital ficticio”. Esto último conduce a una “simple transferencia de riqueza de unas manos a otras” (los que se benefician de la caída de los precios de los bonos y las acciones frente a los que pierden).
Marx argumentó que no existe una crisis permanente en el capitalismo que no pueda ser superada por el propio capital. El capitalismo tiene una salida económica si la masa de trabajadores no adquiere el poder político para sustituir el sistema. Con el tiempo, tras una serie de crisis, la rentabilidad del capital podría restablecerse lo suficiente como para empezar a aprovechar los nuevos avances técnicos y la innovación. Eso ocurrió tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando la rentabilidad del capital era muy alta y las empresas podían invertir con confianza en las nuevas tecnologías desarrolladas durante la depresión de los años treinta y la guerra. Si la rentabilidad pudiera aumentar considerablemente ahora, en 2025, la difusión de nuevas tecnologías como la inteligencia artificial, que ya se están “agrupando” en la actual depresión, podría despegar y provocar un cambio radical en la productividad del trabajo en las principales economías.
Esta teoría de la destrucción creativa ha sido adoptada por los economistas dominantes. Los recientes ganadores del premio Nobel (Riksbank) de Economía, Philippe Aghion y Peter Howitt, señalaron que la velocidad del auge de las nuevas empresas con nuevas tecnologías y la caída de las antiguas empresas con tecnologías obsoletas está correlacionada positivamente con el crecimiento de la productividad laboral. “Esto podría reflejar la contribución directa de la destrucción creativa y, posiblemente, también un efecto indirecto de la destrucción creativa en los esfuerzos de las empresas establecidas por mejorar sus propios productos”. Pero la rentabilidad no tiene ningún papel en esta teoría dominante de la destrucción creativa. Aghion y Howett se ciñen estrictamente a la visión de Schumpeter sobre la innovación de las pequeñas empresas. Sin embargo, Aghion y Howett señalan que las tasas de salida y entrada de empresas en los sectores han disminuido en Estados Unidos en las últimas décadas. La cuota de empleo de las nuevas empresas (empresas con menos de cinco años de antigüedad) se redujo del 24 % al 15 %. En otras palabras, la principal forma de reactivar la inversión y la producción capitalistas se ha disipado. Dado que la “destrucción creativa” es un factor esencial para el crecimiento, “este declive del dinamismo empresarial ha contribuido al lento y decepcionante crecimiento de la productividad en Estados Unidos”.
La inteligencia artificial y otras nuevas tecnologías, incluso si son eficaces (y eso es dudoso), no proporcionarán un crecimiento sostenido y más elevado, ya que no ha habido “destrucción creativa” desde 2008. En cambio, se ha producido una expansión sin precedentes del dinero de crédito barato para apoyar a las empresas, grandes y pequeñas, en un intento de evitar las crisis. No se ha producido ningún colapso en los precios de las acciones y los bonos ni quiebras masivas de empresas; al contrario, se alcanzan continuamente nuevos máximos históricos en los activos financieros e inmobiliarios. En lugar de liquidaciones, ha habido un número creciente de empresas “muertas vivas” o capitales zombis, que no obtienen suficientes beneficios para pagar sus deudas y, por lo tanto, solo piden más préstamos. También hay una capa considerable de ángeles caídos, es decir, empresas con deudas crecientes que pronto podrían convertirlas también en zombis.
Al comienzo de la Gran Depresión de los años treinta, hubo una división de opiniones entre los estrategas del capital sobre qué hacer. El entonces secretario del Tesoro, Andrew Mellon, le dijo al entonces presidente Hoover: “Liquida la mano de obra, liquida las acciones, liquida a los agricultores, liquida los bienes inmuebles”. Dijo: “Esto purgará la podredumbre del sistema. Los altos costos de vida y el alto nivel de vida bajarán. La gente trabajará más duro y llevará una vida más moral. Los valores se ajustarán y las personas emprendedoras recogerán los restos de las personas menos competentes”. Pero, al igual que ahora, la política de liquidación fue rechazada por el resto de la administración, no porque fuera errónea desde el punto de vista económico, sino por temor a las repercusiones políticas. No obstante, Hoover se opuso a la planificación o al gasto público para mitigar la recesión. “Rechacé los planes nacionales para que el gobierno entrara en competencia con sus ciudadanos. Eso era una idea de Karl Marx. Veté la idea de la recuperación mediante un gasto enorme para reactivar la economía. Eso era una idea de un profesor británico. Rechacé los intentos de centralizar la ayuda en Washington con fines políticos y de experimentación social”.
Quizás el único ejemplo reciente de política de liquidación sea el intento del presidente Milei en Argentina. Pero sus drásticos recortes en el sector público, al tiempo que se mantienen altos tipos de interés y se restringe la oferta monetaria, no han producido ningún resultado creativo. En cambio, su intento de limpiar el sistema del gasto innecesario, los trabajadores improductivos y las empresas débiles de Argentina, para hacer que la economía sea más ágil y eficiente, ha llevado al peso argentino al borde del colapso, ya que las reservas de divisas se están agotando y hay que hacer frente a enormes deudas en divisas que pronto habrá que pagar. Así que Trump y su secretario del Tesoro, Bessent, han acudido en ayuda de Milei con un rescate, igual que hicieron los bancos estadounidenses en 2008. Una vez más, el miedo a la caída de Milei ha llevado a lo contrario de la liquidación.
Y el resultado es más deuda. En su intento por evitar la recesión, los gobiernos y los bancos centrales han inyectado dinero y han permitido que las empresas y los gobiernos acumulen deuda. La deuda mundial ha alcanzado casi los 340 billones de dólares, lo que supone un aumento masivo de 21 billones en lo que va de año, tanto como el aumento registrado durante la pandemia. Los mercados emergentes representaron 3,4 billones de dólares del aumento en el segundo trimestre, lo que elevó su deuda total a 109 billones de dólares, un máximo histórico. La ratio deuda/PIB total se sitúa ahora en el 324 %, por debajo del máximo alcanzado durante la recesión pandémica, pero aún por encima de los niveles previos a la pandemia.
Para resolver el problema del crecimiento y de la deuda, el FMI pide recortes en el gasto público (“los gobiernos no deben retrasarse más. Mejorar la eficiencia del gasto público es una forma importante de fomentar la inversión privada”), es decir, destrucción; al tiempo que presiona para que se aumente el apoyo al sector capitalista (“Los gobiernos deben empoderar a los empresarios privados para que innoven y prosperen”), es decir, creación. La destrucción aquí solo afecta a los servicios públicos y al bienestar, mientras que el sector privado puede esperar más de lo mismo: tipos de interés bajos, recortes fiscales y subvenciones para “empoderar a los empresarios privados”.
En efecto, las principales economías siguen inmersas en lo que yo denomino una larga depresión, que comenzó tras la Gran Recesión de 2008-2009. En los últimos 17 años, la expansión económica (medida por el PIB real, la inversión y el crecimiento de la productividad) ha estado muy por debajo de la tasa anterior a 2008, sin que haya señales de ningún cambio significativo. De hecho, tras la recesión provocada por la pandemia en 2020, la tasa de crecimiento de todos estos indicadores se ha ralentizado aún más. Mientras que el crecimiento medio anual del PIB real mundial era del 4,4 % antes de la Gran Recesión de 2008-2009, en la década de 2010 solo alcanzó el 3 % y, desde la recesión provocada por la pandemia en 2020, el crecimiento medio anual se ha ralentizado hasta el 2,7 % anual. Y hay que recordar que esta tasa incluye las economías de China y la India, de un crecimiento superior. Además, en algunos países clave (Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido), hasta hace poco, ha sido la inmigración neta la que ha impulsado la mano de obra que ha sostenido el crecimiento del PIB real; el crecimiento del PIB per cápita ha sido mucho menor.
Por encima de todo, la rentabilidad del capital en las principales economías sigue estando cerca de su mínimo histórico y muy por debajo del nivel anterior a la Gran Recesión.
En sus últimas previsiones económicas publicadas la semana pasada, el FMI mejoró ligeramente sus previsiones de crecimiento mundial, pero siguió pronosticando una desaceleración. “Ahora prevemos un crecimiento mundial del 3,2 % este año y del 3,1 % el año que viene, lo que supone una revisión a la baja de 0,2 puntos porcentuales desde nuestras previsiones del año anterior”. Los economistas del FMI calculan que el PIB real de EE UU solo aumentará un 2,0 % este año, frente al 2,8 % en 2024, y que el año que viene solo aumentará un 2,1 %. Y ese es el mejor resultado que se espera en las principales economías capitalistas del G7, ya que, probablemente, Alemania, Francia, Italia y Japón registrarán un aumento inferior al 1 % este año y el próximo. Canadá también se ralentizará hasta situarse muy por debajo del 2 %; solo el Reino Unido mejorará (hasta un modesto 1,3 % este año y el próximo). Pero incluso estas previsiones son dudosas, ya que las perspectivas “siguen siendo frágiles y los riesgos siguen inclinándose hacia el lado negativo”. El FMI está preocupado por: 1) el estallido de la burbuja de la inteligencia artificial; 2) la ralentización de la productividad en China; y 3) el aumento de la deuda pública y el servicio de la misma.
Los economistas de la OCDE son igual de pesimistas. En su informe provisional de septiembre sobre la economía mundial, la OCDE prevé que el crecimiento económico mundial se ralentice hasta el 3,2 % en 2025 y el 2,9 % en 2026, frente al 3,3 % en 2024. De hecho, los economistas de la OCDE calculan que el crecimiento del PIB real de EE UU será el más lento desde la pandemia, al igual que el de China. Y la zona del euro, Japón y el Reino Unido crecerán solo un 1 % o menos. Se espera que el crecimiento en EE UU sea del 1,8 % en 2025 y del 1,5 % en 2026. Se prevé que el crecimiento de China se modere hasta el 4,9 % en 2025 y el 4,4 % en 2026, aunque esa tasa sigue siendo casi tres veces superior a la de Estados Unidos y cuatro veces superior a la de la zona del euro, que se prevé que crezca un 1,2 % en 2025 y un 1,1 % en 2026. A diferencia del FMI, la OCDE prevé que el Reino Unido se ralentice solo hasta el 1 % anual en 2026, mientras que Japón crecerá un 1,1 % y un 0,5 % durante el mismo periodo.
La agencia de comercio y desarrollo de la ONU (UNCTAD) también ha publicado un avance de su Informe sobre el Comercio y el Desarrollo 2025. Se trata de una lectura sobria sobre las perspectivas de crecimiento y comercio mundiales. Los economistas de la UNCTAD ven “un crecimiento mundial vacilante que no muestra signos de repunte a corto plazo. El crecimiento de la producción mundial sigue por debajo de las tendencias previas a la pandemia. El impulso sigue siendo frágil y se ve empañado por la incertidumbre. La ansiedad de los inversores ha impulsado los mercados financieros, pero no la inversión productiva”.
Sin embargo, las principales economías no han caído en una nueva recesión como la experimentada en 2008-2009 y en la recesión pandémica de 2020. En cambio, se ha reanudado un avance lento. Pero el capitalismo tampoco muestra signos de dar un salto adelante: las principales economías están cada vez más atrapadas en un período de estanflación, es decir, un crecimiento estancado junto con una inflación creciente.
¿Por qué? Según la teoría marxista de las crisis, un auge prolongado solo sería posible si se produjera una destrucción significativa del valor del capital, ya sea físicamente o mediante la devaluación de los precios, o ambas cosas. Joseph Schumpeter, economista austriaco de la década de 1920, siguiendo el ejemplo de Marx, denominó a este fenómeno “destrucción creativa”. Al limpiar el proceso de acumulación de tecnología obsoleta y capital fallido y poco rentable, las nuevas empresas innovadoras prosperarían, impulsando la productividad del trabajo y aportando más valor. Schumpeter veía este proceso como la ruptura de los monopolios estancados y su sustitución por empresas innovadoras más pequeñas. Por el contrario, Marx veía la destrucción creativa como un aumento de la tasa de rentabilidad, ya que los pequeños y débiles eran devorados por los grandes y fuertes.
Para Marx, la “destrucción creativa” tenía dos partes. Por un lado, estaba la destrucción del capital real “en la medida en que se detiene el proceso de reproducción, se limita o incluso se detiene por completo el proceso de trabajo y se destruye el capital real”, porque “las condiciones de producción existentes (...) no se ponen en práctica”, es decir, las empresas cierran sus plantas y equipos, despiden a sus trabajadores y/o quiebran. El valor del capital se amortiza porque la mano de obra y los equipos, entre otros, ya no se utilizan.
En el segundo caso, es el valor del capital lo que se destruye. En este caso, “no se destruye ningún valor de uso”, sino que “una gran parte del capital nominal de la sociedad, es decir, del valor de cambio del capital existente, se destruye por completo”. Y se produce una caída del valor de los bonos del Estado y otras formas de “capital ficticio”. Esto último conduce a una “simple transferencia de riqueza de unas manos a otras” (los que se benefician de la caída de los precios de los bonos y las acciones frente a los que pierden).
Marx argumentó que no existe una crisis permanente en el capitalismo que no pueda ser superada por el propio capital. El capitalismo tiene una salida económica si la masa de trabajadores no adquiere el poder político para sustituir el sistema. Con el tiempo, tras una serie de crisis, la rentabilidad del capital podría restablecerse lo suficiente como para empezar a aprovechar los nuevos avances técnicos y la innovación. Eso ocurrió tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando la rentabilidad del capital era muy alta y las empresas podían invertir con confianza en las nuevas tecnologías desarrolladas durante la depresión de los años treinta y la guerra. Si la rentabilidad pudiera aumentar considerablemente ahora, en 2025, la difusión de nuevas tecnologías como la inteligencia artificial, que ya se están “agrupando” en la actual depresión, podría despegar y provocar un cambio radical en la productividad del trabajo en las principales economías.
Esta teoría de la destrucción creativa ha sido adoptada por los economistas dominantes. Los recientes ganadores del premio Nobel (Riksbank) de Economía, Philippe Aghion y Peter Howitt, señalaron que la velocidad del auge de las nuevas empresas con nuevas tecnologías y la caída de las antiguas empresas con tecnologías obsoletas está correlacionada positivamente con el crecimiento de la productividad laboral. “Esto podría reflejar la contribución directa de la destrucción creativa y, posiblemente, también un efecto indirecto de la destrucción creativa en los esfuerzos de las empresas establecidas por mejorar sus propios productos”. Pero la rentabilidad no tiene ningún papel en esta teoría dominante de la destrucción creativa. Aghion y Howett se ciñen estrictamente a la visión de Schumpeter sobre la innovación de las pequeñas empresas. Sin embargo, Aghion y Howett señalan que las tasas de salida y entrada de empresas en los sectores han disminuido en Estados Unidos en las últimas décadas. La cuota de empleo de las nuevas empresas (empresas con menos de cinco años de antigüedad) se redujo del 24 % al 15 %. En otras palabras, la principal forma de reactivar la inversión y la producción capitalistas se ha disipado. Dado que la “destrucción creativa” es un factor esencial para el crecimiento, “este declive del dinamismo empresarial ha contribuido al lento y decepcionante crecimiento de la productividad en Estados Unidos”.
La inteligencia artificial y otras nuevas tecnologías, incluso si son eficaces (y eso es dudoso), no proporcionarán un crecimiento sostenido y más elevado, ya que no ha habido “destrucción creativa” desde 2008. En cambio, se ha producido una expansión sin precedentes del dinero de crédito barato para apoyar a las empresas, grandes y pequeñas, en un intento de evitar las crisis. No se ha producido ningún colapso en los precios de las acciones y los bonos ni quiebras masivas de empresas; al contrario, se alcanzan continuamente nuevos máximos históricos en los activos financieros e inmobiliarios. En lugar de liquidaciones, ha habido un número creciente de empresas “muertas vivas” o capitales zombis, que no obtienen suficientes beneficios para pagar sus deudas y, por lo tanto, solo piden más préstamos. También hay una capa considerable de ángeles caídos, es decir, empresas con deudas crecientes que pronto podrían convertirlas también en zombis.
Al comienzo de la Gran Depresión de los años treinta, hubo una división de opiniones entre los estrategas del capital sobre qué hacer. El entonces secretario del Tesoro, Andrew Mellon, le dijo al entonces presidente Hoover: “Liquida la mano de obra, liquida las acciones, liquida a los agricultores, liquida los bienes inmuebles”. Dijo: “Esto purgará la podredumbre del sistema. Los altos costos de vida y el alto nivel de vida bajarán. La gente trabajará más duro y llevará una vida más moral. Los valores se ajustarán y las personas emprendedoras recogerán los restos de las personas menos competentes”. Pero, al igual que ahora, la política de liquidación fue rechazada por el resto de la administración, no porque fuera errónea desde el punto de vista económico, sino por temor a las repercusiones políticas. No obstante, Hoover se opuso a la planificación o al gasto público para mitigar la recesión. “Rechacé los planes nacionales para que el gobierno entrara en competencia con sus ciudadanos. Eso era una idea de Karl Marx. Veté la idea de la recuperación mediante un gasto enorme para reactivar la economía. Eso era una idea de un profesor británico. Rechacé los intentos de centralizar la ayuda en Washington con fines políticos y de experimentación social”.
Quizás el único ejemplo reciente de política de liquidación sea el intento del presidente Milei en Argentina. Pero sus drásticos recortes en el sector público, al tiempo que se mantienen altos tipos de interés y se restringe la oferta monetaria, no han producido ningún resultado creativo. En cambio, su intento de limpiar el sistema del gasto innecesario, los trabajadores improductivos y las empresas débiles de Argentina, para hacer que la economía sea más ágil y eficiente, ha llevado al peso argentino al borde del colapso, ya que las reservas de divisas se están agotando y hay que hacer frente a enormes deudas en divisas que pronto habrá que pagar. Así que Trump y su secretario del Tesoro, Bessent, han acudido en ayuda de Milei con un rescate, igual que hicieron los bancos estadounidenses en 2008. Una vez más, el miedo a la caída de Milei ha llevado a lo contrario de la liquidación.
Y el resultado es más deuda. En su intento por evitar la recesión, los gobiernos y los bancos centrales han inyectado dinero y han permitido que las empresas y los gobiernos acumulen deuda. La deuda mundial ha alcanzado casi los 340 billones de dólares, lo que supone un aumento masivo de 21 billones en lo que va de año, tanto como el aumento registrado durante la pandemia. Los mercados emergentes representaron 3,4 billones de dólares del aumento en el segundo trimestre, lo que elevó su deuda total a 109 billones de dólares, un máximo histórico. La ratio deuda/PIB total se sitúa ahora en el 324 %, por debajo del máximo alcanzado durante la recesión pandémica, pero aún por encima de los niveles previos a la pandemia.
Para resolver el problema del crecimiento y de la deuda, el FMI pide recortes en el gasto público (“los gobiernos no deben retrasarse más. Mejorar la eficiencia del gasto público es una forma importante de fomentar la inversión privada”), es decir, destrucción; al tiempo que presiona para que se aumente el apoyo al sector capitalista (“Los gobiernos deben empoderar a los empresarios privados para que innoven y prosperen”), es decir, creación. La destrucción aquí solo afecta a los servicios públicos y al bienestar, mientras que el sector privado puede esperar más de lo mismo: tipos de interés bajos, recortes fiscales y subvenciones para “empoderar a los empresarios privados”.
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